Se orina encima. No es una profusión fecunda, viril, celebratoria, sino una sucesión de gotas que semejan lágrimas y que le dibujan manchas informes a la altura de la entrepierna y que, cuando se secan, adquieren la textura y el hedor del aceite rancio, del semen estancado, de las aguas servidas. Las escasas ocasiones en que lo advierte, ensaya una humorada: “Caramba, el grifo se ha vuelto a abrir…”, y la corona con una risa entrecortada, altisonante, de dentadura ostentosa y ortopédica, pero yo permanezco en silencio. Sospecho que juzga ese silencio como una forma de piadosa anuencia. Se equivoca. También guardo silencio cuando lo ayudo a vestirse y desvestirse, en el marco de una ominosa intimidad en la que caen como máscaras inútiles los doctorados honoris causa, los premios internacionales, las frases memorables y reiteradas hasta la irrisión. A cambio de todo ello se me ofrece un espectáculo de carne fláccida, temblores involuntarios y genitales inútiles. Y el olor. De todo ese cuerpo, en tránsito de muerte pero intocado por la agonía del goce, se desprende un olor de osario abierto, de absurda virginidad envejecida, de corrupción final y deshojada. Olor a ciego, pienso para mí misma. Pero es una reducción absurda, una simpleza. Lo que tiene es olor a viejo, a lenta degradación, a decadencia. Los gusanos tendrán sus entremeses, que no esperen festín ni bacanales; su carne es magra y seca: inútil para roer, inepta para saciar. Se ha tornado obsceno. O acaso lo fue siempre. Una obscenidad crasa, infantil, sostenida en cuartetas orilleras que celebran el coraje y la virilidad, dos invocaciones que en otro hombre delinearían el esbozo de una promesa, pero que en él ni siquiera alcanzan a construir un alarde. En los congresos, en las interminables ceremonias de premiación, en el agobiante minué de las embajadas se llena la boca como un niño goloso presentándome como “mi mujer”, un ingenuo atracón de hombría que lo deja satisfecho y a mí, inerme. Desde la más temprana infancia, mi padre me sumergió en las serenas aguas del shintoísmo. Supe de una vez y para siempre que cada piedra, cada animal, cada pétalo de rosa y el más humilde corte de madera fue, a su tiempo y en su hora, portador de lo sagrado, y como tal hay que reverenciarlo. Me entregué a los designios y a la sabiduría de mi kami: el espíritu protector que me corresponde, que se aloja desde toda la eternidad en lo más puro de mi corazón y al que sólo yo conozco y nombro. Guardo las formas de la liturgia y del recogimiento frente a la modesta majestad del kamidana, el altar shintoísta. Me fue dado el don de la armonía merced a la plegaria y a la contemplación. Ahora, con una frecuencia rayana en la desesperación, propia de quien ha perdido la gracia y se debate en el desasosiego, le imploro al kami que me otorgue la bendición de la templanza, que no me deje caer en la tentación del asco, que aparte de mí el cáliz del desprecio. Aún quiere escribir, como si deseara perdurar en una última inscripción, pero se reitera de modo penoso: tigres, laberintos, citas apócrifas: las añagazas de siempre, los trucos de un prestidigitador agotado. En la medida en que lo contemplo más recuerdo a mi padre, quien envejeció con la dignidad del asceta y el decoro de un sabio: en silencio y sin condescender al llanto. Él habla y llora: a intervalos regulares, puntuales y exasperantes; y si alguna vez conoció el decoro, lo ha olvidado a favor del ejercicio del escándalo: doméstico, portátil, a la medida del lector de suplemento literario y del espectador del noticiero televisivo: alguna declaración descomedida, el calembour repetido (y olvidado por quienes anteayer lo festejaron), la falsa modestia sofocando el rumor de la jactancia. Cuando las luces se apagan, cuando los micrófonos se cierran, cuando los oídos se agotan, cuando queda una sola espectadora a la que le es negado el privilegio elemental de la indiferencia, llora, lagrimea, habla de modo entrecortado y acezante reiterando mi nombre hasta disolverlo en la pura nada: llora por sus amigos, que sobreviven en una ciudad remota y bárbara; llora por su madre, que murió después de haber vivido hasta el abuso; llora por lo que escribió, por lo que no escribió, por lo que sabe que ya no podrá escribir; llora por lo que no vivió, porque la vida se le escapa, porque se intuye pletórico de muerte. Bendigo a mi padre, que me educó en el estoicismo: lo escucho, respondo con monosílabos que él transforma en citas inverificables, asiento, actúo un deslumbramiento que hace años dejé de experimentar. En el momento de la desdicha es necesario pensar que ése es, precisamente, un momento: pasa, transcurre y languidece, se alojará en la memoria o, si el kami nos es propicio y así lo dispone, se adelgazará hasta tornarse olvido. Fui formada en el ejercicio de la espera. Puedo esperar semanas, años, décadas sin abismarme en la desesperación, en especial cuando sé que espero lo ineluctable, aquello que va a ocurrir revestido con el rigor de un designio. Alude a viajes en común, enuncia nombres con el tono de un general que rememora sus victorias: París, Londres, Egipto, el Sahara, Texas, Filadelfia, Estambul, Creta…; son, en verdad, medallas ilusorias colgadas sobre un pecho vencido. Aquí la gente es reservada: a nadie le importa que ingrese dos veces por semana en cierto departamento de la rue du Rhöne para desfallecer en una agonía que tanto se asemeja a la plenitud; aduzco vagos compromisos, supervisión de contratos, paseos de compras; ambos sabemos que creerme es lo más conveniente o, lo que viene a ser lo mismo, lo menos vejatorio. Entre tanto, espero. Contemplo el cielo de Ginebra: es el contorno de mi celda, también será el de mi liberación.

Sobre El Autor

Osvaldo Gallone nació en Buenos Aires. Es escritor y periodista cultural. Publicó los libros de poemas Crónica de un poeta solo (Botella al Mar, 1975) y Ejercicios de ciego (Botella al Mar, 1976); los ensayos La ficción de la historia (Alción, 2002) y Lectura de seis cuentos argentinos (San Luis Libro, 2012; Primer premio en la Convocatoria Nacional Cuento y Ensayo, 2010). Y las siguientes novelas: Montaje por corte (Puntosur, 1985), La niña muerta (Alcobendas, España, 2011; Primer premio a la Mejor Novela en el III Premio de Novela Corta, 2011), Una muchacha predestinada (V.S. Ediciones, 2014; Primer premio a la Mejor Novela V.S. Editores, 2013), La boca del infierno (Evaristo Ediciones, 2016). Ha ganado diversos premios literarios tanto en España como en Argentina. Y colaborado, como periodista cultural, en medios nacionales e internacionales. Coordina desde hace tres décadas Seminarios de lectura y crítica literaria. osvaldogallone@hotmail.com

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