El presente relato forma parte de la tradición folclórica de los pueblos Visaya que habitan la isla Panay de Filipinas. El texto apareció por primera vez en 1906, en la publicación número 19 del “Journal of American Folklore (JAFL)”, páginas 97 a 112, bajo el título de «Visayan Folk Tales,» recopilados por Berton L. Maxfield y W. H. Millington. A continuación traducimos también la introducción a esa reseña.

“Estas historias tienen la intención de traer ante el público americano algunos de los cuentos relatados por los padres visaya a sus hijos, o por el contador de cuentos público en el mercado, mientras la gente se reúne a comprar los víveres para la cena. Fue sólo después de tres años de permanencia en las islas, en una provincia y sus zonas vecinas, y luego de aprender español y un poco del dialecto nativo, que pudimos obtener una mirada más cercana a la vida de nuestros estudiantes que volcamos en esta colección de cuentos, esperando que sea de interés para la gente en casa. Muchas de las historias fueron escritas por nuestros niños y niñas como parte de sus trabajos en composición en inglés. Otros fueron preparados por maestros nativos, algunos de los cuales fueron muy bien educados por los españoles y ya han aprendido a escribir inglés muy bien. De hecho, algunos fueron capaces, en la época en que estas historias fueron escritas, de aprobar los exámenes del servicio civil para anotarse como maestros insulares. Los artículos sobre las creencias supersticiosas de los pueblos fueron escritos por uno de estos maestros, para que fueran lo más correctos posible.

Como es de esperarse, los cuentos suelen ser muy crudos y simples, y muchos no presentan situaciones de dificultad ni tramas intrincadas. A veces presentan semejanzas con cuentos muy conocidos de otros países, aunque hemos puesto especial cuidado en seleccionar sólo los que tenían fuentes originales.

Los cuentos aquí presentados fueron recopilados durante la primavera de 1904, en la isla de Panay, y pertenecen al pueblo Visaya de las Filipinas. Fueron obtenidos en nuestras aulas de clase de maestros y estudiantes nativos. El señor Maxfield estuvo asentado en Iloilo, y el señor Millington en Mandurriao, lugares que distan cinco millas entre sí. Estuvimos en contacto a diario con alrededor de mil estudiantes. Las historias fueron reunidas en ambos lugares, y notamos que eran sustancialmente parecidas, siendo las diferencias apenas pequeños detalles.
Después de encontrar una versión de una historia, procuramos determinar si la misma narración estaba vigente entre los nativos de otras localidades de la isla. Nos sorprendimos al descubrir que los cuentos eran conocidos en la totalidad de los pueblos con los cuales nos familiarizábamos y obteníamos suficiente confianza para inducirlos a hablar libremente. A menudo había variaciones, pero el marco del relato era siempre el mismo. Las historias que obtuvimos de maestros que hablaban español fueron verificadas con los nativos de otros lugares que no hablaran español, con el fin de relacionarlas con otras localidades de la isla para asegurarnos que el cuento no fuera una mera traducción de un cuento español.

Nosotros, que hemos recopilado estas historias, no podemos reclamar crédito más que por haberlas arreglado un poco, ya que, dentro de lo posible, hasta hemos conservado la redacción de los manuscritos originales. Sin dudas, el interés que hemos tenido en esta obra se debe a nuestra relación personal con los escritores que pusieron en papel para nosotros estos simples cuentos. Esperamos que sean de interés para aquellos por los que han sido recopilados.”

Verdad y Falsedad

Un día el señor Verdad partió hacia la ciudad para buscar trabajo. En el camino se encontró con el señor Falsedad, que también iba a la ciudad con el mismo propósito. Falsedad le pidió permiso a Verdad para montar a caballo con él, y Verdad accedió de muy buen gusto.

Mientras cabalgaban, conversaron animadamente sobre el tipo de trabajo que cada uno buscaba. Verdad dijo que quería ser secretario, así podía estar siempre radiante y limpio. Falsedad, por otra parte, quería ser cocinero, porque de esa forma siempre tendría montones de manjares para comer.

