Ha cerrado el largo ciclo de su existencia dejando en la memoria de la literatura argentina novelas y escrituras de un realismo dolorido a las cuales un secreto lirismo de redención las llevaban más allá de lo que hubiera sido un digno costumbrismo.
Nació en Gualeguay, provincia de Entre Ríos, y en su literatura se escuchan las modalidades de la lengua de su tierra, una inflexión del castellano con palabras y tonos que, gracias a sus poetas y escritores, lograron un genuino lugar en los ociosos diccionarios generales.
Contemporáneo de Mastronardi y Juan L. Ortiz, militante iniciático de las izquierdas de los años 50, su fundamental novela Las tierras blancas fue llevada al cine por Hugo del Carril. Esta vibrante conjunción habla claramente sobre el significado literario, social y político de Juan José Manauta en la sencilla épica de los humillados, en la callada tragedia de los pueblos y en el amor a los ríos y paisajes de su provincia.

El tigre

Sólo por instinto, Victoriano Espeche se obligó a atender unas huellas muy confusas que se le presentaron de golpe a media legua de la costa. En un principio, nada le dijeron, y cien metros más adelante perdió la pista que creía seguir. Oyó un fuerte chasquido a la derecha, y en seguida, entre los matorrales, el relámpago colorado y vertiginoso del yaguareté.

Faltaban más de dos horas para el crepúsculo.

El overo no se espantó, pero lanzó un resoplido nervioso, tembló y movió las manos hacia adelante como si quisiera galopar y no transmitirle miedo a su jinete.

Victoriano se apeó. Algo habían entendido a un tiempo hombre y caballo.

El tigre apareció de cuerpo entero y quieto diez metros al frente. Rugió por lo bajo abriendo las fauces. Con pasos rápidos se dirigió hacia Victoriano. Victoriano se alegró de haberse apeado tan rápido y puso el caballo por delante, entre él y la fiera. Victoriano agitó la mano izquierda, libre del cabestro, y en seguida comprendió que eso era un error, y una imprudencia, cualquier otro movimiento. En cambio le habló al yaguareté:

–¡Alto ahí! ¡Andate! No tenés nada que hacer aquí –suavizó la voz todo lo que pudo–. No te he hecho nada malo. Así que te vas, ¿eh?

Hablaba conmovido y en voz baja. En la voz se le escuchaba el espanto. Victoriano esperaba que el tigre no lo notara. Trataba de combinar la voz clara y audible, que en el campo no puede ser sino de tonos altos, con una suavidad y una dulzura que no hallaba en ningún lugar de su cuerpo tenso y menos en la garganta, que ya empezaba a secársele.

El tigre se aproximó hasta unos cinco metros.

El corazón le dijo algo a Victoriano y él se lo transmitió al overo:

“El caballo por delante, overito, entre uno y el peligro, es lo que cuadra. A los caballos de guerra –lo sabés– se les enseña a echarse y servir de parapeto a los tiradores. El caballo, decían los jefes, debe morir antes que el jinete. Así ha ocurrido siempre –y agregó, para sí–: pero ¿no es cruel? ¿Es justo? ¿No es de muy mala tripa hacer que el caballo muera por causa ajena?”

Esto susurraba entre dientes Victoriano cuando aún no había siquiera rozado el cabo de su cuchillo.

Si hubiese permanecido montado sobre el overo, el tigre, al saltar (los tigres siempre atacan saltando), habría hecho del hombre la primera víctima, y el caballo, huyendo, se habría podido salvar; siempre que el tigre se entretuviera en despedazar al hombre, no en comérselo, porque el yaguareté no come nunca en el momento de matar, sino después, relegado y en paz.

Todo eso pensó Victoriano en un segundo. Pero intentó dominarse y habló más tranquilo.

–¡Vamos, tigre! Mirá, no llevo armas de fuego. No soy un cazador de tigres. Solamente tengo mi cuchillo, y ni siquiera, por precaución, lo he sacado. Mirá, mirá, tengo las manos vacías, y a mano limpia no tengo con qué salirte. Sos un hermoso yaguareté, colorado. Nunca he visto uno igual. Imponente. Nadie podría vencerte, y menos yo, que ni pienso en tu cuero, sino únicamente en el mío y en el de mi caballo overo.

