¡Buen libro! ¡Escrito desde la pasión y la emoción en buena medida! No me hago cargo de los juicios que se emiten sobre la actualidad. Por suerte, hoy cada quien puede decir lo que piensa y, por obvias razones, no entro en esa parte, abierta al debate político de hoy. Sobrarán los juicios a favor y en contra.
Me impresiona todo lo que recuerda el vocabulario político de la época pre golpe. El autor no la vivió sino como adolescente. Quienes éramos adultos no podemos eliminar de nuestro recuerdo la tremenda confusión de ese tiempo complejo.
Tampoco discuto la distribución de responsabilidades que se hace en el texto. Se trata de un juicio pendiente. Es obvio que en el 76 concurrieron factores negativos de todo orden, entre otros –y no el menos importante- el marco internacional, los poderosos intereses que buscaban y al final consiguieron, desbaratar por completo el imperfecto pero entonces sobreviviente estado de bienestar argentino. También es verdad, que sin la concurrencia de nuestras propias debilidades internas, por lo menos esos intereses hubiesen tenido más dificultades, o tal vez hubiesen vertido más sangre para obtener sus objetivos, no lo sabemos, porque la historia no se escribe con potenciales.
Lo que me impresiona al recordar el desconcierto político y releer los discursos, es el lenguaje. No faltaron palabras prudentes, como la de Carlos Auyero, un verdadero maestro al que debemos más homenaje. Pero también estaban las otras, que contagiaban. Se abusó de la metáfora de la guerra. Nadie parecía percatarse que esa palabra conducía a la catástrofe, legitimaba lo que estaba por venir. Es verdad que nadie lo imaginaba en esa medida. Creo que el propio legislador que lo vaticinaba no imaginaba la magnitud de la amenaza. Ni siquiera las víctimas, que de haberlo hecho no serían tales.
Pero las palabras no son inofensivas. Si bien no construyen por completo la realidad, porque hay un material del mundo, un Weltstoff que no se inventa, hay un sentido, un qué y un para qué, que lo da la palabra.
Guerra es una palabra terrible. Terrible por lo que sucede en las guerras, pero más por lo que sucede en las no guerras con que se disfrazan los genocidios, las masacres, las desapariciones masivas, las torturas sistemáticas. Se usó guerra vistiendo de tal la violencia política. De ese modo, algunos eligieron el camino de una suerte de noche de los cuchillos largos que legitimaban con la palabra guerra, mientras otros la usaban incautamente para poner distancia de los violentos, pero también la usaron los que sabían a qué llevaba. Era la confusión de muchos, aunque no de todos.
Nadie parecía haber observado que desde casi veinte años antes se venía envenenando la mente de nuestra oficialidad con la simplista tesis del colonialismo francés, brillantemente expuesta por Carl Schmitt en su defensa del terrorista Raoul Salam. La guerra se convirtió en guerra sucia. No era guerra, pero había que explicar la no guerra como guerra y nada mejor que proyectar la imagen de que la diferencia radicaba en su suciedad que, por otra parte, conjugaba con la calificación de ratas. El discurso estaba montado: la radio de las Mil Colinas de Ruanda llamaba cucarachas a los tutsis para instigar a la masacre.
Quienes creíamos que la única solución para la violencia política era la vía legal, fracasamos. La metáfora belicista pudo más que nuestras acciones y palabras. Fuimos ridiculizados y difamados, mirados como tibios; no nos podían imputar participación en la violencia, pero fuimos considerados idiotas útiles y no faltó quien pagó la osadía de apego al derecho con años de exilio. Cuando nos solidarizamos con el dolor, se nos trató de traidores. Algún mecanismo de defensa hizo que no nos enterásemos de que estábamos vivos gracias a que éramos considerados imbéciles.
Por cierto, el discurso no es suficiente para desembocar en una masacre, pero es indispensable. Debemos leer y releer este aspecto del libro para aprender a cuidar las palabras. Por suerte, en la inmensa mayoría de los casos la Weltstoff no es propicia, porque los elementos de la realidad son demasiado resistentes como para darles un sentido tan retorcido con las palabras y éstas no producen mucho efecto. Pero no debemos confiarnos, no debemos habituarnos a abusar de la sobreactuación metafórica porque algunas veces, en encrucijadas difíciles, las metáforas dejan de serlo.
Seguirán las opiniones, tanto sobre el pasado como sobre el presente, habrá discusiones y algunos exabruptos, no entro en eso, me limito a alegrarme de que vengan, porque es parte de la democracia y del respeto al espacio social consagrado constitucionalmente. No me alarman las discusiones y los debates, sino que me alegran. De paso, también, recuerdo con nostalgia a Carlos Auyero y a todos los que en esos años compartieron nuestra supuesta ingenuidad.
Eugenio Raúl Zaffaroni
Profesor Emérito de la
Universidad de Buenos Aires
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