Introducción
En el pasado, el acceso a la escarpada península de Indochina desde el norte, se llevó a cabo a través de dos pasos naturales ubicados en los límites septentrionales de los actuales países de Vietnam y Myanmar. La frontera vietnamita, cercana al corazón del imperio chino, fue atravesada por la cultura de los mandarines, los literatos confucianos. Muy por el contrario, los límites de Myanmar lindaban con las postrimerías del extenso territorio del imperio, tierras habitadas por pueblos tibetanos, de allí que fueran permeables a una cultura guerrera, de origen nómade y de creencias mágico-animistas[1].
Es en los dominios tibeto-birmanos, donde el cuervo, el personaje de nuestra primera historia, habita. Y es precisamente en ese extremo norte, en esas extremas altitudes (en la llamada “terraza del mundo”), donde el sol se encuentra más cercano a los hombres, y con más razón -claro está- a las aves[2]. El astro requerirá los servicios de la inteligente ave[3]. Pero toda vez que en el sabio la inteligencia suele estar acompañada de una actitud contemplativa, en el animal -lo mismo que en el hombre novicio-, tiende a matizarse con una patente curiosidad. La tarea encomendada sufrirá inevitablemente ciertos contratiempos. A la vez, ilustrará las implicancias de la pérdida de la atención, como consecuencia ésta de la búsqueda de satisfacción de los deseos sensorios, una noción ciertamente budista.
Los myanmarenses, efectivamente, fueron desde tiempos muy tempranos, adeptos al más puro budismo theravada. Además de lindar con el imperio chino, las tierras de Myanmar fueron vecinas a esa otra gran civilización, co-dadora del nombre a la península: India. Los myanmarenses tejieron su historia bajo el directo influjo indio llegado desde Bengala y la isla de Sri Lanka. El budismo que se extendía hacia el Este buscando los adeptos que el avance del hinduismo le quitaba, y que más tarde abandonaría definitivamente el territorio indio por la llegada excluyente del Islam, encontró en Myanmar un lugar fértil de asentamiento y fiel reservorio.
Los monasterios budistas fueron verdaderos centros de propagación cultural. Cuando los ingleses anexaron el país se encontraron con que la mitad de la población sabía leer y escribir[4]. Las historias budistas se plasmaron en una diversidad de formas culturales, siendo una de ellas el teatro de marionetas, sobre el que se refiere nuestra segunda historia. Las marionetas han adoptado con los siglos personajes fijos y prototípicos, que pueden participar de historias diferentes pero sin perder su singularidad. En nuestro cuento aparecen cuatro de estas figuras. El rey de los dioses, llamado Thagyarmin por los myanmarenses (equivalente al Sakka de los indios budistas). Un ogro, que refiere a un demonio o yaksha del panteón hindú. Zawgyi, el hechicero místico, un personaje ligado con la impronta mágica de los primeros birmanos. Y el santo ermitaño, es decir, un monje budista. El cuento pondrá de relieve la preeminencia de las dos figuras budistas, por sobre los personajes ligados al hinduismo y a las creencias mágico-animistas.
Esta expresión artística alcanzó en el país un gran desarrollo y fue motivo de prestigio, pero extrañamente no se limitó a la corte sino que adquirió también una gran popularidad. De hecho, cumplió una función unificadora a nivel cultural, bajo el patronazgo de la realeza en su esfuerzo de homogeneizar definiciones y símbolos entre los súbditos del reino (una política de control social, que promovía el budismo con fines seculares).
La adaptabilidad de los personajes arquetípicos a diferentes situaciones, permitió a la población desentenderse del puritanismo religioso de la propaganda real, y canalizar las críticas populares, a través de obras de teatro de marionetas donde se ponía en ridículo bien a los monjes budistas, bien al mismo rajá. Es en este marco satírico y no falto de humor que se desarrolla la tercera y última de las historias myanmarenses que ofrecemos a continuación.