El tigre lo escuchaba y se mantenía inmóvil. Espeche lo miraba por debajo del cogote de su overo. Después intentó moverse hacia un costado, pero en cuanto las hojas secas crujieron bajo sus pies, el tigre se volvió bruscamente y comenzó a rodearlo.

Victoriano volvió a hablarle con serenidad y blandura:

–Bueno, tigre, separémosnos como amigos. Yo, por acá, y vos por el otro lado, ¿eh? No te haré nada si te vas.

Victoriano se las arregló para no temblar, y demoraba con toda lucidez el momento en que iría a llevar la mano del rebenque en dirección al cabo de su cuchillo.

El tigre ahora lo miraba de frente. El discurso de Espeche lo había tranquilizado. Pero a Victoriano se le ocurrió fumar. Era posible –pensó– que el humo del tabaco negro, fuerte, que pitaba ahuyentara al yaguareté o lo distrajera mientras él caminaba hacia el río. Victoriano imaginaba el río como única salvación.

El tigre lo sabía.

Sacó el atado de cigarros, pero no tenía fósforos allí. Recordó que había puesto una cajita en la mochila. Su intención, sólo su intención, de desa-tar uno de los tientos, encalabrinó al tigre, que dio unos pasos hacia la pareja de hombre y caballo. Victoriano se empeñó otra vez en apaciguarlo con la voz. El overo ni respiraba.

–No te haré daño si te vas.

El tigre comenzó a rodearlo en círculos, tratando de quedar él también del lado de montar para tenerlo a Victoriano entre él y el caballo. Hombre y overo seguían sus movimientos.

–No te voy a seguir si te vas –dijo Victoriano dulcemente.

Logró por fin sacar los fósforos de la mochila, pero entonces se partió una ramita seca. En ese mismo momento el tigre se dio vuelta y se le acercó, bajando mucho la cabeza. Se detuvo.

Ambos estaban otra vez nerviosos. El tigre intentaba acercársele, írsele encima, pero no se resolvía. A dos metros del caballo, dio marcha atrás. Comenzó a bostezar de una manera rebuscada, antinatural, y a mirar hacia ambos lados, a frotarse la cara y los bigotes en los matorrales. Luego él mismo rompió una rama seca y se detuvo, como si jugara, masticando la ramita. Al acabar cada movimiento, siempre trataba de dejar a su zaga la dirección del río. Esto indujo a Victoriano a arrojarle algo para distraerlo y descolocarlo.

El objetivo de Espeche (lo había decidido un rato antes) era llegar al río por lo menos entre dos luces y no de noche. También eso el tigre lo sabía. Se desató el pañuelo, envolvió con él un cascote, hizo un bollo y lo arrojó más allá del tigre en dirección contraria a la costa. Al mismo tiempo retrocedió. El tigre apenas se interesó en el pañuelo. Primero lo olfateó, lo mordió suavemente y lo dejó.

Aprovechando la pausa, de nuevo Victoriano quiso ganar el lado del río y poner distancia, pero tropezó con un espartillo y trastabilló. El tigre se estremeció, se sentó como para saltar y giró bruscamente la cabeza. Se le erizó la piel y movió histéricamente la cola. Abrió las fauces. Rugió. Después, en sus movimientos, reapareció una especie de serenidad, más amenazante que toda su alarma o su ira interior. El overo y Espeche lo advirtieron. Por eso éste acarició el mango del cuchillo. Decidió hablar:

–Tigre, mirá, voy a borrar tus huellas si te vas. No dejaré que nadie te persiga. No hablaré de vos ni te recordaré con mis amigos si ahora me dejás tranquilo.

Hablaba convencido y decía la verdad.

Los claros ojos amarillo verdosos del yaguareté lo miraban con determinación y maldad. La pelambre de la cabeza brillaba sedosa. En la memoria de Victoriano quedó grabado el lunar húmedo del labio inferior de la fiera. La escena duró un minuto. Sin apartar los ojos de Victoriano (el caballo ahora parecía interesarle menos) y bajando cada vez más la cabeza, dio otro paso hacia adelante y dejó la huella de su zarpa izquierda muy cerca de la sombra oblicua que proyectaba el overo.

