Conversatorio entre Pablo Brescia y Sandra Gasparini
Pablo Brescia nació en Buenos Aires y reside en Estados Unidos desde 1986. Publicó los libros de cuentos La derrota de lo real (Miami y México, 2017), Fuera de lugar (Lima, 2012; México 2013) y La apariencia de las cosas (México, 1997). También, con el seudónimo de Harry Bimer, dio a conocer los textos híbridos de No hay tiempo para la poesía (Buenos Aires, 2011). Reunió algunos de sus relatos en la antología cartonera Gente ordinaria (México, 2014) y en la antología electrónica ESC (Miami, 2013). Escribe la columna El alma por el pie para la revista cultural sub-urbano (Miami, www.suburbano.net). En su blog, Preferiría (no)hacerlo (www.pablobrescia.blogspot.com) comparte reflexiones sobre escritores, música y cine. Es también crítico literario y profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad del Sur de la Florida (Tampa).
El viernes 23 de junio del 2017 Pablo se reunió con la escritora, crítica y profesora Sandra Gasparini en el Bar Gorlami, San Telmo, Ciudad de Buenos Aires, para conversar sobre las propuestas de La derrota de lo real.
Sandra Gasparini (SG): En “Un problema de difícil solución” ese cadáver innominado es el problema mismo y a su vez indicia esa escritura descarnada, casi de posguerra que te caracteriza, con pocos adjetivos y plena de sustantivos que construyen pregnancias de los cuerpos, sus fluidos, su materialidad. ¿Cuál es tu relación con el género policial?
Pablo Brescia (PB): Soy lector del policial argentino y anglosajón, pero no me interesa el uso de los elementos codificados del policial como el detective, el crimen, etc. Lo que me atrae del género es la idea, en la que hacía mucho hincapié Borges, de plantear un problema. El problema como núcleo filosófico de un relato, digamos. Esto se relaciona mucho con la vida, ¿no? Porque surge una situación, no la entendemos y se presenta entonces el problema; eso se transforma en motor narrativo en la ficción. El otro aspecto que me seduce del policial, tanto del clásico como del negro, es la aparición o desaparición del cuerpo. Casi siempre hay un cuerpo. En otros libros míos también aparece esa materialidad de los cuerpos. Con esos ingredientes se produjo este cuento medio raro, que surgió de un sueño y de la idea poco original de despertarse con alguien que no esperas al lado tuyo.
SG: La protagonista de “Nada personal” dice: “Deambulaban como zombies, como si su brújula interior tuviera un desperfecto que solo un mecánico de objetos raros podría reparar. Así, exactamente así, me sentía yo. ¿Usted comprende la felicidad que significa saber dónde pararse, qué decir?”. Se trata de un cuento post-apocalíptico con guardias kafkianos que anuncian la despersonalización, el fin de la familia, la disolución. ¿Te interesan las distopías?
PB: Sí, ahí hay una especie de “lugar después”; me fascinan las distopías. Lo que me llama la atención en ese sentido es ver cómo discursos culturales como la literatura o el cine, que parecen anacrónicos a veces, anticipan lo por-venir. De algún modo, este es un relato sobre fronteras: hay una mujer que está caminando y se encuentra con un guardia que le pide papeles. Y ella le dice: “¿Qué papeles?” Yo me preguntaba: ¿cómo se lee esto ahora después de la elección de Trump en el país donde vivo? ¿Cómo se lee después de todo lo que ha pasado con las políticas de inmigración? Esto aparecería como uno de los núcleos de significado dentro de un texto desprovisto de nombres y de contexto social o geográfico. Me parece que interpela al lector desde allí.
SG: Tanto en “Las que lloran” como en “Fidelidad” reaparece, renovado, tu interés por la muerte y sus ritos (recuerdo también “Lapivídeo”, de Fuera de lugar, 2013, y “El señor de los velorios”, en la edición estadounidense de La derrota de lo real). También está ese interés en los restos (el perro que sigue al amo que ya es puro despojo) y en los excesos, los desbordes. ¿Podrías hablar de esas obsesiones literarias?