Martín Lo Coco
¿Por qué los cuervos son negros[5]
Una vez, el Sol, mientras cumplía su ronda diaria, vio a una princesa y se enamoró de ella. Siempre que podía escabullirse de los cielos, tomaba forma humana y visitaba a la princesa para pasar juntos algún tiempo. La princesa también se encariñó con él, y esperaba con ansias sus visitas.
Un día el Sol decidió enviarle un rubí del color de la sangre como una muestra de su amor. Puso la gema en una bolsa de seda, llamó a un cuervo que pasaba y le encomendó que le entregara la joya a su amada. Los cuervos tenían las plumas blancas como la leche en aquella época, y era considerado auspicioso que un cuervo se acercara a una persona. Así que el Sol estaba complacido de haber encontrado un cuervo para entregar la joya.
Mientras el cuervo volaba por los cielos con la bolsita de seda en el pico, fue alcanzado por un irresistible aroma a comida. Al mirar hacia abajo, vio que estaba sucediendo un gran banquete de bodas e inmediatamente se distrajo de su misión. La comida era una de las cosas que nunca había podido resistir. Así que aterrizó en un árbol cercano, colgó la pequeña bolsa de seda de una rama, y se fue a ver si encontraba algo de comer.
Mientras el cuervo estaba festejando, un mercader que pasaba vio la bolsita colgando de la rama y la hizo caer al suelo con un palo. Cuando abrió la bolsa y vio su contenido, casi se desmayó de felicidad. Rápidamente guardó la joya en el bolsillo y llenó la bolsa con un poco de bosta seca que había por allí. Luego volvió a colgar con mucho cuidado el paquete de la misma rama.
Pasó todo tan rápido, que el cuervo se perdió toda la acción. Después de haberse llenado de comida, voló de vuelta al árbol, tomó la bolsa de seda, y se la llevó a la persona a la que estaba dirigida. La princesa estaba en el jardín.
Cuando el cuervo le dio el paquete, la princesa lo tomó con impaciencia, pues sabía que se lo enviaba el Sol. Pero cuando vio su contenido, se echó atrás por el espanto y se tambaleó por el enojo. Creyendo que era la manera del Sol de decirle que ya no la quería, arrojó la bolsa y corrió a palacio, del cual nunca más volvió a salir.
Cuando el Sol se enteró de lo sucedido, se puso furioso. Tan terrible fue su enojo, que cuando posó su mirada ardiente sobre el cuervo, se quemaron sus plumas hasta quedar como el carbón. Desde entonces las plumas de los cuervos siempre han sido negras.
La historia continúa relatando que el rubí no permaneció en poder del hombre que lo robó. Se le cayó del bolsillo y rodó hasta un hoyo muy profundo. Los hombres han intentado encontrarlo desde entonces. Muchas piedras preciosas han sido encontradas en el proceso, haciendo de Myanmar una de las más ricas fuentes de rubíes y zafiros. Pero el rubí que el Sol envió a la Princesa aún no ha sido encontrado.
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Las cuatro marionetas[6]
Una vez hubo un titiritero que tenía un hijo llamado Aung. El padre siempre había tenido la esperanza de que su hijo creciera para convertirse en un titiritero como él, pero a Aung ese tipo de vida no le parecía muy excitante.
“Padre”, le dijo Aung un día, “He decidido irme de casa para buscar fortuna”. El titiritero levantó tristemente la mirada de su trabajo. “Desearía que te quedaras, hijo mío. La vida del titiritero es una vida honorable. Pero si debes irte, déjame regalarte unos compañeros para tu viaje”.
Le mostró a su hijo cuatro marionetas de madera que él había tallado, pintado y vestido. “Cada títere”, le dijo, “tiene su propia virtud y valor.”
El primer títere es el rey de los dioses. El titiritero dijo: “La virtud de los dioses es la sabiduría”.
El segundo títere es un ogro de rostro verde. “La virtud del ogro es la fuerza”.