Se sabe que los overos suelen ser caballos guapos ante el peligro, leales, dóciles y que saben hacerse querer. Este pensamiento atormentó de nuevo a Victoriano, pero no podía renunciar así, porque sí, a la protección que le ofrecía su pingo. Si el tigre atacaba, los primeros zarpazos y dentelladas (los más peligrosos, mortales) los recibiría el caballo. Este se espantaría y patearía antes de morir, y eso le daría tiempo a obrar con el cuchillo. No es seguro ni siquiera probable que el tigre lo atacara por debajo del caballo.

Oscurecía lentamente, pero sin pausas. No había árboles cerca. Sólo matorrales. Victoriano decidió moverse en dirección al río y acostumbrar al tigre a sus movimientos. Aumentaría el riesgo quedándose con él en la oscuridad. Podía ser que la fiera esperara las tinieblas para caer sobre ellos.

El tigre los siguió. Se detenía Victoriano, se detenía el tigre.

Victoriano aprovechó la tregua aparente para encender el cigarro y después siguió con pasos cada vez más firmes. El tigre alcanzó y rebasó su línea. Tomó distancia: de cinco a seis metros. Victoriano mostró no inmutarse. El tigre lo seguía a los saltos, ora alcanzándolo, ora echándose y dejándolo ir. La conducta del tigre evocaba una cacería y se tornaba cada vez más resuelta y crítica. Era posible que el monólogo de Victoriano, que no había cesado, fuera lo que detenía la acometida final.

–Te ofrezco amistad, macho, toda mi confianza, como si fueras mi hermano. Dejá de seguirme, pues. Dejame llegar al río y olvidate de nosotros, compadre. No te ha de faltar comida hoy. He visto buenos venados en el monte, y para vos son pan comido. Lástima no haber cazado uno. Ya te lo habría regalado, tigre viejo.

La pendiente hacia el río se hizo más abrupta. Victoriano seguía andando, caballo de tiro, y comprendió que inevitablemente quedaría más abajo del tigre y éste obtendría una posición más favorable para el ataque. Pero no había otra salida. Siguió caminando. Ahí el tigre saltó y fue a caer en el mismo lugar que unos segundos antes ellos habían dejado. El yaguareté se paralizó antes de un nuevo salto que daría no bien estuviera cómodo y se sintiera seguro, porque había resbalado en la pendiente. Se repuso en seguida y recuperó la posición anterior: el espinazo curvado, patas y manos juntas y tenso como un elástico. Victoriano también se detuvo y paró la conversación. Las palabras ya no servían.

Tenía el cuchillo en la mano…

El overo de Victoriano Espeche apareció en la margen derecha del río con el apero mojado y olisqueando en dirección a su querencia, pero indeciso, como si los vientos no le fueran benignos o lo compungieran por hallarse con vida. Miraba cada tanto hacia la orilla opuesta, hacia lo que allí había dejado.

Los compañeros de Victoriano, en cuanto lo vieron, cruzaron el río. Encontraron a Espeche muerto, con las entrañas desgarradas, y también al tigre, con el cuchillo de Victoriano clavado en el vientre hasta el mango.

Las huellas que ambos habían dejado les dijeron más de lo que puede contarse.

Todo indicaba que a último momento Victoriano Espeche se había puesto delante de su overo para enfrentar al tigre.

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El cantor y la ninfa

Dejando a un lado la cuestión de las brisas heladas del Sur (que perseveran desde el río, crecen, se agigantan y hasta se convierten en alegres tormentas) y de las repentinas granizadas (que gracias al río no son  más frecuentes), Genoveva sucumbe en la leyenda antes de refugiarse en las épocas más cálidas del inmenso patio provinciano, embaldosado en blanco y negro, que en esas ocasiones huele a jazmín y azahar. La quimera de Genoveva transita por ese irreparable aroma.

