La marginalidad atraviesa la literatura argentina de cabo a rabo. Desde Echeverría hasta Cucurto, un repaso sobre la literatura de la violencia y el desamparo.
Hay una explicación muy simple sobre por qué muchos escritores proponen la marginalidad como materia de su escritura: los marginales no leen. Eso asegura una cierta fidelidad a la mentira de la ficción; nadie va a andar por ahí rebatiendo descripciones, climas, mecánicas. Claro que está la otra posibilidad, un poco más amable: el margen seduce porque es rico en contrastes y se presenta como un buen lugar donde situarse para hacer literatura. Narrar en el límite, con situaciones al límite, con personajes al límite. En pocas palabras, promover una poética del caos y de la deshumanización.
Ya a comienzos de siglo, el nuevo cine argentino y las emblemáticas series de televisión Tumberos y Okupas pusieron el foco en la vida marginal, convirtiendo la sordidez de la pobreza y la vida criminal en la exótica selva de una mala novela de aventuras. El público creyó estar asomándose al abismo, cuando en rigor estaba frente a una representación ficcional y verosímil, pero nunca real. Sin embargo, la cosa viene desde antes: la literatura argentina recorrió un camino más largo e interesante que el de las artes visuales en su intento por apropiarse de la estética de los desangelados.
Ya el primer cuento argentino aborda el concepto de marginalidad. “El matadero” está poblado de seres que viven de lo que el resto de la sociedad desprecia. Las negras achureras rebuscan en las vísceras algo que comer, consolidando el mito de que todo tiempo pasado fue mejor, porque llevarse una trenza de chinchulines no puede compararse con buscar entre los desperdicios de un restaurante de comida rápida. Echeverría ya estaba malversando la marginalidad para utilizarla a favor de su propuesta unitaria, ridiculizándola al convertirla en materia literaria.
La figura del gaucho reivindicó lo marginal como consecuencia de una determinada visión política. Quizás el más emblemático sea Martín Fierro, pero los ideados por Eduardo Gutiérrez no se quedan atrás: el Estado los obliga a vivir en las orillas y ellos terminan descubriendo que en el límite está la libertad. La propuesta de los gauchescos parecería ser contraria a la de Echeverría, pero en rigor es la misma: convertir a los matreros en materia literaria, retratándolos arbitrariamente y jugando con las reglas del arquetipo.
Juan Filloy recuperaría la imagen del gaucho en “El ‘juido’”, primer cuento de Los Ochoa, pero se situaría en la posición contraria: Proto Orosimbo Ochoa es un mal llevado, un sujeto ordinario y carente de cualquier tipo de refinamiento de espíritu, aunque notablemente simpático. El prolífico cordobés volvería muchas veces al mundo marginal, pero siempre con ese tono entre doctoral y humorístico que lo sitúa en las antípodas del realismo sucio. Su propuesta es la más transparente, porque no se trata de relatar hechos que todos conocen pero que nadie contó, sino de una mera construcción narrativa, lo que se evidencia en los prodigiosos mendigos que protagonizan Caterva: por su lenguaje, uno diría que, más que en la basura, donde rebuscan es en un diccionario.
Otro que eligió el margen para escribir fue Osvaldo Lamborghini, pero en este caso su apuesta fue mayor, porque gestó una obra el límite de cualquier estética. Sus textos son complejos, repugnantes hasta el hastío y siempre rozando lo incomprensible. El autor de Tadeys se sentía cómodo destrozando el canon, tal vez porque era un provocador, o quizás porque no podía concebir la literatura desde otro lugar que no fuera la transgresión.
Roberto Arlt cargó sobre sus hombros la pesada tarea de llevar al cemento de la ciudad la vida marginal. Lo hizo con la pericia de un cirujano en El juguete rabioso, donde Silvio Astier mastica pobreza, frustración y desprecio en cada página. Nuestro escritor sabía que la mugre de la ciudad con frecuencia ennegrece el alma, pero no comete el error de atribuir al ambiente la responsabilidad de una determinación ética. Sus personajes no son perdedores, sino sujetos que en algún punto de su vida han decidido dejarse ganar.
Con todos sus avances, el siglo veintiuno no nos alejó de la miseria. Son varios los autores que intentaron retratarla. Sergio Olguín ganó el premio Premio Tusquets Editores de Novela con Oscura monótona sangre. La historia trata sobre un sujeto de clase alta que se enamora de una prostituta adolescente. No es el primer intento del autor por internarse en territorios orilleros: con menos suerte pero con una impronta de policial negro más notable, Lanús propone un planteo similar donde los criminales hasta nos caen bien. Pero en su nueva apuesta, el autor de Filo decide vomitar sus palabras sobre el lector en un relato que no es duro, sino doloroso. La marginalidad que propone Olguín es irreconciliable: la villa es la villa, la ciudad es la ciudad. Todos estamos en el mismo fango, pasa que ni unos ni otros nos damos cuenta y confundimos diferencias de forma con fondo.
Quizás quien más innovó en esto de meter las patas en la fuente haya sido Washington Cucurto. El fundador de Eloisa Cartonera, una editorial que produce libros artesanales construidos con materiales adquiridos a linyeras, descubrió que se puede hablar de la marginalidad en el límite del delirio y del humor. La pobreza y prostitución se desgranan con liviandad, como si el autor de Cosa de negros narrara al paso, sin detenerse demasiado a pensar, solo por el placer de contar miserias. Es difícil determinar qué sucederá a futuro con la obra de este particularísimo autor, pero de momento el kiosquito de la sordidez vista con frescura atiende las veinticuatro horas.
Como contraparte, Cristián Alarcón transita los caminos de la no ficción con pluma certera. La villa, el narcotráfico y el universo delictivo son los temas de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa. Agudo en sus retratos y dueños de una prosa objetiva pero vital, Alarcón logra representar personas antes que arquetipos y vuelve tangible un universo escondido debajo de la alfombra de la gran ciudad. Alejado de planteos ficcionales, este chileno afincado en la Argentina propone una obra que apuesta a la verosimilitud y humaniza un ambiente cada vez más cercano.
Escribir sobre marginales es un negocio como cualquier otro: hay quienes saben hacerlo, quienes están aprendiendo y quienes jamás podrán lograrlo. Los marginales no leen y se sabe: salvo honrosas excepciones, la gente que no lee tampoco escribe. Quizás por eso, algunos escritores hayan decidido convertirse en su voz, una que a veces suena demasiado impostada y otras vibra con increíble naturalidad, pero que en el fondo siempre será una mera representación.
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