En el año 1983 yo era un boludón de 15 años que ya llevaba menos de 8 consumiendo rock ávidamente -ergo, la mitad de los que había vivido hasta entonces- pero que todavía no había asistido a ningún show de música en vivo. Ni de rock, ni de tango, ni de folklore, ni de nada. Mi única medalla a relucir era haber visto en directo a Pipo Pescador en una fiesta infantil en el club del que éramos socios junto a mi familia. Y si bien a lo largo de esos tempranos años ya me había encargado rigurosamente de acumular suficientes discos de los Beatles, Stones, Led Zeppelin, Deep Purple, algo de rock de los ’50s, y demás, cuando uno es adolescente casi en general llega invariablemente esa necesidad de comenzar a indagar sobre otros ritmos. Para el caso, entre todos los nuevos sabores a experimentar, yo estaba encandilado con Van Halen. Algunos de los que nos había tocado nacer en este hemisferio, siempre tan lejos de todo, ya los habíamos descubierto gracias a la magia de los, aaah, “videoclips” en programas en TV del tipo Música Prohibida Para Mayores (que salía por la vieja señal ATC, más tarde devenido en Canal 7, y hoy Televisión Pública) Eran los años 1980 y 1981 y cada tanto aparecían videos de sus primeros dos discos (Running with the Devil, o You Really Got Me, quizás alguno más), que por supuesto aquí habían llegado con la correspondiente demora, habiendo sido ambos lanzados al final de la década del ’70. Van Halen “in motion” resultaba irresistible, un festival de imagen y sonido comandado por los movimientos del gran David Lee Roth, uno de los mejores frontman de la historia del rock, siempre bien acompañados de las excitantes notas que disparaba su co-equiper Eddie Van Halen, dueño del nombre del grupo. Todo aquel colorido se potenciaba aún más gracias a la llegada de las primeras emisiones de TV, ahora sí, a todo color. Al bajista Michael Anthony y al baterista Alex, hermano de Eddie, los dejábamos un poco de lado. Por más que uno lo intentara, pasaban a un segundo plano, obnubilados por la presencia de Diamond Dave y el enorme Eddie.
Por eso, cuando se anunció la llegada del cuarteto a Buenos Aires en medio de su gira Hide Your Sheep -que había comenzado en USA y luego continuando el periplo en tierras sudamericanas que se inició en Caracas (sólo porque aunque-Ud.-no-lo-crea alguna vez ocurrían cosas por el estilo en Venezuela), Sao Paulo, Rio, Porto Alegre y Montevideo, antes de cerrarlo con dos fechas en Buenos Aires, y con un show final de vuelta en casa en el legendario U.S. Festival en Devore, California, había una misión por cumplir a rajatabla. Así las cosas, mi mente se nubló completamente e impidió ponerse a pensar en otra cosa que no sea verlos en vivo. No hace falta agregar que para entonces las visitas internacionales de artistas de rock eran escasas, con Queen siendo el último supergrupo que nos había visitado hasta entonces en 1981, show al que no pude asistir por estar en ese momento lejos de la Capital en plan vacaciones familiares. Para colmo Van Halen aparte llegaba en uno de sus mejores momentos, al ritmo de su nuevo LP Diver Down (sí, ese de la tapa roja con la franja blanca en diagonal) y su combo de versiones que nos tenían absolutamente posesos, empezando por Where Have All the Good Times Gone (el cover de los Kinks que abría el disco, como si eso de haberse encargado anteriormente de You Really Got Me no les hubiera resultado suficiente), la de Pretty Woman del gran Roy Orbison- que se usó como corte de difusión del álbum- o mejor aún la muy funky de Dancing in the Street, la canción de Martha and the Vandellas que supimos conocer bastante antes que la grabaran a dúo Jagger y Bowie. Oh sí, los chicos del grupo no sólo eran muy buenos músicos, sino que además derrochaban buen gusto. ¿Cómo resistirse entonces a la chance de poder ver en vivo y en directo por más de dos horas a lo que hasta el momento sólo se limitaba a alguna aparición televisiva certera, por cuya materialización había que rezar de rodillas, o una imagen en alguna de las escasas revistas que ofrecía el mercado? Van Halen tocaba en febrero en el estadio de Obras Sanitarias y, pase lo que pase, había que estar allí. Porque, repito, nada pero nada podía anteponerse a semejante hito histórico. Recuerdo perfectamente dirigirme a la oficina del club sita en la calle Paraguay del Centro porteño una mañana para adquirir mi entrada, la cual aboné