Patria y familia se aúnan en la poesía de Teresa Orbegoso, y avanzan en un tándem que narra dos historias paralelas que son, por supuesto, la misma historia: el poema.
De la mano de una tradición literaria que va de Arguedas a Vallejo, Valdelomar, Mariátegui, Watanabe, Varela, Calvo, y otros tantos, la autora traza una geografía que proyecta paisajes como Puerto Supe, Sinakara o Lima, entre otros.
“Después de una guerra a nadie obliguemos a amar” lanza el primer verso de este poemario; y así, la guerra -no sólo la de la conquista, o la de la violencia política, sino también la guerra de hoy día contra la pluriculturalidad, silenciada- se vuelve escenario, como la inexorable niebla que recorre todo el texto: “La diáspora era de los peruanos. Todo un país sería enterrado en la niebla”.
Y también la infancia -esa otra patria- protagoniza estas páginas en las que “ser niño no te protege de nada”; junto a la figura del padre: “Tu muerte es sal que trago día a día”. Así, historia personal y nacional dialogan en torno a los grandes temas del origen y la identidad, y en ese derrotero, religión y mitología no quedan afuera, pues -en palabras de la autora- “necesitamos un nuevo mito para nuestro Nuevo Perú”.
Teresa nació en Lima en 1976, y vive en Buenos Aires desde 2008. Perú (Buenos Aires Poetry 2016) es un grito que clama por los derechos de un pueblo, y defiende la resistencia y la lucha; es poesía que denuncia: “Somos los incendiados. Aquellos a los que tú hiciste a un lado para contarte la historia de que vivías en un país mejor. Somos el fondo del plato que comes en el restaurante lujoso, el polvo dentro de tu zapato, la hilacha de tu vestido que está roto”.
¿Cómo nace Perú?
Perú es un poemario que nace de la migración. De pronunciar el nombre de un país al que busco. De llevar durante veinte años sobre mis espaldas a un muerto: mi padre, que es la imagen viva y cotidiana de un Perú de los invisibles; de los que lucharon toda su vida; de los que hacen crecer una nación con su fuerza de trabajo: los que no saben pintar, ni escribir un poema, pero protegen la vida. Y a los que esa nación no valora. En este sentido, Perú es un homenaje a todos los hombres y mujeres borrados de la historia como si nunca hubiesen existido. Yo quería que mi padre no muriera en esa muerte de todos los días.
El libro está dividido en seis cantos, encabezado cada uno de ellos por una serie de palabras que en lenguas originarias recorren el poemario cual alfabeto de un idioma lejano que instala la música de un texto. ¿Qué te llevó a esa estructura?
La estructura de Perú fue pensada desde tres niveles discursivos desde el principio. Quería que cada parte del libro comenzara con un canto que pronunciara los nombres de las lenguas originarias que han sobrevivido en el Perú contemporáneo. Ese debía ser el inicio de nuestra peruanidad fundida en nuestras sangres tan diversas. Un himno nuevo dedicado a la primavera de todas nuestras lenguas madres. A las que desconocemos y debemos volver. Luego vino la idea de hablar del país de la guerra en el que yo viví hasta mis casi treinta años. Ése que cuando era una niña me hizo escuchar la explosión de las bombas con normalidad; bombas que no sólo nos dejarían sin luz para hacer las tareas del colegio sino que además nos hacían ver a la mañana siguiente casas explotadas sobre los cerros con manchas de sangre. Ese país que, en pleno siglo veinte, dejaba a sus niños morir con pegamento. Ese país que sigue tomando las tierras de las comunidades campesinas para entregárselas a las grandes trasnacionales. Ese país que “unió” a los peruanos a través de la cocina y la comida. Dicen, que como la Odisea, todos los libros provienen de una guerra. Y que en el origen de todo siempre hay una guerra que nos obliga a reescribir la historia de la certidumbre y la duda. Finalmente, pensé que el libro no podía cerrar si no contaba la verdad de lo que había ocurrido con mi padre y conmigo. Su cuerpo, mi propio cuerpo y el de todos los caídos de una guerra que se libra hace siglos en el Perú, convertidos en piedra de papel para llevarse bajo el agua a todo ese país que siempre negó el fondo de la tristeza nuestra.