Como toda hija única criada a la antigua (en tiempos, además, de menoscabo y decadencia), sería poco decir que Genoveva se enamoraba calladamente de los amigos de su padre. Se agitaba y temblaba como un álamo por la excitación. Y esa primera noche en que Damián cantó en su casa acompañado por don Tomás después de la cena y de una larguísima conversación, Genoveva, en el fogaje de su propia calentura, se hubiese dejado poseer por el vagabundo. ¿Quién si no la tía Josefina adivinaría, en plena reunión, los furtivos y audaces pensamientos de la niña?

“Dejémosla –dice su soliloquio (que lleva en sí, no obstante un rígido e indeclinable acento español), –ella volverá luego”.

A los postres, después de la última canción y de la interminable charla de su padre, don Tomás, todos “los grandes” se retiran a sus habitaciones y la dejan sola con el cantor para que le sirva más café con el último trago y para que Damián le narre historias de su vida andariega.

Ella no volvería tan pronto.

Con frecuencia Damián se ponía a cantar solo, porque sí, en cualquier esquina, cerca del mercado, casi siempre borracho, o porque algún camionero porteño o cochero insomne se lo pedía. En una de esas oportunidades don Tomás, como cediendo a la diversión, lo invitó a su casa. La casa (ya de los padres y abuelos de don Tomás) sigue siendo un enorme rancho de paredes de adobe estucadas, rodeado por cuatro galerías tejadas a la española, pero sostenidas por robustos y muy criollos postes de viraró tallados y desbastados  a machete y azuela. No estaba mal. Esas casas de sueño y delirio, tan viejas, miran por un ojo fantasmal constantemente hacia el nombrado Sur y se acomodan a historias otoñales, interminables como noches de insomnio, repetitivas, y sólo a veces, siendo las mismas, un poco melancólicas. Había en el patio fríos bancos de metal, y en los tapiales que lo bordeaban, también de adobe, laberínticas  enredaderas superpuestas. Las paredes de ese lado eran musgosas y ruines. El sol las castigaba en el verano, cuando era innecesario, y las abandonaba  en el invierno, dejándolas a merced de las famosas lloviznas y sudestadas. Por eso las dos ventanas de ese lado padecían y se arratonaban, aún en los mejores tiempos de don Tomás, de su Micaela, de Genoveva, de la tía Josefina (recién llegada de España).

“Nosotros los gualeyos –decía don Tomás, como en un sueño viejo y desteñido- siempre fuimos muy “ferrocarrileros” (le gustaba decir eso o empezar con eso), aunque usted ahora vea que las vías hayan quedado solitarias y cubiertas de yuyo, y algunas desclavadas para siempre de sus durmientes podridos de tan antiguos.

“La historia viene de lejos. Supimos, los gualeyos, tender uno con gente y plata de aquí mismo, que iba a Puerto Ruiz. No necesitamos para esa vez pedirle nada a nadie, y mucho antes de que a los ingleses se les ocurriera saber o volver a pensar que existíamos. Por ese ferrocarril nuestro, yo mandaba hacia Puerto Ruiz, de ahí a Buenos Aires y después hasta Europa, mis cueros ya curtidos y buenos abarrotes de talabartería fina: dos fabricaciones distintas, es cierto, aunque dependientes la una de la otra, que habíamos sabido combinar con mis hombres en una misma empresa, chica, sin muchas artes mecánicas, pero muy próspera en su debido momento. Sólo mucho después de lo que les estoy contando, los ingleses compraron por nada, sin puja ni almoneda que se supiese, ese ferrocarril, a  fin de suprimirlo más tarde y tender otro que les conviniese más a ellos y a sus traficaciones. Carnes heladas y ya no saladas. Ustedes me entienden…