Habían pasado ya un par de horas de viaje, cuando se encontraron con un hombre que llevaba un cadáver al cementerio. El pobre hombre no tenía nadie que lo ayudara, así que Verdad, en un gesto de gran compasión, saltó del caballo y lo ayudó. Después de que el cadáver fue enterrado, Verdad preguntó: “¿Has rezado ya por el reposo del alma del muerto?” “No”, fue la respuesta del hombre, “yo no sé rezar, y no tengo dinero para pagarle las velas a un sacerdote”. Así que Verdad le dio al hombre todo el dinero que tenía para que hiciera rezar plegarias por el muerto, y regresó con Falsedad.

Cuando llegó la hora de la cena, Falsedad, por demás hambriento, se puso furioso al enterarse que Verdad había regalado todo su dinero, pero finalmente propuso que debían ir al río a intentar pescar la cena. Cuando llegaron al río, se encontraron con unos peces que habían quedado atrapados en un charco cuando bajó la corriente, y pescaron tantos como quisieron. Pero Verdad estaba muy apenado por los pescaditos, por lo que devolvió la mitad de los que él había atrapado al agua. Falsedad, ofuscado, murmuró: “hubiera sido mejor que me los dieras a mí. Si hubiera sabido que arrojarías la mitad de ellos al río de nuevo, no te hubiera dejado atrapar ninguno”. Luego, siguieron cabalgando.

Cuando pasaron por un espeso bosque en el corazón de las montañas, escucharon un sonido terrible en las cercanías. Verdad se adelantó para ver qué sucedía, pero Falsedad, temblando de miedo, se quedó escondido detrás de su amigo. Al final vieron que se trataba de siete pequeñas águilas en un nido bien alto, en la copa de un árbol. Estaban llorando de hambre, y la madre no estaba por ningún lado. Verdad sentía mucha pena por ellas, así que mató a su caballo para darles algo de carne a las crías. El resto de la carne la esparció alrededor del árbol, para que la mamá águila pudiera encontrar el camino de regreso a casa.

Falsedad odió en ese momento a su compañero por haber matado el caballo, porque ahora estaban obligados a caminar. Bajaron de las montañas y entraron a la ciudad. Se presentaron frente al rey, deseando ser tomados en servicio, uno como secretario y el otro como cocinero. Y qué alegría sintieron cuando el rey concedió a ambos sus pedidos.

Pero cuando Falsedad vio que su compañero se sentaba a la mesa con el rey, y que siempre estaba radiante y muy bien vestido, mientras que él estaba siempre muy sucio y debía comer en la cocina, se puso furioso y decidió que debía hacer algo para arruinar a su amigo.

Un día el rey y la reina salieron a navegar por el mar. Cuando estaban muy lejos de tierra, la reina dejó caer accidentalmente su anillo por la borda. Cuando Falsedad se enteró del accidente, fue al rey y le dijo: “Mi Lord, un amigo, que casualmente es tu secretario, me ha dicho que tiene poderes mágicos y que es capaz de encontrar el anillo de la reina. Y dice que estaría dispuesto a hacer una apuesta contigo: que si no encuentra el anillo que lo mandes a colgar”.

El rey envió a llamar a Verdad de inmediato y le dijo: “Encuentra el anillo de la reina sin demoras, o haré que te cuelguen mañana cuando salga el sol”.

Verdad bajó hasta la costa, se sentó en la playa y observó el infinito océano por un buen rato. Pero viendo que era imposible recuperar el anillo, comenzó a llorar. Un pez se le acercó, y asomando la cabeza fuera del agua, le preguntó: “¿Por qué estás llorando?
“Lloro”, contestó Verdad, “porque el rey me va a colgar mañana a primera hora a menos que yo encuentre el anillo de la reina, que se cayó al océano.”

El pez no tardó en sumergirse y en nadar a toda velocidad mar adentro. A los pocos minutos volvió con el anillo en su boca y se lo dio a Verdad. Entonces le dijo: “Yo soy uno de los peces que encontraste varados en el charco junto al río y que devolviste al agua. Como tú me ayudaste cuando yo tuve problemas, estoy muy contento de haber podido ayudarte a ti ahora”.