A su vez, en otro giro intertextual, la composición propone una segunda línea de lectura, que se desarrolla casi como nota al pie, narración, pliegue… En esa otra línea, el padre es el punto de partida, y “el pasado se mezcla con el futuro”, para ir a dar a la resistencia: “Sólo resisten, como los árboles // En esta especie de túnel vive el peruano eterno. El que cree”. ¿Cuál es el rol del padre en esta historia? ¿Cuál el de la familia toda?
Mi padre es el peruano eterno; el que cree; el que camina por el Jirón de la Unión; el hombre de a pie que vive en una especie de túnel. Mi padre y mi madre simbolizan la historia de ese hombre y esa mujer que son la mayoría de peruanos que se pierden en el anonimato; los que sólo trabajan y trabajan porque este sistema no les permite hacer otra cosa ni pensarse de otra manera. Hombres y mujeres que en su profundo amor entregan todo lo que son para que sus hijos, las futuras generaciones, sean libres. Mi hermana Patricia y yo pertenecemos a la primera generación Orbegoso que está dedicada plenamente al arte, para que tengas una idea de lo que digo. Todas las generaciones anteriores fueron pastores, orfebres, mineros, comerciantes, costureras, maestros, secretarias, microempresarios, gestores, periodistas, pero ninguno pudo escribir un libro ni pintar un cuadro. Mi padre se vino a Lima con catorce años a trabajar desde Cajamarca y no paró hasta traer a sus seis hermanos y a su madre. A todos ellos les pagó su educación universitaria y no paró hasta comprarle y construirle su primera casa a mi abuela. Él terminó el secundario siendo adulto en la escuela nocturna y continuó con sus estudios superiores. Se deslomó para que sus cinco hijos pudieran ser lo que quisieran. Y era este hecho el que me impulsó a poner a mi padre como esa especie de Virgilio. Ese guía muerto que ha trascendido el olvido y el odio porque ha comprendido el amor. Un amor que es un conocimiento que crece con la memoria de nuestro origen más cercano: la familia. Un amor que no teme y nos permite avanzar en la Historia.
Otro de los hilos conductores de las páginas de Perú es, por supuesto, la patria. ¿Cómo comprendés la patria? ¿Qué relación encontrás entre patria y familia?
La patria, como dice Mario Pera en el prólogo de Perú, es el poema, pero el poema y la patria están anclados en la familia. La familia es la piedra de la paciencia. La paciencia del que cree a pesar y por encima de todo. Paciencia histórica del que resiste y sabe que el día de la libertad llegará. No para él, pero quizá para sus hijos. Su trabajo es como la piedra de los doce ángulos de los incas sometidos. Una piedra que está viva como describe José María Arguedas en Los ríos profundos. Porque ha superado a la Historia oficial a través de su fuerza y belleza. Fuerza y belleza de lo que sabe permanecer incluso entre las ruinas.
“En Perú lo sagrado pesa y nos lastima” dice uno de tus versos. ¿Cuál es el dolor de lo sagrado? “Una palabra se repite en nuestra frágil memoria: perdón”, ¿cómo vive Perú la religión?
El dolor de lo sagrado viene de un sector importante de la Iglesia Católica peruana que no respetó las diversas creencias de un país pluricultural como el nuestro. Una jerarquía eclesial que volteó el rostro a la opción preferencial por los más pobres que rescataba la teología de la liberación en un Perú lleno de inequidades y desigualdades de todo tipo; que nos confundió sobre nuestra identidad; que apoyó la dictadura de Fujimori; que denigró nuestro origen ancestral; que nos marcó un sentimiento de inferioridad frente a lo occidental; que colocó a las mujeres por debajo de los hombres, quitándonos el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos; que se puso por encima de las otras religiones existentes en el Perú. La religión Católica sigue teniendo poder sobre las mentes y cuerpos de los ciudadanos peruanos. En Perú aún sus ciudadanos pagan los sueldos de curas y cardenales. Hoy tenemos un cardenal que opina esta barbaridad: las estadísticas nos dicen que hay abortos de niñas, pero no es porque hayan abusado de las niñas, sino porque, muchas veces, la mujer se pone, como en un escaparate, provocando. Esto para que te des cuenta de qué estamos hablando. Como diría Sebastián Salazar Bondy: lo sagrado en el Perú sigue siendo una evocación y un triunfo de la arcadia colonial, por encima de todo lo que podamos construir como patria futura y libre.