“¡Qué curtiembre ni curtiembre! ¡Qué talabartería ni talabartería! ¡Qué lomillero ni lomillero (por más artesano que fuese)! El cuero crudo se llevaban por su tren, y nosotros terminamos comprando monturas inglesas y otras buhonerías, hechas con ese cuero, que venían más baratas (no mejores) que las nuestras. Con eso, negocio, curtiembre, lomillería y otras instalaciones empezaron a desmedrarse, como ya se ve que todo languidece por aquí (¡usted viese lo que eran la carpintería de Estanga, del grandor de una manzana; la fábrica de carros de Epele, la herrería grandísima del francés Deville, que vino pobre de Francia, hizo la América y murió pobre otra vez; el taller de los Lanza, o el molino harinero de los Armelín!). Tuve que cerrar yo también para no fundirme, conservar al menos mi buen nombre y no caer en el descrédito. Me acogí al instrumento, que ya mi abuelo aragonés, baturro, sabía pulsar y que Martín Flaco, con mucho arte de su lado, me había enseñado a tocar de chico. Mis peones, algunos muy conocidos, hombres de buena mano para el oficio, andan por ahí, numerosos sin saber qué hacer como no sea rondar de balde por el mercado, nazareando al pedo, a la espera de alguna changa de carga y descarga… Otros se fueron, yéndose por ese tren de los gringos o por la calle de San Lorenzo, derecho al cementerio”.

Damián va mejor vestido que de costumbre y ha peinado con esmero sus largos cabellos cobrizos. Genoveva lo toma de la mano y lo conduce sigilosamente hasta su habitación. Apaga las luces soplando sobre el tubo de las lámparas, una a una. (¿Siempre es verano?). Por la ventana abierta entran miríadas de luciérnagas y enormes mariposas tornasoladas. Es noche fragante, multicolor y loca. Los músicos no sólo tañen guitarras, sino también laúdes, pequeñas arpas paraguayas, flautas, gaitas, bandurrias, tambores, címbalos, atabales y trompetas, sobre todo trompetas, como si todo fuese a perdurar y no se convirtiera, no pudiera convertirse, en la reliquia de un ideal muerto. Mientras tanto, el espejo multiplica la claridad del plenilunio. Ella se desnuda. Le pide que cante, pero eso es imprudente como las propias luciérnagas. Le pide entonces que le narre sus fábulas y ambos sonríen. Se dan cuenta de que todo es quimérico, pero que allí, en la noche húmeda y estrellada de verano, lo ilusorio es palpable. La cabeza brillante del cantor vagabundo está al alcance de sus manos, y sus dos tetas fugaces y blancas se aplastan y forcejean dulcemente contra el pecho velludo y heroico de Damián. Este se atreve por fin y le canta, casi sin despegar los labios, junto al oído:

Si ya te has ido con la golondrina

       a despoblar los aires de este pecho;

       si ya en el ciego manantial se hacina

       la ceniza del júbilo deshecho…

y la besa sin término.

Damián no podía rehusar, por muy inverosímil que pareciera, una invitación como ésa de don Tomás. Primero, porque andaba hambriento; segundo, porque deseaba cantar en condiciones distintas de las habituales: bajo techo, con el estómago lleno y acompañado por alguien que supiera música de verdad; tercero, porque Damián era incapaz de desechar un lance intrépido o fortuito como ése, de no dejarse llevar por el curso espontáneo de lo que sobrevenía a su alrededor, así como era incapaz de no seguir la continuidad de una melodía, una vez lanzado el primer acorde.

La presencia de las tres mujeres de la casa (lo único temible) no intimidó a Damián. Al contrario, animado por las confesiones de don Tomás, que en algo los igualaban, puso más énfasis en su estilo un poco gangoso y abecerrado de cantar, y aunque jamás desentonaba, trató de acompasar con mayor precisión el seguimiento del ex talabartero. En la segunda canción, después que las mujeres trajeron café y bebieron cognac, don Tomás lo acompañó con más ajuste, con más dulzura, adaptando las emisiones de su guitarra al modo salvaje de Damián, pero requiriéndole al mismo tiempo una especie de sujeción a ciertas  convenciones y normas del canto profesional.

¿ A qué vierte su sangre la esperanza,

    desentendida, ajena a la mudanza,

    y empeñada en vivir donde moría?

