Compilación y estudio crítico de Claudio Archubi

Aquellos que conocen mi profesión —mi otra profesión— se preguntarán por qué un físico, ya que respondemos al estereotipo de ser muy ordenados, está promoviendo el estudio del caos en la poesía. Pues permítanme recordarles que hay un concepto físico que es el caos modelado por el lenguaje de la matemática. Bajo esta perspectiva, se hace verdadera la noción borgeana de que el caos no es más que un orden de mayor complejidad, es decir, un orden que la inteligencia no puede abarcar con modelos mentales sencillos sino que tiene que escalar en grados de abstracción para entenderlo. Un ejemplo lo proporciona el hecho de calentar un líquido bajo determinadas condiciones. Las partículas de líquido dejan de estar quietas o de fluir en línea recta para formar remolinos o vórtices que a primera vista se perciben como un desorden, pero que responden a sus propias leyes y se pueden estudiar. Ocurren fenómenos similares con los movimientos del aire, y de las dunas en el desierto. Pero también con el comportamiento de las galaxias y los cúmulos de galaxias en el universo. Trasladados a términos literarios, entonces podríamos hablar de una sintaxis del caos, una sintaxis no lineal. Es decir, hay textos que no avanzan claramente de principio a fin sino que dan vueltas sobre sí mismos como vórtices de imágenes por exceso de calor, pero incluso esos textos responden a ciertas constantes, ritmos, repeticiones y usos del lenguaje que son los que marcan el estilo del poeta. Cabría preguntarse entonces: ¿es nuestra mente limitada la que ve siempre las mismas estructuras donde quiera que mire, o es que el universo se comporta, en lo micro y en lo macro, como pensaban los magos de la Edad Media, como una sucesión infinita de espejos? Tal vez “lo real”, el Caos, sea semejante a la nada, imposible de ser asido por la red del lenguaje, como afirma nuestro escritor Hugo Mujica. Y todo intento de construir esa sintaxis no sea más que otra red de donde por entre sus agujeros se escapa el agua del Caos. Sin embargo, resulta tentadora la idea de que la red queda, por un tiempo, impregnada, húmeda, con esas huellas.

Reflexiono más sobre los marcos que sobre la pintura”, dice el escritor argentino Juan José Saer en su prosa: pensamientos de un profano en pintura (del libro La mayor). “No se valora en su justa medida al marco, que contiene la magia patética del sentido sin permitir que se derrame por los bordes hacia el mar de aceite de lo indeterminado”. Hablar del poema en prosa es en cierta medida hablar de un marco horizontal, uno distinto al marco vertical del poema en verso, pero que comparte su autonomía. La horizontalidad del marco confiere una respiración muchas veces más cercana a ese mar de aceite de lo indeterminado, por su carácter continuo, menos pausado que el poema en verso. ¿Pero por qué debemos prestar atención al marco? ¿Qué es eso indeterminado que hay más allá? Quien se enfrente al título de nuestro libro encontrará dos ideas que lo interpelan: la primera idea es la del Caos. El Caos es lo que está más allá del marco. Veamos lo que dice Saer: “El ordenanza del museo me cree loco porque me la paso mirando la pared vacía. Parece blanca en el sentido del rojo blanco: el rojo, símbolo de la pasión y del calor, se vuelve invisible a fuerza de abundancia y de exceso. Tanto sentido junto se neutraliza y enceguece y entonces nos parece indigno mirar.” “Todo cuadro se me presenta como una pared blanca que ha sido atenuada, disminuida.” Esta imagen de Saer también puede asociarse a un poema en prosa del poeta español Luis Rosales. En ese poema, el poeta describe que su madre había perdido la visión de un ojo en su última época antes de morir: excelente alegoría de la cercanía de la muerte, veía con un ojo vivo y con un ojo ciego, como si viera los dos mundos antes de partir. Con su ojo ciego “veía sólo la luz, que se le hacía presente por el dolor que le causaba”. Una luz al rojo blanco, en términos saerianos: intolerable. Un exceso de sentido equivalente a la muerte, esa luz sagrada que para los místicos representa a dios y es tan intensa que puede destruirnos. Y es porque más allá del marco tenemos “lo real”, aquello que escapa a la posibilidad de la simbolización y es perseguido por la cadena interminable de los significantes. “Lo real”, el Caos. Pero es importante que no lo confundamos con la segunda noción, la noción de intensidad que propongo en el libro que presentamos hoy. Si acaso no en el Caos —tal vez absoluto e inalcanzable—, sí hurgamos en el caos, esa porción con minúscula que nos toca, para construir intensidad, y construimos intensidad mediante la reducción que posibilita el marco. Dice Saer: “Honremos al marco, porque saca de lo uniforme la variedad de la pasión. El arco iris reina en el cielo por un momento y después se va, al atardecer, en los brazos de una noche más negra y más pareja que el fuego.”