Hay también una mitología en tu poética: “Aún sin inventar, el Tiahuanaco sumergido. Rimaq, osario de todos nuestros mitos, calla. En la vieja herida Pachacamac desata los primeros nudos de la oscuridad. Nada se ha dicho. Nada se ha hecho. Todo ha comenzado”. ¿Qué lazos aúnan poesía y mito?
Sí, efectivamente, pues el mito construye identidad, y creo que necesitamos un nuevo mito para nuestro Nuevo Perú. Refundar este país desde lo que estuvo y no termina de morir, lo que se ha vuelto extraño, encriptado, pero aún podemos oír y ver como una arquitectura fantasmagórica. Allí está la poesía. Aquella que no sólo viene del dolor sino de una imaginación ancestral y sagrada que nos contiene. Imaginación que siempre nos salva de la tristeza, la desorientación, la pobreza, el odio y el miedo. Dedico un canto entero a este construir desde un origen poético, pero además la inclusión de nuestras lenguas vivas en el libro también son un intento de reunir dentro de un nombre vacío como es el Perú a todos los que quedaron fuera en esa arcadia colonial del pasado y del presente. Será en el futuro cuando los peruanos puedan recuperar como una unidad todos esos pedazos que hizo explotar la Historia. Nuevamente el hombre peruano y sus pequeñas piedras. Aquellas que debe aprender a reunir para poder leerse. Venimos de muchos mitos, fragmentos de oralidades de lo que hemos sido. Sin embargo, necesitamos recomponerlos. La música es una guía vital en ese sentido. Hay que aprender a escuchar su sonido puro y tejer lo que está separado porque eso alguna vez estuvo unido. Nos corresponde a nosotros agregar nuestros nudos al Gran Quipu de lo que queremos ser.
Por otro lado, Montalbetti, en su poema “Introducción a la metafísica”, ironiza con la pregunta: ¿Por qué hay peruanos en lugar de no haber peruanos? Algunos nunca se hacen la pregunta, pero la pregunta está ahí, dice. Mario Vargas Llosa se interroga y nos interroga en su novela Conversación en la catedral sobre cuándo se jodió el Perú. El historiador Basadre responde: cuando se incumplió con la promesa de la República: la igualdad de todos los peruanos ante la ley. Yo intento continuar con la interpelación en Perú. Pues escribir poesía implica también pensar, pensarnos. Y las personas de un país tan desgraciado como el nuestro sólo pueden seguir porque tienen fe, porque creen. Una fe en que su dolor ante tanta injusticia será algún día calmado. Por eso, la duda sobre por qué existimos desaparece y podemos seguir resistiendo y luchando. Los peruanos somos como los seres agónicos de Unamuno. En palabras del filósofo: La vida, desde su principio hasta su término, es lucha contra la fatalidad de vivir, lucha a muerte, agonía. Las virtudes humanas son tanto más altas cuanto más hondamente arrancan de esta suprema desesperación de la conciencia trágica y agónica del hombre. La vida es lucha y esto lo entiende muy bien el hombre peruano. La verdad es que en este mundo asesino, inmoral, mafioso y corrupto todos estamos luchando. El problema es que nos hayamos acostumbrado a vivir de esa forma. Por eso digo que no hay descanso para el que trabaja, para el que no ha sabido más que hacer eso toda su vida. En Perú hay un reclamo de los de abajo por el derecho a trabajar con la belleza.
De Arguedas a Vallejo, Valdelomar, Mariátegui, Watanabe, Varela, Calvo, y otros tantos, el libro refiere a la tradición literaria del Perú. ¿Cómo se dibuja ese mapa en tu escritura?
Si tengo que hablar de un mapa de mi tradición poética, debo hablar del mapa de la piedra en mi escritura desde Vallejo pasando por Arguedas hasta Varela. O tendría que decir desde la piedra al barro de lo que somos los peruanos. Todo poeta es también un escultor o un tallador. Como describe Valente: los escultores talladores van cavando hasta que en la propia intimidad de la materia, ya sea esta una piedra o una montaña, se encuentre el secreto de su espacio, lo que define su propia esencia. Así encontramos la piedra en la poesía peruana, sea la piedra negra sobre la piedra blanca de Vallejo; los muros de piedra de Romualdo a los que tenemos que ver más que al cielo que pasa; la piedra absoluta entre las cosas reales, entre los quienes de Martín Adán; la piedra de sangre o yawar rumi como los ríos de sangre o yawar mayu de José María Arguedas; la piedra rigurosa y mortal en la mano de Blanca Varela; o la piedra que era piedra y así se bastaba en Watanabe. Se trata de metáforas de lo que yo aprendí que era la poesía: fidelidad dolorosa a nuestra propia desesperación, aquello que ha vivido largo tiempo en nuestro espíritu, lo que siempre regresa al polvo con una lentitud mayor que la del hombre: un duelo, un himno fúnebre, porque la piedra también se vuelve difunta, como dice el poeta valenciano Francisco Brines en su bello poema La mano del poeta en referencia a Cernuda.
