El calor apretaba, ayudándole al mediodía a parir la siesta. En ese silencio pesado, a la sombra del sauce, los perros dormitaban.
Margarita lo vio levantando polvareda al galope de su tobiano, acercándose por el norte, rodeando los corrales. Esta vez no se inmutó. Ya había pasado otras veces, y ésta no iba a ser distinta. Siempre que llegaba hasta allí, Ovejero buscaba lo mismo.
El tape sofreno el pingo y desmontó. Clavó en los de ella sus ojos achinados, que rezumaban vicios. Margarita, en silencio, le sostuvo la mirada, desafiante hasta que, aburrida, bajó la cabeza, sumisa ante el destino que le ofrecía esa pampa salvaje, en donde el único dios a quien rezarle era el diablo.
Al acercársele ya iba destrabando la rastra, y el cinto cayó al suelo terroso causando un ruido sordo, que a Margarita la sobresaltó como el trueno que precede a la tormenta.
El tape se le acerco por detrás, acariciándola con sus manos de pedernal para luego, soltándose el chiripá, mostrar su hombría erguida fugándose de la bragueta del calzoncillo cribado.
Habiendo saciado sus urgencias, Ovejero desenfundó su faca y, probando su filo con la larga uña de su pulgar, la hizo brillar ante los ojos, pedigüeños de piedad, de Margarita. Pobre, ¿cómo explicarle que el tape nunca la entendería? El desierto imponía su código, y la subsistencia cotidiana obligaba a que ignorara la misericordia.
Cansino, el tape se acercó al tobiano y recogió el lazo que colgaba del apero. Margarita lo siguió con la mirada, hasta que levantó su cabeza para mirar hacia el sol, ya próximo al ocaso.
El tape la volteó, la maneó y, hábil con el facón, la carneó. Después de cuerearla, la rajó al medio. Juntó las vísceras y las llevó lejos para alegría del bicherío, que se fue acercando ante el banquete inesperado. Empinó la bota y trasegó un poco de caña, mientras otras Margaritas berreaban a lo lejos. No dejó de estremecerlo un impulso lujurioso, pero lo alejó pensando que al amanecer debería continuar su camino
Con unos arbustos secos y una cerilla prendió el fogón. Probó la dirección del viento y estaqueó, a pocos pasos, a la que había sido su amante fugaz tan solo hacía instantes.
Le dio agua al caballo, puso en el suelo el apero envuelto en el poncho, y se acomodó para dormir al sereno, relamiéndose pensando en los amargos y el asado que inaugurarían su próximo día.
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