     El verso final de la canción, quizá improvisada, dicho en un susurro, vulneró todas las ya debilitadas resistencias de la doncella. Y más, obró de estímulo. De modo que Genoveva puso en juego toda la lujuria contenida, toda la astucia de su indefinida sed, y así logró flotar con su amante, uno sobre otro, como una pareja de hipocampos sobre un lecho fluvial, mullido, hipersensible y caudaloso. Sentía en la cintura la presión de unas manos, y a borbotones, el ingreso de la voz del cantor en su garganta. Se ahogaba. Cerraba fuertemente los ojos y aún así veía titilar luciérnagas, mariposas y ahora también peces rojos, febriles, todos intrusos y obstinados en penetrarla. Vibraba en medio de un silencio que sólo luciérnagas, mariposas y sobre todo peces son capaces de engendrar.

¿Huyó? ¿Corrió tras de su amante? ¿En qué mudó?

Las hamacas de inmenso patio siguen siendo desmedidas como en la infancia, pero ahora parecen, aún meciéndose, gigantescas guillotinas con sus cuchillas abajo, no en descanso, sino dispuestas a amenazar y a elevarse de nuevo.

Damián no podía rehusar, y no rehusó, además, porque guitarras como las de Higinio Cáceres o de Ramón Gorosito no eran capaces ni intentaban descubrir y menos estimular una escondida ambición perfeccionista del cantor vagabundo y pordiosero. Ambos eran a lo sumo buenos ejecutantes intuitivos, y sólo quedaban, como acompañantes, a mitad de camino entre su rústica musicalidad y el pretencioso academicismo de don Tomás.

Ellos eran los amigos de su barbarie.

Además, con Cáceres y Gorosito solamente se juntaba en farras que se organizaban, en verano, a orillas del río, cerca de la decadente glorieta del parque (donde él vivía con permiso del guarda municipal Escabini), y en invierno, en budines suburbanos, donde pululaban adolescentes irrespetuosos, jugadores de fútbol, ladronzuelos, muchachas más hambrientas que alegres (algunas con un hijo a cuestas), prostitutas ocasionales y a veces decididas, amigos desaprensivos, proclives a dejarlo a uno en la estacada o a tomarlo para el churrete en lo mejor de una generosa entrega a la música o al alcohol; gente “diversa”, infernal. Gente como de paso, fugaz y sin rastros en la vida de los otros. Y así como él era dócil e ingrávido como un vilano, un rasgo de sí codiciaba enraizar, sujetarse e intentar el esfuerzo que exige la música bien tocada.

Después de esa primera noche de gloria y canto, de buena comida y de interminable conversación con don Tomás y las tres mujeres, Damián halló el monedero con el par de aros (“caravanas”, dijo), el  reloj pulsera y el dinero. El dinero no lo contó, pero se gastó hasta el último peso en copas, primero en lo de Coviti, después en lo de Matellán y por último en uno de los bares del mercado.

Según declaró, el hallazgo se produjo a la mañana, yendo precisamente al mercado a recoger verduras y frutas para la venta callejera a domicilio. Cuando pudo llegar a la casa de don Tomás, su intención –declaró- era regalarle los aros (“caravanas” volvió a decir) a Genoveva, pero cree que ya era muy tarde. No recuerda –declaró- cómo entró ni cómo salieron de la casa, pero si mariposas tornasoladas y débiles luciérnagas pueden entrar por una ventana abierta, él también habría podido hacerlo, por muchas copas que hubiese tomado. Además –dijo y se ratificó después-, quería cantar, y en esos momentos  estaba seguro de que a Genoveva le agradaría que le cantase bajito, al oído, tanto como las mismas caravanas y el reloj  pulsera. En cuanto al dinero, ya se sabe, y sólo pudo afirmar que era mucho, porque durante todo el día no tuvo necesidad de cargar las canastas ni de salir a vender nada por la calle. Sólo tuvo que gastarlo sin tasa, y aunque tal vez borracho –declaró- llegó a la vieja casa descansado y limpio, sin rastros del sucio trabajo de vocear sucias mercaderías por la calle. La garganta era lo que en realidad tenía de limpio y descansado esa noche, y también los brazos y el pecho, por mucho que su borrachera de alcohol y de amor le diera vueltas por su cabeza. No pudo decir más.