El tercero es un hechicero místico. “La virtud del hechicero es el conocimiento”.
Y el cuarto es un santo ermitaño. “La virtud del ermitaño es la bondad”.
Le dijo a su hijo: “Cada una de estas virtudes te puede ayudar en tu camino. Pero recuerda que la fuerza y el conocimiento deben servir siempre a la sabiduría y la bondad”.
Aung partió al día siguiente. Sobre el hombro llevaba una caña de bambú con comida y ropa atadas en una punta, y las marionetas colgando de la otra.
Cuando llegó la noche, Aung se encontró en la profundidad de la jungla. Se detuvo bajo un baniano. “Este parece un buen lugar para dormir”, se dijo, “pero me pregunto si es seguro”.
Entonces tuvo una idea divertida. “Creo que le preguntaré a uno de los títeres”. Encaró al rey de los dioses con una sonrisa. “Dime, ¿es seguro aquí?”.
Para su asombro, la marioneta cobró vida. Se bajo de la caña de bambú y creció de tamaño hasta ser de la estatura de un hombre.
“Aung”, dijo el dios, “abre tus ojos y mira a tu alrededor. Ese es el primer paso hacia la sabiduría. Si fallas en ver lo que está frente a ti, ¡cuán fácil será para otros engañarte!”. Al momento siguiente, el títere estaba colgando nuevamente de la caña.
Cuando Aung se hubo recuperado del susto, inspeccionó los alrededores con mucho cuidado. Allí, en la tierra blanda junto al árbol, ¡estaban las huellas de un tigre! Esa noche no durmió sobre el suelo, sino sobre las ramas, a lo alto. Y estuvo contento de haberlo hecho, pues a mitad de la noche vio un tigre merodeando debajo de él.
El próximo día llevó a Aung a las montañas. Cuando se puso el sol, dejó el camino y acampó en la ladera de la montaña. Cuando se despertó a la mañana siguiente, vio una caravana que venía por el camino. Una docena de carros tirados por toros llenos de mercadería muy costosa.
“La caravana le tiene que pertenecer a algún mercader rico”, se dijo Aung. “Ya desearía yo tener una riqueza así”. Entonces tuvo una idea. Se volvió hacia el ogro de rostro verde. “Dime, ¿cómo puedo yo ganar una fortuna como esa?”
Aung miró maravillado como el títere dejó la caña y creció hasta el tamaño natural. “Si tienes la fuerza”, bramó el ogro, “puedes tomar lo que quieras. ¡Mira esto!” Golpeó el suelo con su pie y la tierra tembló.
“¡Espera!” dijo Aung. Pero ya era demasiado tarde. Justo debajo de ellos, la tierra y las piedras se soltaron y cayeron por la ladera. El alud cayó por la montaña y obstruyó el camino. Los conductores aterrorizados saltaron de sus carros y salieron corriendo.
“¿Ya ves?” dijo el ogro.
“¿Realmente es tan fácil?” preguntó Aung aturdido.
Se apresuró hasta los carros, corriendo de uno al otro, asombrándose de las hermosas telas y pilas de metales preciosos. “Y todo esto es mío”, gritó.
En ese instante, Aung escuchó un sollozo. Acostada, hecha un ovillo en uno de los carros, había una preciosa mujer de su misma edad. Se encontraba llorando y temblando de miedo.
“No te lastimaré” dijo Aung con gentileza. “¿Quién eres?”
“Mi nombre es Mala”, contestó ella con voz suave. “Mi padre es el dueño de esta caravana. Íbamos camino a verlo”.
En ese mismísimo momento, Aung supo que estaba enamorado. Quería mantener a Mala con él por siempre. “No te preocupes”, le dijo. “Te llevaré conmigo y te cuidaré”.
Mala se incorporó furiosa. “¡Adelante! Puedes tomarme, como estás tomando todo lo demás. Pero no eres más que un ladrón y nunca jamás te hablaré”
Aung se espantó. ¿Realmente era sólo un ladrón? No sabía qué decir.
