Recuperamos esta narración publicada hace exactamente 10 años en la edición original de Revista Seda.
Justo al otro lado del mundo existe un país muy grande llamado Mongolia. Mongolia es un lugar hermoso, aunque no de la forma en que nosotros concebimos la hermosura. No hay vastos campos sembrados que se extiendan a lo lejos, ni selvas espesas que rebalsen de animales, ni un hermoso océano plateado en el que uno pueda perder la vista. Sin embargo, sí tiene muchos otros paisajes que lo hacen un lugar maravilloso. En lugar de campos, hay interminables rebaños de ovejas y cabras que colorean la estepa con su vaivén. En lugar de selvas, existe un cielo azulísimo cortado por un solo horizonte circular. Y a falta de mar, el mongol deja vagar con deleite su mirada en la inmensidad del desierto.
En Mongolia hay un hombre que en este mismo momento se siente muy triste. Es un hombre común, nada en él se destaca como una característica llamativa. Es de estatura promedio, flaco, de barba rala, con el cabello oscuro no muy largo y los rasgos duros del invierno. Tal vez tenga los ojos un poco demasiado juntos. Un sentimiento de soledad le atraviesa el ombligo y le enturbia la mirada. En sus mejillas se destiñe el hollín de sus dedos. Hace frío, y él no se encuentra suficientemente abrigado.
Encontramos a este hombre sentado en la orfandad de una colina baja y redondeada. Mira a lo lejos sin mirar. El viento helado se le cuela por la espalda y le eriza la piel. Junto a él, a dos metros, yace el cuerpo frío de un perro muerto. El pelaje amarillo del animal flamea como una bandera de derrota. Una mueca rígida le abre apenas la boca y asoman los dientes que hasta ayer eran blancos.
El hombre acaricia el cadáver con su mirada afectuosa y recuerda la vitalidad de su amigo, su vigor y la fuerza que hoy le faltan. Los recuerdos felices de su único amigo se agolpan en su mente. Se apodera de él un sentimiento de limitación como no había conocido antes, un dolor profundo, no tanto por su intensidad sino porque proviene de lo más hondo de su carne. Y entonces, allí en la perfección del aislamiento, comienza a suceder:
Sintió cómo se hinchaban. Fue una percepción minúscula, pero maliciosamente exacta. La humedad comenzó a condensarse leve bajo sus párpados. Las pestañas se erizaron estáticas y la piel blanda que cubre la cavidad de la órbita, justo debajo de su ceja derecha, comenzó a palpitar.
Quiso contenerse, retractarse. Abrió curioso los ojos en una mueca de mudo asombro, como queriendo absorber, reabsorber lo que ya era inminente. La suave brisa que acariciaba su rostro se convirtió de pronto en viento helado y tormenta. El frío le congeló las córneas, la pupila se contrajo, el dulce iris empalideció. Y entonces, subrepticia y absolutamente contra su voluntad, una lágrima asomó tímida desde el ángulo del ojo, por detrás de la bolsilla rasgada, donde se confunde la blancura del globo con la carne rosada. Lloró.
La lágrima pareció arrojarse desde un peñasco desierto al vacío. Pero no cayó libre. Como si poseyera en su ser un magnetismo enorme se aferró a la mejilla y se deslizó delicada por su rostro. No tardó en acomodarse y organizarse en forma de gota: redondeada, ancha por debajo, soportando la caída, afinándose al final, despeinada, como la cola de un mísero cometa hídrico que se va desgastando en su viaje hacia ningún lugar.
Pero ésta no era una lágrima cualquiera. Llevaba en sí toda la sal del océano. Era un protilo primordial que daba vida a todo un universo de sentimientos y emociones. Y en su reflejo traía la imagen del ojo que la había llorado. Así es, el mismo ojo viajaba en el interior de la gota como el espíritu se halla y no se encuentra en el cuerpo, como su esencia… Y mirando en detalle se podía observar cómo ese ojo llorado por sí mismo a su vez lloraba una sola lágrima, todo dentro de la lágrima. Y en esa meta lágrima se observaba otro ojo, el mismo, que se lloraba a sí mismo dentro de una lágrima tercera. Y así ad infinitum.
Cada nueva lágrima era efecto de la anterior y causa de la siguiente, como una rueda kármica encerrada entre dos espejos. Tal vez cuanto más se profundizaba, cuanto más se alejaba de la original, más dolía. Quizá la que estuviera más cerca del infinito se encontraría potenciada homeopáticamente a tal punto que el dolor dejaría de doler y transmutaría en dicha. Y es que sabemos que los extremos se tocan.
Y en eso, justamente, radica la eternidad de la lágrima. El llanto comienza y termina, pero cada una de las lágrimas que emanan son eternas. No han comenzado nunca, pues ¿quién puede asegurar que toda nuestra vida no transcurre dentro de una lágrima que fue llorada por un nosotros más grande, más alto? Y no acaba, ya que ¿quién dice que en las lágrimas lloradas no hemos derramado, sino un mundo nuevo, al menos, algo de nosotros mismos?
Pero esta lágrima que corría desnuda por su rostro debía recorrer aún un camino que no había sido trazado. Y así entró ligera en la barba, y de ahí, ya nadie supo qué fue de ella. Quizá se desintegró en mil pequeñas gotas y cada una de ellas siguió su camino por un vello distinto, en cuya punta se habría estacionado y se habría entregado a pudrirse lentamente. Tal vez logró mantener su coherencia a través de la selva de cabellos, esquivando todo desvío inusitado, hasta el mentón, donde habría pendido durante un segundo, se habría estirado sensiblemente hasta desprenderse y habría caído al suelo polvoriento. Pero ¿quién sabe qué hay más allá de las puertas del rostro?
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