Otro día Falsedad fue hasta el rey y le dijo: “Mi Señor, ¿recuerdas lo que te dije el otro día?”

“Por supuesto”, respondió el rey, “y creo que me has dicho la verdad pues el anillo finalmente fue encontrado”.

“Bueno”, dijo Falsedad, “mi amigo me dijo anoche que él es un gran mago y que está dispuesto a que lo hagas colgar frente a todo el mundo, ya que no le duele”.

El rey mandó a llamar a Verdad y le dijo: “Sé lo que le has dicho a tu amigo el cocinero. Mañana te haré colgar frente a todo el mundo, y ahí veremos si eres el gran mago que dices ser”.

Esa noche Verdad no pudo dormir. Alrededor de la media noche, para su asombro, un espíritu se le apareció de repente y le preguntó cuál era la causa de su tristeza. Verdad le contó el problema y el espíritu le dijo: “No llores más. Mañana yo tomaré tu forma y me vestiré con tus ropas. Déjalos que me cuelguen”.

A la mañana siguiente, al amanecer, el espíritu se puso la ropa de Verdad y se dirigió a la horca para ser colgado. Mucha gente vino a ver el espectáculo, y cuando terminó, volvieron a sus hogares. Cuánta fue la sorpresa del rey y de la corte cuando volvieron al palacio y se encontraron a Verdad sentado a la mesa, vivito y coleando.

Esa noche el espíritu se apareció ante Verdad y le dijo: “Yo soy el espíritu del muerto por el que tú diste tu dinero para comprar plegarias, para que yo pudiera descansar en paz”. Luego desapareció.

Otro día, el cocinero apareció frente al rey y le dijo: “Mi Rey, mi amigo (tu secretario) me dijo anoche que si le permitías casarse con tu hija, en una sola noche la princesa tendría tres hijos”. El rey envió a llamar a Verdad y le dijo: “Te daré a mi hija en matrimonio, pero si esta misma noche ella no tiene tres niños, haré que te entierren vivo mañana por la mañana”.

Así que el Sr. Verdad  y la princesa se casaron. Esa misma noche, a medianoche, Verdad estaba recostado en su cama sin poder dormir, pensando en el destino que le esperaba al otro día, cuando un águila entró volando por la ventana y le preguntó qué lo tenía tan preocupado. Verdad le contó la historia, y el águila le dijo: “No te preocupes, yo me encargo”. Y se fue volando. Justo antes de que saliera el sol, tres águilas entraron a la habitación de Verdad, cada una cargando un bebé recién nacido. Verdad despertó a la princesa y le dijo: “Mi querida esposa, estos son nuestros niños. Debemos amarlos y cuidarlos muy bien”.

Entonces el rey, que se despertó por el ruido de los niños que lloraban, mandó a preguntar qué estaba ocurriendo. Cuando supo las noticias, entró en la torre donde se encontraba la princesa, y cuando vio a los niños lo invadió la felicidad, pues él no tenía hijos varones que heredaran su trono. Así que el rey hizo una gran fiesta y le entregó su cetro y su corona a su yerno, el señor Verdad, para que sea rey en su lugar, y él pudiera disfrutar de sus nietos.

Así vemos que los que ayudan a otros con sus problemas, serán ayudados cuando estén en dificultades.

Traducido del inglés por Darío Seb Durban

Sobre El Autor

Darío Seb Durban nació en Vicente López, provincia de Buenos Aires, un año maldito de la era de plomo. Cursó varios estudios, ninguno digno de mención, y se empeñó en no terminar ninguno. Entre los años 1995 y 2006 estudió música informalmente y compuso canciones y poesía jamás oídas. Entre los años 2001 y 2007 se desempeñó como dramaturgo en la compañía teatral Crisol Teatro, estrenando cinco obras entre las que se contaban Las noctámbulas, Factoría y Zozobra. A partir del año 2012 participó talleres literarios, donde se avocó a explorar la voz de distintos narradores, nunca encontrando la suya propia. Hoy trabaja de forma inconsecuente en industrias no literarias, y ocasionalmente escribe textos que reproducimos en Evaristo Cultural.

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