Aquella u otra noche igual, agraciada y pletórica, sería interminable para la bella soñadora y el cantor vagabundo.

“Déjala. Ella volverá” –decía otra vez la tía  Josefina en el patio desierto, ganado por el invierno.

No volvería tan pronto. Peregrina y recóndita, se negaba a crecer. Reincidía en su pollera tableada, en sus trenzas azules y en las plumas de ganso de su disfraz infantil.

Suenan austeras guitarras cuando ella aparece y muere bajo el inmenso cadalso de la hamaca.

El guarda municipal Escabini fue el primero que la vio, atendiendo a los ladridos de su perro, y la sacó del río donde flotaba, “hinchada y ya carcomida por los peces”. El y el comisario Piluá dieron con Damián en la glorieta, dormido, borracho y todavía mojado, apretando en las manos los aros de Genoveva y la cinta con que se ataba el pelo.

Manauta

Cronología

1919 Nace en el mes de diciembre en Gualeguay, en la provincia de Entre Ríos, Argentina.

«Mi madre era directora de una escuela infantil suburbana, así llamadas en Entre Ríos, escuelas de alfabetización destinadas a familias pobres. Bueno, yo nací allí. Seguro que tomé la historia de alguno de mis compañeros de esa infancia. De adulto empecé a recordar, porque no la escribí en Gualeguay sino en Buenos Aires… Odiseo [el personaje de la novela ’Las tierras blancas’] y sus amigos iban a la escuela de mi madre. Los conocí allí». (Entrevista de María Malusardi, Revista Nueva, octubre de 2000)

1929 Traba amistad con los poetas Carlos Mastronardi, Juan L. Ortiz y Amaro Villanueva.
«Juanele era amigo de mi padre; solía comprarle ejemplares de sus libros de poemas, esos que vendía en bicicleta por el pueblo. El contacto con él y la cercanía de la biblioteca, a cargo de Mastronardi, fueron fundamentales para mi formación». (Entrevista de Jorge Boccanera en el diario La Capital, 14 de marzo de 2004).

1937 Se recibe de Maestro Normal en la Escuela Normal de Maestros de Gualeguay, Entre Ríos.

1938 Viaja a la ciudad de La Plata para comenzar la carrera de Letras. Allí tiene como docentes a Pedro Henríquez Ureña, Amado Alonso, Arturo Capdevila y Ricardo Levene, entre otros. Durante los cuatro años que permanece en esa ciudad establece contacto con los poetas León Benarós, Vicente Barbieri, Alberto Ponce de León y Carlos Ringuelet, todos ellos testigos y críticos de sus primeros escritos.
«Esos años me dieron un ordenamiento de la literatura y me posibilitaron conocer a gente interesante que influyó en mi obra, como el entonces secretario de la Facultad de Humanidades, Juan José Arévalo, años más tarde presidente de Guatemala». (Entrevista de Jorge Boccanera)
El 8 de agosto nace su primera hija, Raquel.

1942 Obtiene el título de Profesor en Letras otorgado por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata (Argentina); aunque nunca ejercerá esta profesión.
Se instala en Buenos Aires, donde trabaja como vendedor de libros para la editorial Signos y comparte charlas con Carlos Mastronardi, Jorge Calvetti, Enrique Wernike, Raúl González Tuñón y José Portogalo.

1944 Se publica el libro de poesía «La mujer en silencio» (editorial Feria).

1946 El 14 de enero nace su segunda hija, Leticia Catalina.

1951 El 11 de abril nace Adriana Leonor, su tercera hija.

1952 La editorial Hemisferio publica la novela «Los aventados».

«La prosa me abrió un camino que yo estaba dispuesto a transitar aunque no fuera realmente lo que yo hubiese querido ser como escritor. Quería ser poeta. Es posible que yo haya acertado en dos o tres frases o en algún capítulo o en alguna parte de algún cuento como para satisfacer mi ansiedad poética.»

