Fotografías: Laura Muñoz Hermida
Encrucijada entre el género negro y el thriller político, Los que duermen en el polvo de Horacio Convertini utiliza el elemento fantástico como alegoría de una población idiotizada por discursos maniqueos que la vuelven contra sí misma.
Un proverbial hombre mediocre, una mujer desaparecida, un político desaforado en su carrera por el poder, una Argentina distópica, infectada de antropófagos, y el surgimiento de un discurso mesiánico ligado a una díscola religiosidad popular. Un territorio asediado, ansioso por dejarse caer en un infierno tan temido como buscado. Una parábola que demasiado cerca desaparece, como diría el maestro Dal Masetto.
¿Cómo surge la idea de Los que duermen en el polvo?
Tenía ganas de escribir una historia sobre zombies. Me interesa el dilema moral que plantea este subgénero: en qué nos convertimos para no convertirnos. Y sus consecuencias: la pérdida de la humanidad, los intentos de recuperar lo cotidiano en el medio de un apocalipsis antropófago. Quería, además, que lo que sucediera, fuera lo que fuese, tuviera lugar en una Pompeya sitiada. Ese fue el punto de partida. Después, todo derivó hacia una historia de amor enfermizo, que eso es lo que cuento en «Los que duermen en el polvo», al fin de cuentas.
Es interesante el uso que hacés del fenómeno zombie como metáfora y paisaje, mientras que -ajeno totalmente al territorio de lo fantástico- lo siniestro en la narración es netamente prosaico y humano.
Sí. Porque el zombie es un telón de fondo, la amenaza en el horizonte, en todo caso un catalizador de los distintos conflictos, que bien podrían haberse desarrollado igual en un contexto de normalidad, sin la amenaza de los monstruos. La ambición política desbocada, que habilita a la mentira, a la corrupción, incluso a la muerte, es cosa de todos los días, hoy, sin zombies a la vista. También lo es que un hombre no acepte la forma en que lo ama una mujer, porque no entiende esa manera o porque no le alcanza, y como consecuencia termine desarrollando un rencor profundo y violento. Por otro lado, el zombie simboliza esa porción grande de la sociedad que hemos decidido apartar, dejar fuera de la movilidad social, de la educación, del futuro.
¿Cómo manejás el clima, la atmósfera, en tus narraciones?
Me gusta construir climas opresivos y personajes con una gran oscuridad interior. Un amigo, que además es un excelente escritor, me dijo una vez que hago sufrir demasiado a mis personajes. Suelo tener muy presente este comentario. Por eso utilizó el humor o el absurdo como válvula de escape.
¿Cómo se construye una primera persona como la de Jorge -un mediocre emasculado- y por qué en este relato?
Jorge, el narrador de la historia, es un hombre consciente de su mediocridad, insatisfecho, depresivo. Lo pensé así porque necesitaba que fuera tan crudo con él mismo como con los demás y que pudiera hacerse cargo del rol de testigo descarnado, sin indulgencias de ningún tipo. Alguien que pudiera reconocer su propia mugre y las de los otros personajes. A través de Jorge pasan los dos grandes conflictos de la novela: la crisis que estalla en la Pompeya sitiada y el misterio de Erica, su esposa.
Tus novelas suelen ser novelas de estructura, ¿cómo armás el andamiaje de las mismas?
Me gustaría decirte que, antes de escribir, armo un esquema preciso de cada personaje, de las relaciones entre ellos y, a modo de escaleta de cine, construyo el esqueleto de toda la historia. Pero no, nada que ver. Ni siquiera tengo el título o el final. ¿Qué tengo al arrancar? Una idea, como la de los zombies acechando un barrio sitiado, una imagen, como la de un hombre que siente que no es eso lo peor que le puede pasar en la vida sino otra cosa, y algunas certezas sobre las voces que quiero utilizar. Eso es todo. El resto es un trabajo por capas, en el que cada capítulo prefigura el siguiente. A veces siento que escribo cada capítulo como un cuento, que soy más cuentista serial que novelista, y que cada cuento/capítulo me cierra unos caminos y me abre otros. Puede ocurrir que, bien avanzada la novela, encuentre una idea que me gusta mucho y que su inclusión me obligue a retroceder y ajustar todo en función de ella, cosa que hago con enorme placer, más allá de lo dificultoso que resulta. Esta forma de trabajo se amolda bien a uno de mis defectos, que es la ansiedad. Cuando tengo un proyecto en mente, necesito escribir compulsivamente, todos los días, sin digresiones.
Otro de los temas que revisita Los que duermen en el polvo es el de la construcción de la memoria y de la identidad, a través de la relación de Jorge con Érica, la desaparición de ésta y el desenlace de la novela.
Todos nos inventamos una vida, sobre todo en estas épocas de redes sociales. La editamos. Operamos sobre el pasado para transformarlo en algo tolerable. Le ponemos épica a episodios comunes y corrientes, y borramos aquello que nos enfrenta a nuestras bajezas más grandes. Jorge, aún con lo transparente que es consigo mismo, también manipula la memoria, lo que encierra una de las claves de la novela.
