Peroratas reúne textos periodísticos, opiniones y discursos que resumen el ideario de Fernando Vallejo, sus amores y sus animadversiones, su visión de la vida y la moral, que él mismo condensa en dos mandamientos: «Uno: no te reproduzcas que la vida es un horror e imponerla el crimen máximo. Dos: los animales de sistema nervioso complejo, y ante todo los que el hombre domesticó, también son nuestro prójimo». El futuro incierto de los libros en nuestra era digital, los atentados contra la lengua española, las vejaciones a los animales, los crímenes de las religiones, la plaga de la clase política, la destrucción del planeta, y a la vez su amor por este idioma, su deslumbramiento ante la desmesura de la realidad colombiana y su búsqueda de la verdad y la justicia son los grandes temas de esta obra. Vallejo sacude las conciencias con un estilo tan cautivador como brutal, en el que el lector reconocerá la voz inolvidable de sus novelas.

Agradecemos a Verónica Barrueco el permitirnos reproducir el presente texto, que forma parte del libro y que fuera la presentación que el autor hiciera de La Virgen de los sicarios hacia febrero de 1999 en una librería de Barcelona.

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Voy a leerles unas páginas que escribí en México para esta ocasión. En este mundo sobra gente. Cuando hay seis mil millones de personas, o sea un seis con nueve ceros a la dere­cha, uno es un cero a la izquierda. No valemos nada: ni un ca­cahuate. Hoy vale más un chimpancé que un hombre, O un gorila o un orangután. Están como a doscientos cincuenta mil dólares. ¿Y para qué queremos tanta gente si no nos va­mos a acostar con ellos? ¿Si la mayoría no nos gusta, y los que nos gustan se hacen de rogar como si les fuera en ello la cabe­za? Yo, para empezar, con los feos no me acuesto. Y para con­tinuar, con los bonitos sólo me alcanzaría la vida para unos dos mil o dos mil quinientos. Pongámosle cinco mil en un afán de superación en los baños turcos. ¿Entonces para qué quiero el resto? ¿Para conversar con ellos?

¿Para «platicar» como decía Don Quijote o como dicen hoy en México? Yo no tengo nada de qué hablar ni conversar ni platicar con mil doscientos millones de chinos. Ni en mandarín, ni en inglés, ni en español, ni en nada. Por mí como si no existieran. Los cambiaría a todos juntos por un marciano. Con ése sí quisie­ra hablar, conversar, platicar, para preguntarle por la opinión que tienen allá del Papa, y si también está satanizado el sexo en Marte. Aquí sí está pero porque el hombre, dizque lo mejorcito de este planeta, sigue pensando como un animal. Y me lo explico porque sigue siendo un animal. Un animal alzado. Después de quinientos mil años que lleva parado en sus dos patas, y de los cuatro millones de años que hace que sus ante­pasados los australopitecos se enderezaron al baja\ del árbol, después de esa larguísima noche de oscuridad y de terror al tabú y al rayo, y cuando la humanidad ha producido a Sócra­tes, Platón, Aristóteles, Newton, y en Colombia a Doña Pe­lotas, y acabándose el milenio, a estas alturas del partido, to­davía seguimos confundiendo el sexo con la reproducción porque a veces se dan juntos, como si fueran el misterio de la Santísima Trinidad, que son tres en uno: Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. Pero no, no son ningún misterio y son cosas muy distintas.

El sexo es bueno. Es conveniente, inocente, inocuo, en­tretenido, divertido, sano. Y bendito para la salud mental: despeja mucho la cabeza. Bendito seas, sexo, y con lo que sea: con hombre o mujer, perro o quimera. ¿Y con los ni­ños? También. Hay que entrenar a los niños para que les den atención sexual a los ancianos. Para que practiquen la nueva obra de misericordia que aquí propongo, darle sexo al que lo necesite, la cual en realidad no es más que una ex­tensión de la vieja virtud teologal de la caridad. Que tam­bién he practicado yo.

¿Y la reproducción? Ah, eso sí ya es otra cosa: mala, per­versa, engorrosa, sucia, criminal. Sobre todo criminal: Na­die tiene el derecho de imponerle a otro la existencia, la car­ga de la vida. Cuando un hombre y una mujer copulan para producir un hijo están cometiendo el crimen máximo. Y el matrimonio, o unión santificada por la Iglesia de los susodi­chos para lo dicho, es una asociación delictiva que hay que castigar. Beatería hipócrita, puro crimen, puro cuento.