Nos preguntamos nuevamente: ¿Qué es esta intensidad? ¿Cuándo ocurre? ¿En verdad el lenguaje puede tocar “lo real”? Dice Octavio paz: un poema sólo es un poema cuando es tocado por la poesía. Y hasta el poeta peruano Mario Montalbetti, que insiste sobre la inmanencia del poema como construcción del lenguaje que se piensa a sí mismo, lo admitió, en una entrevista reciente. El lenguaje toca lo real sin comillas de formas triviales como cuando decimos “se te ha caído la taza”, y agrego yo, y en formas más complejas como lo demuestra el carácter predictivo del discurso científico, pero también, nos dice Montalbetti, es tocado por “lo real” y el asunto reside en darse cuenta de cuándo el lenguaje es tocado por “lo real”. En ese contacto, agrego yo, se origina el concepto de “intensidad” al que refiero en el título del libro. En ese contacto se funda la calidad del poema. Un poema sólo es un poema cuando es tocado por la poesía. De lo contrario, estamos en presencia, en el mejor de los casos, de una maquinaria vacía. “Hay máquinas de rimar pero no de poetizar”, dice Octavio Paz. La selección de autores que presentamos hoy indaga en el caos para buscar su propia intensidad y encuentra que el poema en prosa resulta un marco apropiado, uno que salvo por el verso mismo, comparte todos los recursos del poema en verso, pero con una respiración distinta, una especie de laboratorio alquímico propicio para sus diferentes búsquedas, varias de ellas, insólitas para el oído rioplatense.

Claudio Archubi

Claudio Archubi

Nuestro libro forma parte de un proyecto binacional en coordinación con la editorial peruana Hijos de la Lluvia. Lo concebimos como un primer paso, que no pretende ser un aporte exhaustivo, y pedimos disculpas a los numerosos autores que trabajan en este formato y que, habiendo hecho mérito, no han sido incluidos en el libro. Pero siempre me han perturbado aquellas recopilaciones de muchos autores donde sólo tenemos un texto por cada autor, dejándome con la duda de si la obra del autor obedecía al mismo nivel de calidad de ese texto que me llamaba la atención o si sólo en ese texto seleccionado el autor había sido tocado por la poesía. Por eso hemos privilegiado el criterio de cantidad de textos por autor por sobre el criterio de cantidad de autores. No obstante, sí hemos intentado cuidar que todos los países de Sudamérica de habla hispana estén representados por, al menos, dos autores. Entre los 24 autores jóvenes incluidos en el libro hay varios de sólida trayectoria, con premios nacionales en sus respectivos países y algunos de ellos muy prolíficos, como Luis Carlos Mussó de Ecuador y Miguel Ildefonso de Perú, con más de diez libros publicados. A su vez, junto con el colombiano Fredy Yezzed por su lado, son autores de sus propias antologías.

El poema en prosa es un formato que en Argentina no ha sido estudiado con suficiente profundidad, aunque haya sido cultivado por varios de nuestros grandes escritores. La prueba de ello es que adeudamos una antología del poema en prosa en Argentina, como las hay de México, Colombia, Venezuela, España, por ejemplo. Curiosamente, han cundido más en nuestro territorio las antologías de microrrelatos, un género en parte desprendido del poema en prosa y que deviene en una sospechosa maquinaria de golpes de ingenio y soluciones fáciles y pasatistas. Un caos simulado que muy pocas veces toca al auténtico caos referido en el título de nuestro libro, un libro que constituye un primer intento de llenar un hueco doble hasta donde tengo noticias, ya que no he encontrado tampoco recopilaciones actuales a nivel continental específicas de este formato de escritura. Para enmendar esta falta, decidimos que esta selección de autores estuviera enmarcada por comentarios de tres escritores argentinos de tres generaciones diferentes: Alberto Szpunberg, Cristian Aliaga y yo. En el caso de Aliaga y en el mío, ambos hemos escrito libros en este formato y en el caso de Szpunberg, la larga respiración de sus versos, algunos del tamaño de un párrafo, como en La Academia de Piatock o Traslados o en su clásico El Che amor, hace que su obra toque siempre los bordes del poema en prosa.

Nuestra selección da cuenta del carácter proteico del poema en prosa. Va desde un núcleo de autores insólitos y extremos, portadores de voces potentes que no sueltan al lector desde el principio al fin y son como un grito de desesperación, el estruendo de una fuerte campana que deja el cuerpo vibrando después de terminada la lectura: así ecuatorianos y peruanos, por ejemplo, el barroco urbano del limeño Miguel Ildefonso o el gótico cibernético del más joven de los poetas ecuatorianos, Juan José Rodinás. Estos son autores que responden a la caracterización del poema en prosa que hizo alguna vez nuestra escritora María Rosa Lojo: una breve parrafada ansiosa donde el silencio está solamente al comienzo y al final del poema. Pero también aparecen otros autores más afines al Sur, que apuestan a la levedad y parecen hablarnos con la intensidad del susurro en el oído, como la paraguaya Lía Colombino o la argentina María Virginia Fuente. Por otro de los extremos, hay textos donde el poema adquiere carácter narrativo, como es el caso del venezolano Gabriel Payares, la peruana Teresa Orbegoso, la argentina María Virginia Fuente y el chileno Jorge Polanco. Allí el poema se cruza con el género del microrrelato. Hay bellos poemas-libros, donde la intensidad desafía a la extensión, como es el caso del venezolano Jairo Rojas Rojas, o el del peruano Darwin Bedoya, de quienes me he visto obligado a extractar fragmentos. Y hay textos corporales y sombríos como los de la uruguaya María Laura Pintos o la argentina Leticia Hernando. O están también aquellos autores del Sur que trabajan un fluir reflexivo, una persecución desesperada detrás de la interminable cadena de los significantes, como es el caso ejemplar de la uruguaya Laura Alonso. En el dossier que presentamos hoy en esta revista, encontrarán una muestra de los contenidos del libro.