1956 La editorial Doble P publica su novela «Las tierras blancas», que obtiene la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).
«Es un punto de partida y de llegada. Tanto el aprendizaje de años anteriores como el ritmo del oficio adquirido en los siguientes, tienen como eje esa obra» (Entrevista con Jorge Boccanera).

1958 Aparece en la editorial Futuro su novela «Papá José».

1959 El 1º de febrero se estrena en Buenos Aires la película «Las tierras blancas», basada en la novela homónima de Juan José Manauta, con dirección de Hugo del Carril.

1960 El 28 de julio se estrena en Buenos Aires «Río abajo», con dirección de Enrique Dawi y guión de Juan José Manauta, sobre la obra homónima de Lodobón Garra.

1961 Recibe el Premio Fondo Nacional de las Artes por «Cuentos para la Dueña Dolorida», libro editado ese mismo año por la editorial Losada de Buenos Aires.

1972 El 30 de junio nace su cuarta hija, Adelaida.

1976 El 22 de julio nace Josefina, su quinta hija.

1980 La Sociedad Argentina de Escritores (SADE) le otorga la Faja de Honor por el libro de cuentos «Los degolladores», publicado ese año por la Editorial Corregidor, de Buenos Aires.

1985 Recibe el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires por «Disparos en la calle», publicado por la editorial Emecé

1989 Se estrena en Buenos Aires el cortometraje «Tren gaucho», basado en uno de sus cuentos.

1994 Recibe el Premio otorgado por la Fundación Kónex -Diploma al Mérito- en la categoría Cuento: quinquenio 1984-1988.

1995 Editorial Corregidor publica la novela «Mayo del ’69».

Recibe el Premio Fray Mocho por «Colinas de Octubre» (Editorial de Entre Ríos)

1997 La Editorial Atril reedita la novela «Las tierras blancas».

1998 La Editorial Atril publica una antología de sus cuentos «El llevador de almas».

La cantante Liliana Herrero graba «Zamba del Lino», con música de O. Matus y letra de Juan José Manauta, incluida en el disco «El tiempo quizás…» (Ediciones de la Universidad del Litoral).

2007 La Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos (EDUNER) edita «Cuentos Completos».

2010 Recibe de la Cámara de Diputados de la Nación el Premio «Mayor Notable»

2013 Fallece en la ciudad de Buenos Aires el 24 de abril.

Bibliografía

«La mujer en silencio». Poesía. Juan José Manauta, editorial Feria, Buenos Aires, 1944.

«Los aventados». Novela. Juan José Manauta, editorial Hemisferio, Buenos Aires, 1952.

«Las tierras blancas». Novela. Juan José Manauta, editorial Doble P, Buenos Aires, 1956.

«Papá José». Novela. Juan José Manauta, editorial Futuro, Buenos Aires, 1958.

«Cuentos para la Dueña Dolorida». Cuentos. Juan José Manauta, Losada, Buenos Aires, 1961.

«Los degolladores». Cuentos. Juan José Manauta, editorial Corregidor, Buenos Aires, 1980.

«Disparos en la calle». Juan José Manauta, Emecé, Buenos Aires, 1985.

«Mayo del ’69». Novela. Juan José Manauta, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 1995.

«Colinas de Octubre». Juan José Manauta, Editorial de Entre Ríos, Paraná, 1995.

«Las tierras blancas». Novela. Juan José Manauta, Editorial Atril, Buenos Aires, 1997.

«El llevador de almas». Antología. Juan José Manauta, Editorial Atril, Buenos Aires, 1998.

«Cuentos Completos».EDUNER. 2007

Filmografía

«Las tierras blancas». Largometraje. Dirección: Hugo del Carril. Sobre la novela homónima de Juan José Manauta, estrenada en Buenos Aires (Argentina) el 1º de febrero de 1959.

«Río abajo». Largometraje. Dirección: Enrique Dawi. Guión: Juan José Manauta, sobre la obra homónima de Lodobón Garra, estrenada en Buenos Aires (Argentina) el 28 de julio de 1960.

«Tren gaucho». Cortometraje basado en un cuento de Juan José Manauta, se estrena en Buenos Aires, en 1989.

Tomado de: Audiovideoteca de Buenos Aires

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