PB: Hay una preocupación existencial que se trasmuta en la literatura y ya se transformó en un tópico para mí. Pensaba en mis idas y venidas con Quiroga al respecto. Sus muertes en un principio me impactaron, luego se me hicieron efectistas y finalmente me di cuenta que lo que le interesaba a Quiroga era no la muerte en sí, sino el proceso del morir, qué pasa en esos momentos. Después de mi primer libro, me empecé a despegar de la idea de la muerte como acabamiento y me interesé más por el proceso mismo, ir hacia atrás, visitar rituales y ceremonias. “Las que lloran” surge de un artículo periodístico sobre las personas que trabajan de “lloradores profesionales” y en él aparece ese interés ya de otro modo: menos la muerte como hecho final y más qué hacemos los seres humanos cuando viene la parca.
SG: En “Pequeño Larousse de escritores idiotas” esos personajes parecen ser escritores de lo mínimo —de los mingitorios, de tarjetas de cumpleaños, y, además, aparece la construcción que la crítica hace de esos objetos, corpus literarios inflados. Paralelamente, podría decirse, hay un Larousse de críticos idiotas… ¿Cómo te llevas con las lecturas críticas de tus textos? También recuerdo que en “Melting Pot” se habla del oficio de escribir desde otra tierra. ¿Qué reflexión te merece eso?
PB: Hay una cierta ironía que recorre todo el libro y parte de ella va dedicada a la crítica literaria, una crítica que ejerzo. No estoy al tanto de lecturas críticas de mi obra, pero lo que siempre digo es que, como autor, cuando pones el punto final, el texto ya no te pertenece y uno se transforma en un lector más de él —un lector autorizado porque sabe cómo se armó, pero no más que eso. El autor no tiene la llave de la interpretación justa o única. Para mí, esa es una de las buenas funciones de la crítica: iluminar sectores que otros no ven. En cuanto a “Melting Pot” que es un cuento que examina el lugar común de Estados Unidos como país de fusión, hay, efectivamente, una reflexión sobre el proceso de escritura. Escribir es difícil, escribir en Estados Unidos es difícil y escribir en Estados Unidos en castellano es más difícil. Por cuestión de mercado editorial, en general se presta más atención a grupos inmigrantes con una larga tradición en los Estados Unidos: México, Puerto Rico, Cuba, República Dominicana. Los escritores provenientes de esos países se potencian más. Siempre digo que ser un argentino que vive en Florida y que escribe en español es como la periferia de la periferia de la periferia, ¿no? Esa situación, que puede desde cierto ámbito resultar negativa, da libertad, por otra parte, para abordar cualquier tema. O, por lo menos, trato de convencerme de eso.
SG: “Gestos mínimos del arte” introduce una variante con respecto a “Pequeño Larousse”: pasa de las borgeanas vidas apócrifas a las vidas célebres. Ya en Fuera de lugar, “Los acantilados del Tojimbo” se conecta con un personaje de la referencialidad histórica, Yukio Shige, y también en ese libro había un minucioso trabajo con las noticias y las biografías de escritores (la de D.F. Wallace, por ejemplo). Elegir como personaje a un miembro del Santo Oficio, a Tiziano o a Pedro de Alarcón en sus gestos mínimos antes de morir te permite realzar gestos que definen una obra, una vida. ¿Qué le agrega a la ficción trabajar con un personaje que tiene su correlato en el referente histórico?
PB: Hay escritores que piensan que la literatura viene de la vida y otros que piensan que viene de la literatura. Para mí, los mejores son los que combinan esas dos actitudes. En mi caso en particular, no puedo escribir sin estar leyendo. Cuando empecé este cuento estaba leyendo un librito que compré en Buenos Aires que era parte de una colección sobre ciudades vistas por escritores. Uno era sobre Venecia; en ese libro me entero de la historia de Tiziano. Y ahí comencé mi investigación. Me gusta crear apócrifos que aparenten ser reales y también tomar datos reales e insertar en ellos detalles como de vidas paralelas sin que se transforme en ficción histórica, la cual no me interesa. El relato trabaja con tres personajes históricos —un monje, un pintor y un escritor— que en cierto momento se aferran al arte y a la vida mediante esos “gestos mínimos”. Y a eso agrego la metaliteratura, el “morderse la cola”, en ese cuarto personaje femenino que descubre el libro, descubre a los otros tres, y, aunque esté todo escrito, también se pone a escribir.