Bolivia

Alex Aillón (Sucre, 1969)

4000

I´m an old man now, and a lonesome man in Kansas

Allen Ginsberg

Pero mi patria gemía a cuatro mil metros sobre el nivel del hambre

Eliodoro Aillón Terán

Voy a hablar de la soledad de Bolivia, que bien podría ser la soledad de todos nosotros. Mi soledad, o mejor dicho, nuestra soledad, no es la misma que otras soledades.

No es la soledad de Kansas, que hace cantar a Ginsberg en una carretera nublada, a 60 millas de Wichita.

Tampoco es la soledad de Philip Glass, que alienta la recuperación del cosmos en el vórtice de su piano y que hace temblar la cuerda floja del tiempo en la mitad del mundo.

No, no es la soledad de las plantaciones de algodón, ni la soledad que hace dormir al Diablo del blues, ni la guitarra de Woody Guthrie, ni las historias de Bob Dylan.

No es la soledad de los barcos, ni la de Hemingway; tampoco la lenta e inasible soledad de las ballenas; ni la soledad de los mensajes que vienen del otro lado de la Atlántida trayéndonos otros silencios, otros lenguajes, en botellas arrancadas al océano inabarcable, inaudito.

No es la soledad de Virginia o la de Alfonsina o la de Janis, menos la soledad de Silvia, la de Alejandra o la de Marilyn que se quiebran como un puñado de palabras arrojadas a una ventana, una mañana de invierno.

No, no es la obscena soledad de los iluminados, ni la soledad de la hoja en la corriente del río que camina hacia una soledad más vasta, una que no conocemos.

No es la soledad de las jeringas, ni la soledad de la última bomba; no es la soledad del último suspiro; tampoco la constelada soledad de los burdeles donde Charlotte es nube y es lluvia; como tampoco es la soledad tan concurrida de un viejo poeta uruguayo a quien nos gustaba llamar Benedetti.

No, queridos hermanos, no es la soledad que iluminan las luciérnagas, tampoco la tenebrosa soledad de los muertos, ni la soledad de los hombres solos.

No, ésa no es nuestra soledad. Nuestra soledad es una soledad sin nombre que se acerca a cualquier esquina, a la luz amarillenta de la tarde donde nuestras soledades se juntan para encontrar algo de calor.

Es algo que fermenta con los siglos.

Mezcla de ídolos, dioses, rituales, pachamamas y mamaocllos; emblemas agobiados con cocaína, whisky barato, carnaval y goma de mascar.

Asistimos en multitud al majestuoso espectáculo de nuestra propia soledad.

Más solos que las cometas en su trayecto hacia Dios –sumergidos en enormes vasos de alcohol y chicha, agachados sobre un espejo, dibujando las líneas que trazan el siniestro mapa de nuestro extravío–, nos alejamos mientras una gigantesca banda hace reventar el ojo del crepúsculo en el horizonte.

Nuestra soledad es la soledad de la última pastilla antes de apagar la luz y decir adiós.

Nuestra soledad no busca salida, es así como es: retrato de familia en la cocina, sopa a mediodía, coca en el cachete.

Y es que esta soledad que es nuestra, es única.

No es la soledad del Oráculo, queridos hermanos, ni la soledad del laberinto. No es la soledad de los emperadores chinos o la de Stalin, ni siquiera la bíblica soledad de la pija del Papa.

Esta soledad nuestra es una soledad institucional, una soledad con ítem, una Soledad con mayúscula; es una soledad con capacidad de mentirse a sí misma, una soledad con capacidad de destrucción masiva; un frío repentino, un tropel de palabras sin vida.

Esta soledad nos hace gigantes, amados compatriotas, porque es monstruosa; no existe nada que nos lastime pues nuestra soledad está con nosotros y podría parecer inútil pero es eterna.

A más de 4000 metros sobre el nivel de nuestro propio vómito, les invito a mirar la patria y su soledad plagada de discursos y salones presidenciales; a sentir el poder de los narcóticos, el poder de las banderas, de los símbolos angustiosos, el cruel espectáculo de la nada.

A más de 4000 metros sobre el nivel de la locura, les convoco a encontrarnos en la matriz del universo, en la soledad de nuestras estaciones espaciales y contemplar nuestra abominable creación.

A más de 4000 metros sobre el nivel de la desolación, emplazo a esos hombres como rocas paridas por la montaña; convoco a mi Padre y su palabra trocada en silencio; convoco nuevamente su desnudez y su infancia rota; convoco a todos los que estando solos, se olvidan de nuestra soledad.

No convoco a Shambu Bharti Baba, a William Blake, a Hare Khrishna, a Allah, a Yavé, a Jesucristo; convoco a Ginsberg (el todopoderoso), a Panero (el elocuente), a Hölderlin (el delirante), a los condenados, a las putas, a los desquiciados, a los suicidas, a los miserables, a los abandonados, a los verdaderos hijos de este planeta, para tomarnos de la mano y subir a nacer en la cúspide de la tormenta.

Yo no vengo a pedirles nada, señores, nada que les pertenezca, nada que no nos haya sido dado ya por la embriaguez, la tristeza y la eternidad, que tanto se parecen al abandono y al amor.