“Hay una guerra que se libra en este país hace siglos. Una guerra invisible que nos hace sembrar millones de papas, cocinar y comer”. Contános de esa guerra.
La guerra de la que hablo no es sólo la de la conquista; tampoco la que proviene de la violencia política que hubo en el Perú desde el ochenta al dos mil. Es más bien la guerra del racismo, de la exclusión de los mismos de siempre; la falta de una educación pública de calidad que nos libere a todos; el reconocimiento amoroso de nuestra pluriculturalidad; la importancia de la vida no de algunos sino de todos los peruanos. Una guerra de la que no se habla. Y en este contexto: somos un país agricultor; tenemos un Centro Internacional de la Papa; hemos sido reconocidos mundialmente como una de las mejores cocinas de la humanidad y todo ello nos enorgullece. Sin embargo, eso no es lo único que nos debe preocupar. Tenemos un montón de problemas como país. Algunos de los que he mencionado antes. La creación de la marca Perú, por ejemplo. Yo titulé mi libro con el nombre de mi país porque quería ir más allá de esa propuesta “tan perfecta” de lo que somos; tan próspera. Los peruanos seguimos siendo acomplejados, seguimos divididos por color de piel, apellido, lugar de residencia, plata, educación. Todavía no hemos podido ir más allá. Los virreyes blancos todavía existen dentro y fuera del Perú y creen que deben existir siervos y no ciudadanos. Yo he sido víctima de eso aquí en Buenos Aires y en Lima. Yo no soy blanca ni tengo ojos azules. No llevo un apellido alemán ni inglés. Mi apellido es vasco, pero mi cara es de india, de negra, de “mestiza”. Y soy para muchos de mis amigos hasta ahora un error de la estadística porque vengo de un distrito como Comas. Porque no se concibe que una persona que viene de ese barrio popular pueda leer libros, interesarse por la filosofía y escribir poemas, casarse con un argentino, vivir y publicar en Buenos Aires. Quizá debería estar muerta, tener doce hijos, estar limpiando casas o trabajando en un supermercado. Esta es la guerra de la que yo quería hablar en mi libro. La que queremos olvidar y negar, pero que está pegada a nuestra piel como una marca distintiva.
¿Hace cuánto vivís en Argentina? ¿Escribiste este libro en Buenos Aires? ¿Cuánto de ese entramado se configura en la distancia?
Vivo en Buenos Aires desde el 2008. Escribí Perú viviendo en esta ciudad. Este trabajo es la parte final de una serie de tres libros. Sus antecesores en orden cronológico son Yana wayra (2011) y Mestiza (2012). Este ha sido un camino de obrera sobre la experiencia de haber nacido y vivido en Perú hasta mis treinta y un años. Pero si tengo que contar toda la historia debo comenzar con mi paso por la maestría en Creación Musical de Artes Tradicionales y Nuevas Tecnologías en la UNTREF, donde tuve que componer una obra musical. Otro momento crucial para el desarrollo de mi escritura fue el día en que escuché unos cantos gregorianos en quechua y de manera natural y sin entender exactamente lo que decía la letra comencé a llorar. Una especie de llamado melancólico me atrapó entre esas voces como si yo perteneciera a ellas. El símbolo de la piedra de los doce ángulos de la Orquesta de la universidad. El violín de Viento negro del compositor argentino Daniel Vacs. Algunas lecturas, como las del filósofo argentino Rodolfo Kusch y el venezolano Simón Rodríguez, pusieron frente a mis ojos el Perú como un espejo en donde podía verme a mí misma de una forma en que no me había visto nunca. Así nació la voz de la mujer de mi primer libro, Yana wayra, cruzada por el dolor de la pérdida y la insistencia de la memoria. Una voz que se continuaría en mi segundo libro, Mestiza, ampliando sus horizontes y apelando a su doble origen: europeo-americano. Perú se presenta en este largo camino como el cierre de esta trilogía.
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