SG: En “Puta, o Las Lenguas” se juega con la ambigüedad: Las Lenguas es un lugar, como la lengua, y el servicio ofrecido consiste en contar historias y escucharlas. La seducción de la prostituta está en las narraciones. ¿Qué relación guardan para vos lengua y patria? ¿Es posible hacer hablar a los que no tienen voz en la voz de la literatura?
PB: Hay un cuento que no está publicado en libro; se llama “El ladrón de besos”. En él, un gordo reúne a su audiencia en un bar y cuenta historias —ese día la del ladrón de besos— y la audiencia participa. Me gusta la figura del narrador que cuenta y absorbe. En el caso de “Puta, o Las Lenguas”, hay un experimento estilístico —es un relato hecho a base de preguntas con una sola narradora y los demás personajes hablan a través de ella— que presenta un subtexto porque ella depende del cliente para metamorfosear la historia que va a recibir. Es una especie de Sherezade de los tugurios. Y también este relato me dio lugar para experimentar con diversos registros lingüísticos hispánicos y contar microhistorias dentro de una historia mayor, por eso la idea de las lenguas, ligado en este caso a un discurso sexualizado que está medio desterrritoralizado; no sé si la patria es la lengua pero sí me parece que la lengua no es la patria. No me gusta posicionarme desde la idea de la “voz de los sin voz”; me parece artificial y arrogante, pero creo que lo literario es una voz que actúa siempre desde el margen, aunque no siempre lo represente directamente.
SG: “Mr. Black es hipocondríaco y tiene por costumbre palpar todas las zonas de su cuerpo en busca de algún pólipo o de algún lunar agrandado. Cree que estar saludable es una invitación a la enfermedad y que hay que pensarse enfermo para conservar la salud”. En “Un día en la vida de Mr. Black”, en el que abundan el humor y el absurdo, el protagonista se reactiva gracias a una enfermedad que logra desestructurarlo. ¿Qué importancia tienen en tus cuentos estos elementos?
PB: Sin el absurdo no se puede resistir ni en la literatura ni en la vida. Me aburre la literatura seria, acartonada. Lo principal para mí es la ironía, esencial en el arte según creo. En este relato hay una historia terrible, un diagnóstico de enfermedad que transforma al personaje y lo hace una especie de Hércules tragicómico que intenta enderezar entuertos que no son tales. En él me permití jugar un poco más con el humor que, por ejemplo, con los cuentos del primer libro, La apariencia de las cosas.
SG: En La derrota de lo real y en textos de libros anteriores también es posible adivinar tu interés por la divulgación científica y las noticias de curiosidades. ¿Cómo surgió la idea inicial para pensar el escalofriante “Los monólogos de la placenta”?
PB: La idea del relato surge a partir de una nota que leo en el New York Times sobre la placenta. Tengo un interés por lo que aparece en los diarios, en las noticias, y trato de ver qué se esconde detrás. En el caso de “Los monólogos de la placenta”, está claro que para un hombre la maternidad es un interrogante insoluble. No me parece casualidad que haya muchos personajes femeninos en el libro; me interesa imaginarme en una posición de fuera y desde allí construir la observación. En el cuento lo que más me interesó es pensar la idea de un ente que invade un cuerpo y, en la mayor parte de los casos, termina siendo un ser humano. Trabajo entonces con ese concepto allí.
SG: Por último, ¿lo real aparece derrotado en este libro? ¿O engrosado por otras dimensiones?
PB: Si no derrotamos a lo real desde el arte, ¿desde dónde entonces? Creo que el libro lo que intenta es engrosar las dimensiones de la realidad, que, aunque hermosa, se transforma tantas veces en intolerable. Ante tanta oscuridad, el arte transforma la realidad, sin dudas, pero también te hace la vida llevadera. La literatura tiene la capacidad de hacer la vida más nuestra, me parece.
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