Esta tarde, que en el horizonte se queman mis ojos y se petrifican mis lágrimas como abatidas por la mirada de la Medusa, las manos de mi padre me han vuelto a tocar y han despertado mi alma conmovida por el beso de su ausencia.

Gabriel Chavez Casazola (Santa Cruz de la Sierra, 1972)

Los cuchillos relucen en la madrugada con un brillo pálido, como el rostro de una mujer recién levantada que se acerca al espejo de la mesa, y junto al espejo está el cuchillo con que la mujer ha trazado rastros de fiebre la noche entera, el espejo que también va recobrando su brillo engañoso, y así la confusión de los brillos diurnos va tomando el lugar de la lucidez de los rostros y los cuchillos y los espejos dormidos, que solamente la noche iluminada, la noche americana de la nieve es capaz de producir.

Perú

Miguel Ildefonso (Lima, 1970)

VIRGILIO O EL VACÍO

YO MIRABA PASAR LOS CARROS, CUALQUIER COSA por el tránsito que llenaba Wilson y mis ojos, y entre los edificios respiraba la orina de madrugada, lo eterno roncaba desnudo en medio de las nubes y así pensaba en mis pulmones que amaban lo que no conocían, lo que no vivían, el retorno de las prostitutas golpeadas, y así podía callar como un poste pero enamorado de la que una vez vi pasar como todo lo que pasa pero tan profundo que casi me caigo, se me enredó en las tripas, en el cerebro, entonces miraba las nubes y algo era mirar las nubes más allá de Wilson, las pegajosas paredes que me arrancaban los ojos de un solo flemazo, porque nada habita el corazón que palpita solo y aceleradamente por el alcohol, el sol que quema los ojos solos, las puertas hacia lo oscuro donde un travesti ronca solo y sólo los sueños se alegran de perderse donde nadie conoce los sueños, el vacío que habita el vacío, cualquier cosa que no se ama ni se llama Wilson, nada importaba sino estar caminando o dando vueltas o pensando en hacer el amor trescientos sesenta y cinco años al día

Darwin Bedoya (Moquegua, 1974)

[…] una madrugada, tocando sus manos tibias, le dije: el día en que el viento haga polvaredas con nuestra ceniza escribiré sobre nuestros nombres. A esa hora la lluvia escarbaba con fuego en el lomo de los caballos. Nos encontrábamos en el límite de los animales. Tenía la mirada quieta, sus manos jugaban con el frío y con un trozo de retama. Luego, partiendo en dos el crepúsculo me respondió: sería extender las manos en el fuego de la memoria. Esto merece un idioma. Escribe en el cuaderno de ceniza. Concibe nuestros cuerpos. Permite que siga la leyenda. Al final, alguien sabrá entender este paisaje de huesos y ceniza. No cambies la historia que nos pertenece. Entonces comencé a escribir nuestra eternidad, hueso por hueso. Y cuando llegó la tarde, al fin logramos trazar una línea de ceniza sobre el agua: ese día, cuidadores de la niebla, puñados de candela, comprendimos que solamente el tiempo puede enseñarnos sobre Verdades y Leyendas. Ahora tenemos la certeza de que las Verdades sobreviven al paso de los siglos, y que las Leyendas son el mismísimo tiempo, la eternidad amontonada a nuestros pies, como una fábula de animales púrpuras pastando en nuestra memoria.

María Laura Pintos (Uruguay), Teresa Orbegoso (Perú) y María Virgina Fuente (Argentina)

María Laura Pintos (Uruguay), Teresa Orbegoso (Perú) y María Virgina Fuente (Argentina)

Teresa Orbegoso (Lima, 1976)

¡Oh, inocente Resígaro! ¿Quién soy yo? Soy acaso la sombra de Caral que ha venido a abrazarte. O quizá sea la fría alma de Arana que ha venido a pedirte perdón desde el Putumayo. Sé que mis manos son de polvo y mi vientre está seco como los huesos de mis antepasados. Sé que hubo un cronista que nos mintió sobre nosotros. Sé que criollos, sacerdotes, virreyes y presidentes orinaron sobre lo que fuimos. Sé que una llamada República nos consumió hasta el punto del olvido. Pero ahora estoy aquí atravesada por todas mis generaciones conquistadas y conquistadoras; esclavas, serviles y libres; caudillas, heroicas y sabias; ancladas a la tierra, el mar y el fuego junto a todas sus sangres. Estoy aquí para recordar la patria invisible de la infancia. Estoy aquí para saber finalmente quiénes somos. ¿Qué ha quedado de nosotros en medio de toda la niebla de Lima? No saber cómo te llamas, ni lo que fuiste, ni lo que hiciste. Andar perdido como un cuerpo que sólo sabe surgir y que nada aprende. Han sido los ecos de la ruina mi despertar. Sea mi destino coser los pedazos descoloridos de nuestra bandera. Darle materia y forma. No desaparecer.

Ecuador

Luis Carlos Mussó (Santiago de Guayaquil, 1970)

POÉTICA (1)

Y vi durante mucho tiempo tus rostros desde el fondo del misterio, los afanes del equilibrio por desgarrarse del fragmento, el empinado nombre adhiriéndose a la madrugada en contorsiones de scherzo. Vi la muerte alzándose contra las sepulturas; y estuve frente a la orilla en el destierro de los dioses, a la hora de los pechos anegados de peces y corales. Pero nunca vi a nadie quebrar la perfección. ¿O crees que solamente con proferir palabras y música (acaso un poema) romperás el silencio?