¿Y por qué os estoy hablando de esto, a son de qué? Es que yo soy muy «rarito», como dicen en Colombia con un eufemismo al cuadrado, en diminutivo, con un eufemismito. Ah sí, ya sé por qué os estoy hablando de esto: Porque os estamos presentando esta noche un librito mío, La Virgen de los Sicarios, que está consagrado al sexo sin segunda inten­ción, sin reproducción, y a mi señora Muerte, la laboriosa, la silenciosa, la Parca, la que labora y labora y trabaja y trabaja, día y noche sin parar, sábados y domingos, puentes y superpuentes y fiestas de guardar, y hasta el mismísimo día del tra­bajo, haciendo funcionar la hoz. Y sin embargo miren cómo va esto, ya no se da abasto la pobrecita. Cuando yo nací mi país, Colombia, tenía siete millones; en mi sola vida, y con todo y terremotos y nuestros treinta mil asesinaditos al año, pasó a cuarenta millones. ¿Nos multiplicamos por cuánto? ¿Por cinco y medio? Eso sí se llama reproducción, multipli­cación. Una multiplicación más milagrosa que la de los pa­nes y los peces en el Sermón de la Montaña. Sólo que los panes y los peces allá en Colombia no se multiplican: única­mente los que se los comen. Y si no hay panes ni peces mila­grosos, ¿qué vamos a comer? Ah, yo no sé. Nos comeremos unos a otros en un banquete antropofágico. El problema de la carne humana es que si no es tiernita es muy dura, como de vaca vieja. Pues apenas nos hayamos merendado nuestro último bebé berrinchudo, ¿con qué seguimos? ¡Con los vie­jos! Obispos, cardenales, Papas, a ver si no nos envenenamos y no nos entra el kuru, o la enfermedad de las vacas locas o qué sé yo, alguna enfermedad nueva, otra «entidad nosológica», la «púrpura sistémica» por ejemplo, en la que se va po­niendo uno rojito, rojito, moradito, violeta.

Hace tres semanas en la zona cafetalera de Colombia un terremoto mató a mil personas, y en mi enloquecido país pusieron el grito en el cielo como si eso se fuera a acabar. ¡Qué se va a acabar! Los mil faltantes los repusieron en me­dia noche de cópula, de lujuria reproductora. Una ciudad como Armenia, de trescientos mil vivos y que tuvo la mitad de esos muertos, si se acaba entera la reproducimos entera en tres meses. Mil muertos por un terremoto, veinte mil por deslizamientos de lodo porque se derritió un nevado y ex­plotó un volcán, y treinta mil cascados al año (o sea asesina­dos), en Colombia no le quitan un pelito a Sansón. Allá la Muerte vive rebasada por semejante paridera. Yo por simpa­tía hacia ella y por ayudarle un poquito, le puse doscientos o trescientos muertos a bala en este librito. Pero ay, ésos no son muertos reales, son muertos de mentiritas, sobre el papel.

Por primera vez en la historia de la vida sobre la Tierra una especie, la nuestra, pero sólo ahora, acabando este mi­lenio, puede separar el sexo de la reproducción, y considerar el primero como un fin en sí mismo y no como un medio, y la segunda como lo que es, una infamia, o si se os hace de­masiado, un peligro. En 1875 Oscar Hertwig descubrió la fecundación del óvulo por el espermatozoide. Entonces empezamos a saber de dónde veníamos. Ni Sócrates, ni Pla­tón, ni Aristóteles, ni Newton, ni Descartes, ni Kant, ni Mozart, ni Napoleón lo supieron: vivieron y murieron como los santos inocentes, sin saber. Pero lo que es peor, no lo supo Darwin que sin entender nada de nada se metió a explicar el gran embrollo, la vida, y dieciséis años antes de Hertwig pu­blicó ese adefesio de El origen de las especies. En la humani­dad nunca han faltado los impostores. ¿Cuántos entre los seis mil millones de que empecé hablando tendremos hoy? ¿Cuántos sentados en sillas presidenciales y pontificias pe­rorando? Perorando, perorando, perorando.

El instinto sexual, como todos los instintos y como casi todo lo que somos, está grabado en redes nerviosas cuya tra­ma la especifica el genoma. O sea, es algo que heredamos y no algo que adquirimos en el curso de la vida. El instinto sexual está especificado en el genoma ni más ni menos que como el desarrollo embrionario, el que va del zigoto u óvu­lo fecundado hasta el nacimiento, y como el desarrollo postnatal, el que va del nacimiento hasta la vejez y la forzo­sa muerte. Como sostuvo el mecanicismo de siglos pasados, sin poderlo explicar pero intuyendo una profunda verdad, en esencia somos máquinas. Máquinas programadas que dejan muy poco espacio para el libre albedrío, nuestra sa­grada y santísima libertad por la que luchamos siempre, y que a lo mejor no es más que un espejismo. Pero en fin, li­bres o no, y seamos lo que seamos, lo cierto es que si no tu­viéramos la imposición del sexo grabada con cincel en la ca­beza, nuestra especie, y para el caso cualquier especie de las que se reproducen sexualmente, se extinguiría. No habría ninguna razón para que un macho se cruzara con una hem­bra. Y esto es una verdad de Perogrullo. La parte material, «biológica», de esta gran confusión que es la vida ya la hemos empezado a aclarar. La parte moral en cambio ni siquiera nos la hemos planteado. Ya va siendo hora de que lo haga­mos. ¿O no? ¿O será volver a plantearnos, aunque en otros términos, la eterna sinrazón de este negocio?

Muchas gracias a Francisco Casavella y a Luis María Tudó por sus amables palabras, y a vosotros por acompa­ñarme esta noche en la presentación de este librito.

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