Entonces, el ogro se le acercó y le dijo: “No la escuches. Ya cambiará de parecer. De todas formas, lo importante es que has conseguido lo que querías. Ahora, vámonos”.
El ogro despejó el camino y ayudo a Aung a llevar la caravana. Esa tarde lograron salir de las montañas no muy lejos de la capital.
Aung preguntó al ogro: “¿Que debería hacer ahora que tengo toda esta riqueza?” “No me preguntes a mi” respondió el ogro. “Pregúntale al hechicero”
Aung miró al hechicero. “¿Puedes tú decirme?”
El títere cobró vida y flotó en el aire frente a Aung, mientras Mala observaba con ojos desorbitados. “Si quieres que tu riqueza crezca”, dijo el hechicero, “tienes que aprender los secretos de la naturaleza”.
Dio un golpecito a Aung con su varita roja, y juntos se elevaron por el aire. Mirando hacia abajo, Aung vio todo de una forma nueva. Podía darse cuenta qué tierra era la mejor para una granja, y qué montañas contenían oro y plata.
“Esto es maravilloso”, dijo Aung. “Sólo piensa cuánto puedo ayudar a la gente con lo que sé”.
“Claro que podrías”, dijo el hechicero. “Pero el conocimiento es poder. ¿Por qué no quedártelo mejor todo para ti? ¿No es eso lo que hace la gente?”
“Supongo que sí”, dijo Aung.
Así llegaron a la capital. Aung se convirtió en mercader y con la ayuda del ogro y del hechicero se hizo todavía mucho más rico. Se compró un palacio para sí y para Mala, y guardó los títeres en un cuarto especial sólo para ellos.
Pero Aung no era feliz pues Mala aún no le hablaba.
Un día puso frente a ella un tocado digno de una reina. Era de pesado oro y tenía incrustados docenas de enormes rubíes, zafiros y esmeraldas. La magnífica pieza le había costado a Aung un tercio de su fortuna.
Mala le echó una mirada y lo apartó.
Aung estaba descorazonado. Le dijo: “¿No sabes que te amo?” Pero ella sólo lo miró y no dijo una palabra.
A la mañana siguiente, Aung fue al cuarto de las marionetas y conversó con el ogro y el hechicero. “El padre de Mala debe ser muy pobre mientras yo tengo más de lo que necesito. Voy a ayudar a Mala a encontrarlo así podré pagarle lo que le quité. Quizás entonces ella me hablará y hasta aprenderá a amarme”.
“Una idea terrible”, dijo el ogro. “Nunca debes renunciar a lo que es tuyo. Sólo estás siendo débil”
“Además,” le dijo el hechicero, “ya es demasiado tarde. Anoche Mala se escapó”.
“¿Qué?”, gritó Aung. Corrió por el palacio, pero no la pudo encontrar por ningún lado.
Aung volvió desesperado al cuarto de los títeres. “¿De qué sirve toda mi riqueza si he perdido lo que más me importaba?”
Por primera vez el ogro y el hechicero quedaron en silencio.
Entonces Aung recordó que aún había un títere al que nunca había consultado. Enfrentó al santo ermitaño: “Dime, ¿por qué salió todo mal?”
El títere cobró vida. “Aung, tú imaginaste que la fortuna traía felicidad. Pero la verdadera felicidad sólo viene de la bondad. Lo que es importante no es lo que tienes, sino que haces con ello”.
El rey de los dioses cobró vida también y se paró junto al ermitaño. “Olvidaste lo que te dijo tu padre, Aung. Fuerza y conocimiento son útiles, pero siempre deben servir a la sabiduría y la bondad”.
“No lo olvidaré nuevamente”, dijo Aung.
Desde ese día, Aung usó su riqueza y sus talentos para hacer el bien. Construyó una espléndida pagoda sagrada y ofrecía comida y refugio a los que visitaban el santuario.