Cristian Avecillas (Quito, 1977)

ERNESTO I

cualquier hembra entre mis manos se hace puta cualquier puta entre mis manos se hace demonia cualquier demonia entre mis manos se hace poema cualquier poema entre mis manos se hace mujer

MÁS TÚ ERES DIFERENTE

juntos somos una página vacía

y aunque en mí concurre lo que pudo ser un hombre para hacerme la ficción de un signo triste juntos maldecimos – maldecimos –maldecimos– la tristeza y mi verso descompuesto te devora

luego gozas con tu cuerpo hecho terapia

y aunque en mí concurre la ficción de un hombre que podría ser el signo descompuesto de lo triste juntos parecemos una patria y si te toco te destierro

y aunque –repito– en mí concurre la ficción de un hombre donde todo lo que toco se hace triste. Escribo y reorganizo lo imposible para que te enfermes de mí: TE DOY POEMA

PRESENTACIÓN DE LA PATRIA

Ciudadanía: túnel incompleto en donde una manada de entrepiernas me ha tejido un hijo para darme el otro lado de mi raza

Identidad: páramo incompleto para ornar el árbol seco de mi vida

PRESENTACIÓN DEL ÁRBOL SECO DE MI VIDA

mientras tanto busco el rededor caliente de cualquier mujer para tocarla como si mis manos fueran su pureza Mientras tanto busco una obediencia en la mujer caliente como un espejo malo

Porque para cualquier mujer ser puta puede ser un alhelí porque en cualquier lugar de cualquier puta puede haber un alhelí

PRESENTACIÓN DEL ALHELÍ

el poeta es el ojo de dios que alcanza la intocada parte de una amada y el poema es la mirada indiferente sobre la piel partida

PRESENTACIÓN DEL POEMA

Mientras tanto, mi destino es hacer menor el “yo” para hacer mayor lo “mío”

Mientras tanto, mi intención es destrozar el “yo”

El nosotros

Para que nada oculte nuestra fiel bestialidad

Juan José Rodinás (Ambato, 1979)

Intermezzo velocidad Thom Yorke

Desordeno el espacio donde la mente tiene lugar. Este espacio que es toda mente: una larguísima hilera de postes telefónicos: de avisos. Da forma esa hilera a una colina donde los niños androides paranoicos suben para mirar la ciudad estallada. Sopla el viento del páramo y las ánimas son sopladas y soplan sobre un bosque de cadáveres filmados desde todas direcciones por los ojos del aire y, a lo lejos, los niños miran y dicen: no podíamos destruir, no podíamos salvar destruyendo este espacio que es el largo corredor de la mente, pero al final, donde las neuronas desposan al pájaro mutante, a su anillo nupcial en la garganta, alguien aguarda mi despertar.

Colombia

Fredy Yezzed (Colombia)

Fredy Yezzed (Bogotá, 1979)

VOY POR EL MUNDO CON UN AGUJERO DE BALA en el pecho. El aire me atraviesa de frío. Los niños juegan a asomarse de un lado y otro. Por allí, la única mujer se me fugó y la única orquídea que sembré no quiso echar raíces.

Voy con esa música de violín perforada. Con ese delirio de insomnio.

Voy caminado por las calles con un agujero de bala en el pecho. Represento muy bien mi papel de muerto. La gente no se asombra de verme malherido y distante. Los hombres meten su dedo índice comprobando que no es un engaño. Creen meter el dedo en un sueño. Y la pérdida es que despierto y la herida sigue sangrando.

Es un sueño que me sostiene de los hilos del mundo.

Es un agujero de bala donde me cabe todo el mundo.

Lucía Estrada (Medellín, 1980)

Abres el libro, no de los muertos sino de los desenterrados. La reina es llevada por el aire negro, la luna a sus pies y el mundo. Densas nubes aprisionan su cuerpo blanco, un cuervo que se precipita, un grito de lechuza. ¿Quién puede dormir? El viaje prosigue a través del espanto. Vas prendida a su cabello, corona de horror te sientes. ¿Hacia dónde se dirige? Desnuda, es la tormenta que ven desde abajo, un lento castillo de niebla que avanza. No puedes desprenderte; la reina te ha sumado a su vértigo. Se deja llevar. Fuerzas invisibles hacen de su paso el ascendente de los nacimientos, de la vida que rompe sus tallos esta noche. No puedes ocultarte. Su cabello es la estela en que graba su nombre la pesadilla.

Venezuela

Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987)

Este dolor se pronuncia hacia atrás,

como el sonido arrugado de los pasos se desteje al salir de la casa,

como avanza el carro hacia la clínica a contracorriente de la noche. Este dolor es un tacto enceguecido, cosiendo sus bordes a mi pecho. Una mano de polvo rojo, tatuada en los sótanos de mi respiración.

¿Qué se esconde en estos dedos que tanto aprietan bajo mis costillas? ¿quién se repite lejanamente, con voz deshabitada?