La interioridad del narrador suele abrirse paso entre sus líneas de manera consciente o no. En este sentido, poco importa si el escritor desea transmitir su cosmovisión social, muchas veces sus ansiedades viajan en la obra y son compartidas por el lector en tanto que son parte del espíritu de la época. La oposición entre dos facciones políticas remite inmediatamente nuestra historia contemporánea, así como también la idea de recontrucción de un Estado… Me gustaría saber cómo te planteaste estas imágenes y si responden a la construcción consciente de una metáfora.
Escribí «Los que duermen en el polvo» entre 2014 y 2015. Entregué la novela a la editorial en octubre de 2015. Firmé contrato en febrero de 2016. Y se publicó, sin ninguna variación en el texto, en agosto de 2017. Lo único que cambió fue el título. El original, el primero que puse en el archivo de word, era Cielo perdido. Digo todo esto porque hubo lecturas que se hicieron desde los dos lados de la grieta. Lectores antikirchneristas creyeron ver un alegato en contra del gobierno anterior por las alusiones a la corrupción política y porque parte de la acción transcurre en Río Gallegos. Lectores kirchneristas creyeron ver un alegato antimacrista por eso de las cuentas en Panamá que le descubren a un funcionario y por el lado flaco del discurso «honestista». Primera aclaración: la elección de Río Gallegos fue puramente operativa; necesitaba una parte de la Argentina que pudiera ser mantenida a salvo y elegí la Patagonia, porque la imaginé protegida por una zanja de Alsina al revés. Segunda aclaración: cuando entregué la novela, la olla de los Panama Papers todavía no se había destapado. Me parece un abaratamiento de la literatura escribir desde la grieta. Para ese tipo de narrativa tenemos los medios de comunicación. La novela, desde luego, tiene una mirada política, pero va más allá de la coyuntura partidaria. La elección de Pompeya como escenario no es casual ni es un tributo nostálgico a mi barrio natal: hay que ir y recorrerlo para descubrir los esqueletos destruidos de las fábricas de la Argentina prenoventista, para sentir la sensación de toque de queda que se percibe cuando cae la nochecita. En Pompeya están las claves de un país que fue arrasado y no, justamente, por una epidemia zombie. Un país, además, que no fue reconstruido y que dudo que lo sea mientras sigamos así.
Sos un lector voraz y, como periodista, también comentás novedades literarias. Desde tu punto de vista, ¿cuál es el estado de situación de la literatura en la actualidad? ¿Qué nombres te resultan destacables en el panorama narrativo argentino?
Hasta hace un tiempo, las grandes editoriales (que son dos) parecían cristalizadas en la publicación de autores argentinos ya probados, como si fueran técnicos de la Selección que siempre convocaban a los mismos jugadores por miedo al error. El dinamismo, la riqueza y la variedad estilística estaban debajo, en las editoriales más chicas o en los sellos autodenominados independientes. El tabique se rompió en los últimos dos años. Y ya se empieza a percibir la permeabilidad de abajo hacia arriba, lo que es un síntoma excelente, porque implica que escritores muy buenos tendrán una mejor distribución y una mayor difusión. Que Agustina Bazterrica haya ganado el premio Clarín es una buena noticia. Que Mariano Quiros haya ganado el Tusquets es otra. Pero los dos eran cracks desde antes, lo digo porque los leí. De la misma manera, me alegra que Kike Ferrari, Juan Carrá, Enzo Maqueira, Mariana Travacio o Sebastián Basualdo lleguen a las grandes ligas. Por otro lado, este trasvase no agota al panorama independiente. Mucho de lo mejor que leído en 2017 viene de ahí: Ariel Urquiza, Nora Rabinowicz, Lucía Czudnowski, Martín Sancia y me olvido de un montón. Sellos como Paisanita, Mulita, Evaristo, Revólver, Mardulce son una garantía. Entre los consagrados que han publicado en 2016 y 2017, Selva Almada, Pedro Mairal, Hernán Ronsino y Pablo Ramos, sea en ficción o no ficción, son imperdibles. Ricardo Romero es un fenómeno. Leo Oyola, también. Ana María Shua, un clásico. Los he disfrutado a todos. La literatura argentina está viva y fuerte más allá de la crisis del sector editorial.
¿Cuáles fueron tus lecturas fundacionales?, ¿cuáles los libros –clásicos o contemporáneos- que más has disfrutado en los últimos años?
Mi historia lectora es poco académica y llena de baches. Mezcla a Soriano, García Márquez, Vargas Llosa, Vázquez Montalbán, Graham Greene, Borges, Simenon, Arlt, algo de Laiseca, lo que revela cierta búsqueda estándar. El otro día leía una pregunta similar a un colega y su respuesta me abochornaba: era un derroche de erudición y originalidad. Me voy a limitar entonces con el podio de mis lecturas 2017: El conserje y la eternidad, de Ricardo Romero; El cuento de la criada, de Margaret Atwood y El año del desierto, de Pedro Mairal.
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