Un día Aung vio entre los visitantes a una joven que conocía bien. Junto a ella había un hombre mayor, ambos vestidos con ropas muy humildes.
“¡Mala!”, gritó Aung. Corrió hacia la asustada mujer y se puso de rodillas ante la mirada atónita del padre.
“Señor, le he hecho un gran mal. Le ruego su perdón. Todo lo que tengo es suyo, y renunciaré a ello con gusto. Estaré satisfecho de volver a mi aldea para convertirme en titiritero”.
“Padre”, dijo Mala suavemente, “éste es Aung, ¡pero ha cambiado!”
“Así parece”, dijo su padre. “Y si es así, sería una pena dejar ir a un joven tan talentoso. Quizás quisiera él trabajar para mi, y vivir aquí con nosotros en el palacio”.
De esa manera Aung se convirtió en el asistente del mercader, y pronto en su socio. Y cuando finalmente ganó el corazón de Mala, también el de su yerno.
En cuanto a los títeres, Aung todavía los visita cuando tiene necesidad. Y a pesar de que a menudo aprovechó su fuerza y conocimiento, siempre estuvo guiado por su sabiduría y bondad.
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Inmune a la adulación[7]
Un rajá fue informado de que un hombre que había hecho carrera en adulación estaba llegando al palacio. “Esté en guardia, su Majestad”, le advirtieron sus consejeros. “Este hombre consigue el favor de los ricos y poderosos a través de la adulación y logra que le entreguen regalos costosos y le cedan derechos de tierra”. “Soy demasiado cabeza dura para caer en tales trucos”, dijo el rajá. “Dejen que venga”.
Cuando el hombre llegó, recitó un verso en honor al gobernante y cayó a sus pies. “¡Qué honrado estoy de estar en la misma habitación que el más poderoso de los monarcas!”, entonó. “Me encuentro enceguecido por su radiante belleza, por la gloria de su presencia, su encanto divino, su gracia, su elegancia…” Y continuó de esta forma por más de veinte minutos.
Cuando finalmente hizo una pausa para respirar, uno de los consejeros aprovechó la oportunidad para conferenciar rápidamente con su amo real. “¿No le habíamos advertido, su Majestad?”, le dijo. “Es un charlatán de lo más persuasivo”.
“No teman”, contestó el rajá. “Como les dije, no es tan fácil engañarme. En el momento en que empiece a adularme, haré que lo echen de la corte. Pero hasta ahora no ha dicho nada más que la verdad”.
Traducidos del inglés por Alice Keiller y Darío Seb Durban
[1] En el Tíbet esta religiosidad se terminó fundiendo con el budismo llegado de India en la creación del vajrayana ó “vehículo del diamante”, mientras que entre los myanmarenses el culto nático (de nats o “espíritus”) siempre jugó un papel diferenciador frente al budismo theravada.
[2] La geografía de Myanmar posee un gran pendiente norte-sur, desde los septentrionales 5800 metros hasta la desembocadura sur en el Mar de Andamán a nivel 0. El cuervo común habita en el norte de Myanmar como en toda la región de impronta tibetana (en Buthan, por ejemplo, es el ave nacional, adornando el sombrero de la realeza).
[3] La inteligencia del cuervo le ha granjeado un espacio importante en la literatura mundial. Algunas especies son capaces de servirse de ciertos elementos, a manera de herramienta, para alcanzar los objetos deseados.
[4] El Censo de 1901, que incluía a todos los habitantes de la entonces llamada Birmania -sin importar si fueran o no birmanos- especificaba que un 49% eran alfabetos. El censo anterior, de 1891, arrojaba la cifra superior del 53%, pero éste no consideraba a los no-birmanos entre los cuales había un alto porcentaje de inmigrantes iliteratos.
[5] Extraído de http://dimdima.com
[6] Khin Myo Chit; en Folk tales from Asia for children everywhere; Book 3; UNESCO; 1976
[7] Extraído de http://dimdima.com
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