No sé a quienes viste mi cuerpo, ni qué gestos perdidos,

qué soles bajo tierra,

trae amasados con llaga y sal de ayer. Pero son ellos los que se me clavan ahora, como un trozo de vigilia hambrienta, los que me imponen esta carne meridiana que oficia su ausencia.

Se arraigan, anudan su peso a mi espalda, duermen en mis pulmones lo que resta de sus muertes.

Necesitan ser absueltos de esa escritura que los confina a mis venas,

piden que algo desdiga esa memoria que se les filtra entre las rasgaduras del sueño y ahueca sus huesos. Quieren que devore mis labios

hasta hacer de ellos

transparencia

Jairo Rojas Rojas (Mérida, 1980)

usted se para y oye llover

escucha como el agua abre su corazón para que entre. Ese es el nuevo sol que dice el origen del río. Eso es un nacimiento. El agua abriéndose y con ella la tierra, el cielo, pero no es herida. He allí la vida que te contaron los ángeles en esas conversaciones largas en la tierra olvidada, del frío de arriba, de la sola casa. Usted se sumerge lejos de lo que conoce para calmar la sed, las estrellas cargar y la luna que ya deambula adentro atender. Usted se oye que habla distinto, oye las campanas que alejan la penumbra y la música de los tambores de su corazón constelado. El cielo responde lloviendo, sí, ese mismo cielo que destinó juntarse con el agua que da alimento. ¡feliz!, ¡feliz! ¡su padre está feliz! Usted fue la elegida mientras cantaba bajo la sombra del árbol que ahora llevas a todos lados, allí, donde rezabas, donde se volvía más solo, acompañada, apenas, por relámpagos. Llueve para que se encuentren

El gran ojo llora / conmovido

usted abre la puerta de este mundo, donde los nombres de las cosas se van. Es el agua: brava, con la que se hace el pan, con la que se limpia las heridas de los que deben despertar, limpiando las palabras de lo oscuro que no dice, que lee el corazón que bombea, alegre y aclara este mundo. Sumergida en lo hondo de sí, usted, arrodillada, frente a siete velas, encendidas, al fondo usted se mira recordando

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Gabriel Payares (Londres, 1982)

LA RESISTENCIA

Love is our resistance

Muse

No puede decirse que la demolición nos tomó por sorpresa. Hacía semanas que ignorábamos los avisos que metían bajo la puerta, así como lo hicimos durante años con todo lo demás. El teléfono llevaba meses desconectado. Poco a poco nos convertimos en una especie de resistencia, como esos animales que cierran sus madrigueras y deciden no ver más el mundo. Es más fácil de hacer de lo que parece, poco más que una escalada de renuncias: al azúcar en el café, a la mantequilla acostumbrada, a bañarse a diario, a la electricidad. A todo menos la cama, en donde dormíamos y hacíamos constantemente el amor. Tampoco sé si nos convencimos de que esto jamás pasaría, o simplemente deseábamos que ocurriera, que el descalabro final nos liberara de los labios del otro. Por eso cuando la pala mecánica rasgó un boquete en la pared de la cocina, nuestras miradas se cruzaron en medio de una mal disimulada sonrisa.

Chile

Jorge Polanco (Valparaíso, 1977)

A sunrise

J.W.M. Turner

Nos quedamos allí sentados en la plaza, con muchas cosas por decirnos pero sin palabras. De pronto apareció la imagen de un barco que cruzaba brumoso, como el inicio de La muerte en Venecia de Luchino Visconti, y empezamos hablar de la belleza de los colores rojizos mezclados con el movimiento difuminado de las nubes, como si fuéramos espectadores privilegiados de una pintura de Turner; y ciertamente lo éramos, porque no podíamos hablar de nosotros, sino sólo de unos colores que dibujaban el ritmo silábico del mar. Así estábamos, contemplando una acuarela en movimiento, sentados frente a las olas matutinas que se acercan y repliegan para al fin y al cabo resbalarse y hundirse, sumergiendo nuestras voces como piedras, uno junto al otro, con la respiración incendiada.

Natalia Rojas (Melipilla, 1983)

sale de mi boca el día, sacudido desvarío, vuélveme. en otro lugar fuera de mi cuerpo, se espera la noche: el bravo ausente día y la noche que tarda. las horas eran como papeles, garzas sobre la línea desprendida del horizonte. leo lenta la luz afuera, quebrada. un animalito se cruza. lo que fue brasa, ahora es limo; lo que arde al aire; lo que calla, baila. en el fondo se sujeta una huella que quiere decir algo y trato de volverme muda para que aparezca en sus formas, como cerro, sombra o en nada más que una idea. lo oculto se vuelve esperanza cuando lo vemos, nos enferma en primavera, es una flor con pétalos negros que guarda su semilla en el eco del vacío, en el eco de la medida, en lo lanzado, en lo exento, en tus manos.

del vacío del silencio, sale la flor del murmullo, flor que busca afanosa su sonido

Argentina

Andres Cursaro (Neuquén, 1968)

la casa se muere dice la casa tiembla cierra las ventanas pierde el sentido de las horas esa casa ya no es mi casa grita condenada está la casa que se muere a destiempo entre las horas de la noche que pueden ser día y abre la puerta cuando nadie entra se ilumina en plena tarde y se arranca el pasto raíz a raíz se muere la casa se muere dice ahora deja que el agua se le filtre por el techo se empañe el espejo frente al sol no se cuida hasta las cortinas dejó caer no le importan las piedras perforando vidrios mi casa muere se muere está mal no reconoce mis perfumes se quita los clavos y caen cuadros las fotos que la muestran recién pintada y descascara colores que bien le hacen se deja golpear por el viento y la tierra que pasa por los huecos se muere la casa se muere nomás y el hombre de esa casa muere también amurado a las paredes las sombras que allí están lo miran caer frotar las manos en el revoque quitar uno a uno los adornos del dormitorio levantar la alfombra orinada por los gatos lo miran caer al hombre de esa casa que muere en cada ladrillo ve los días que ahora lo llevan a esa misma casa plena de sol de pasos apurados a los aromas del laurel el hombre es una hoja de laurel ahora arrojado al medio del salón donde levanta el piso desde abajo y lo ven caer también como a esa casa que se muere cerrar la puerta lo ven escuchar decir se muere la casa se muere no baila el hombre están ausentes la música las manos que lo llevan el vestido que lo guía no baila y grita dice que la casa se le muere que ya no soporta su peso que anoche dejó caer silencio en el patio y que la lluvia lo ahoga en ese silencio el hombre de esa casa también escucha a las paredes abrirse dicen que el hombre de esa casa que muere con él en él recién habitada persigue sombras en paredes que no están en el pasto seco del jardín pero está muerta la casa en la imagen que encuentra está sin pintura sin ladrillos cortinas está muerta la casa dice el hombre que se mira desde la ventana.

Leticia Hernando (Buenos Aires, 1976)

Porque a los que gritan se los amordaza, porque estuvimos gritando toda la noche, dueñas del silencio, y por bailar los barrancos más altos del desierto, doblada en mi cuerpo, tocada por la posibilidad de un verso, he bordado letras en un pulcro papel, tejido cajitas de Pandora. Implorado, feral y sin lenguaje, por una palabra que se abra.

Solo un ramillete de papeles doblados que esa persona que se llama madre ha guardado (sin leer) junto a los libros infantiles.

Mas ay, Madre, si supieras cuanto en mí hay de silencio, cuanto en mí puede el vértigo.

(Carnívoras las palabras hacen y deshacen. Y hasta puede ser que ya no me desarme.)

Una vez me ahogué. Y me sacaron de los pelos de un pozo de agua turbia y empantanada. Era invierno.

Luego me veo: cuerpo desnudo en un cuerpo inmaduro (leves pezones contra las costillas), temblando detenida en las vísperas de la asfixia. Me arrancaban de la noche con una toalla áspera y blanda fregando la piel. Me volvían del silencio y no tenían palabras.

Y era casi una suerte no haberse muerto. Rodar la sangre por el cuerpo. No poder coagularse. Oscurecerse. Llevar la cuenta de un ritmo que tiende a cero.

Una vez me ahogué. De una vez y para siempre.

María Virginia Fuente (La Plata, 1976)

La mujer acuna al niño improbable. Lo acuna sin brazos y sin alma. Hace lo que puede. Su corazón fue arrancado el día que se hizo huérfana. Quisiera hacer más, pero no sabe cómo. Acuna al niño sin tocarlo, porque no es posible tocar la niebla.

Uruguay

Laura Alosno (Uruguay)

Laura Alonso (Montevideo, 1970)

Delay (fragmento final)

nadie –escribe– tu nombre

tu nombre blanco desciende negros caballos el cuerpo

el semen de Cristo en la sangre de un carpintero el molde del encofrado en la sombra en cruz del edificio el claveteo en el vientre del aire caliente al sol del mediodía la gota mayor de Cristo el esqueleto de hierro la grúa impenetrable danza de lastres libélulas dispersas transacciones parece viene otra lluvia trenzada llanto de leche una madre la maravilla en el hijo el rostro al subir las escaleras de Cristo al techo ajeno en carne propia montada la colisión de viento con agua ya te deshace la lluvia de vuelta al mar echada otra mujer el horizonte desciende el brazo naranja muriente el cielo sentido herida al costado algo se apea barro sentido barro…manos…piernas…colgajo…piolas diciente

apenas

un golpe seco

escuché la rendición de mis huesos depositándose en el descanso”

–––––––– entrecomillados, fragmentos de Descripción de la mentira, Antonio Gamoneda

María Laura Pintos (Montevideo, 1971)

Íbamos a hacer el amor. Con tristeza. Como se hacen las cosas graves y definitivas.

Adentro todo va cubriéndose de rojo. Tengo el útero entre las manos y no es más grande que una naranja, un recipiente de paredes flexibles y resistentes. Moldeable, complaciente a la presión de mis yemas. Limpio su interior, con dos dedos tiro de los hilos de sangre y mucosidad pegados en la cara exterior. Esto no debería haber pasado. Me desbordo, sangro hacia adentro y hacia afuera. Pero ya no importa. Abro las piernas y empujo. El útero vuelve a su sitio y yo estoy lista. Íbamos a hacer el amor. Con tristeza. Como se hacen las cosas graves y definitivas.

Alicia Preza (Montevideo, 1981)

CUERPO EN ALMA

(basado en la muestra del artista plástico Marcos Ibarra “Cuerpo en Alma”).

Han comido de mí toda la noche, mi cabeza de cerdo en la cena. Primero buscaron la delicia, extrajeron hasta el último gajo de mis manjares. Despiadados, famélicos, en su grito de Gloria no está Dios, solo un tenedor, un cuchillo afilado que corroe los manteles, los velos, todo género se va deshilachando cuando me nombran. Lita Lessa me llama y me pregunta: ¿Dónde está tu cadáver con ese gesto irreverente? Yo me río y le concedo un hueso. Mi rótula izquierda, el nervio que sobrepasa mi orgasmo, bien parida por el tubo que me atraviesa hasta expulsarme de nuevo. El que está adentro de la caja puede ser hechicero, verdugo, criminal, caníbal. O puedo ser yo misma echando raíces desde mi sexo hasta la cama. Y no por ello soy indulgente, tampoco inofensiva. Me tiran un trapo para cubrirme del frío. El suelo está helado y nadie viene a disecarme. Algo entra y sale por mi oreja y no sé si soy yo misma que me expando por cada orificio para ver si algo se mueve en la maraña de mis arterias. La mujer del ojo verde fue pintada para gritar pero el sonido que la erige no existe. Me mira desde la pared que gotea y exprime lo que sobra. El contingente siempre está adentro de lo visible, persigo los rastros, espero. María Trabal me indica donde está mi rostro, el hombre rojo alado me rapta para integrarme a su cuerpo, algo siempre nos falta y por eso reñimos como gallos en la pelea más negra, despreciable. Dejo mi esternón como un gusano tendido en medio del basural. Hay un cuerpo detrás de mis costillas, un ser que se reitera haciendo fila para ser la silueta que alguien dibuja en medio del caos. Quiero ser otra cosa pero no me han dejado investigar, porque no hay tiempo, tengo que comer y ser comida, tengo que comprar y venderme, tengo que dormir y ser pulcra, tengo que ser sociable y aplicada, tengo que ser madre tengo que ser hija tengo que ser la puta más perfecta y la vagabunda que abraza los diarios con la noticia del día. Tengo que ser hombre ejemplar, tengo que ser falo y moverme, tengo que ser una corbata un billete un vehículo tengo que ser carnada tengo que ser mi esperma tengo que ser la NADA. Pongo una moneda y me dispenso, pero solo me sale un ojo en la abertura y no sé si mirar de costado o mirarte hasta el fondo para cumplir con la patria. Cantan el himno a mis espaldas y me río, porque donde yo bailo no hay ceremonias ni túnica ni bandera. Debe mejorar, regular para abajo, regular bueno, no llegará al sobresaliente porque no escucha no obedece, no comprende las álgebras ni repite “tiranos temblad”. Hago una bolita con tus mandatos y me la trago. Que alguien me salve del estiércol.

Paraguay

Lía Colombino (Asunción, 1974)

Hoy la noche se atraviesa, ella sueña atravesarla con los pies sin zapatos, pisando agua. Frota los pies unos con otros, el arco del pie con el otro costado del otro pie. Después de un corto tiempo, esa parte se incendia; afuera llueve, pero ella tiene los pies encendidos.

Ella se prepara para cruzar el agua con pies de fuego.

Carlos Bazzano (Asunción, 1975)

Como un fantasma

Tus ojos que no están me observan fijamente, y descubro un flash de tristeza en tu mirada intensa, la habitación está insoportablemente silenciosa, me empuja a la ventana enrejada, miro hacia la ventana y tus labios que no están se acercan a mis labios. La vereda está en silencio, insoportable silencio, entonces, apago las luces y me tiro a la cama, el ropero es invisible, la cama invisible, las fotografías invisibles, yo soy invisible, y escucho tu voz que no está, y sueño o despierto sin vos, tu voz, ahí estás, me hablás del invierno y un sueño, te beso, y todo es símbolo, metáfora, beso tu cuello, tu piel que no está eriza mi piel, tu cadera que no está se acerca levemente, siento tu cadencia, te beso, me besás, ya no importa, te nombro, me nombrás, ya no importa, siento tu sonrisa ausente y también sonrío, y somos otros, nosotros, somos nosotros, los otros, y somos labios, besos, una respiración agitada, una pausa, un abrazo que a la vez es caricia, caricia mansa, caricia rebelde, caricia mansa y rebelde, caricia prohibida, caricia permitida, caricia prohibida y permitida, mansa y rebelde. Un abrazo, me hablás y sé que estoy ante un poema, y hablás poema, ahí están tus ojos poema, mirándome fijamente, ahí están mis ojos poema, mirándote fijamente, ahí están, ahí estás, alejándote lentamente, acercándote lentamente, alejándote, acercándote, alejándote, acercándote, me susurrás y te miro poema, me mirás, y te susurro poema, despierto o sigo soñando, tu sonrisa no está, y yo soy invisible, y sonreís pero no sonreís, y sonrío pero no sonrío, y reímos pero no reímos, y acá estoy, amor, como un fantasma.

País invitado: México

Balam Rodrigo (Chiapas, 1974)

Íbamos a cortar mangos con la paciencia de los que ya no respiran y nos hartábamos de los pequeños soles hasta escaldar el tiempo y la memoria: Luego nos acostábamos en la arcilla para escuchar cómo la fruta subía de las raíces a las ramas, para sentir cómo la miel se acurrucaba entre los mangos y para saber cómo en nosotros, Silencia, bajo la misma cáscara, la muerte maduraba su fruta amarga.

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