más que conforme gracias a alguna ayudita del bolsillo de mamá. De ahí en más solo se trató de esperar pacientemente hasta aquel 11 o 12 de febrero (los shows fueron dos, pero no logro rememorar en cuál estuve, si bien supongo fue el primero, dada mi ansiedad por verlos) Al fin y al cabo se trataba de mi primer concierto en vivo, y a cargo de la banda que me deslumbraba. Y aún en tiempos de dictadura, cosa que a mí me tenía sin cuidado, más que seguramente por no haber estado al tanto de la situación político-social del país en aquel momento, al igual que mis colegas quinceañeros. Vaya debut. Sin más compañía que la de yo mismo, habré tomado algún colectivo hasta Barrancas de Belgrano, y de ahí algo que me acercara al mítico templo de la Avenida Libertador al 7300. Ingresé al estadio aproximadamente una hora antes del inicio de la velada, y hasta trabé algunas palabras con el recordado presentador Marcelo Bello, a quien por algún motivo yo consideraba estrella de la casi invisible farándula musical televisiva local. El grupo abrió con Romeo Delight -VH en versión heavy metal clásico, de su tercer disco Women and Children First, el cual yo tenía en cassette (bah, como los otros discos) para luego pasar a Unchained, mi canción favorita del cuarteto, y de mi álbum predilecto de la banda, Fair Warning, el cuarto de su carrera. Todo era calor y entusiasmo dentro del pequeño recinto de Obras, más allá de las condiciones climáticas propias de cualquier verano en Buenos Aires, con un David Lee Roth con saco largo a cuadros negros y amarillos en su rol de maestro de ceremonias. Fueron 25 canciones donde no faltó absolutamente nada, atreviéndose incluso a versionar Summertime Blues de Eddie Cochran.
Pero hubo un detalle adicional que sólo los que estuvimos allí presentes, en pleno carnaval de hard rock californiano, recordamos con ahínco, y fue el altísimo volumen al cual tocaron que por momentos parecía hacer que el techo del estadio salga volando en pedazos. Todos absolutamente todos los asistentes terminamos con una suerte de tinnitus que nos duró varios días, y si alguien te decía que había estado allí y no había terminado con zumbido de oídos durante días, lo más probable era que intentaba engañarte. Tiempo después, el veredicto final indicaría que el grupo, o sus sonidistas, habían omitido deliberadamente -o no- que esta vez les tocaba actuar en un perímetro techado. Por el resto, todo quedaba en manos de tu otorrinolaringólogo de turno. Entre tanto Michael Anthony llevó adelante un solo de bajo cuasi insoportable, potenciado por una máquina de efectos. Cerveza en mano, y más que seguro con unas cuantas más en el hígado, no tuvo mejor idea que cerrar su performance personal arrojando el instrumento al piso y luego saltar sobre éste, lo que le originó un resbalón de novela y terminar casi con la nariz sobre el piso. Algo similar sucedió con Alex Van Halen, que aporreó su batería hasta hacernos añicos los tímpanos, otro crédito de la máquina de efectos que habían traído los muchachos. Al menos hasta que Eddie acabara curándonos de todo los males posibles con su solo en Eruption, mientras uno intentaba adivinar donde escondía la tercera y la cuarta mano. Todo esto sumado al incuestionable carisma de un bastante ebrio pero feliz David Lee Roth -a decir verdad, bastante pasado de copas- que no le impidió llevar adelante sus destrezas escénicas, incluyendo sus ensayos de pasos de karate (como Elvis, pero en excelente estado físico) y su show personal cuando, guitarra acústica en mano, improvisó una balada sin título para homenajear a los locales en la que todo empezaba y terminaba en “oooh Argentina, oooh eres linda…”, y en perfecto español, claro está. Tampoco se privó de ejercitar una vez más la lengua local diciendo frases inolvidables sobre el país como eso de “donde las mujeres son bonitas, y los hombres machas” (sic) ATC transmitió la totalidad del show días después, al igual que la señal de FM de Radio del Plata lo hizo con el audio completo del concierto, y la revista Pelo puso a Roth en tapa reconociendo que Van Halen “vino, tocó y mató”.
Por supuesto, soy de los que piensan que VH se acabó una vez que Diamond Dave abandonó el grupo. Hice todo lo posible para que me gusten con Sammy Hagar, pero todo intento resultó infructuoso. Y ni hablemos de lo que vino después, pero para entonces yo ya tenía la cabeza en otro lugar.
Sabíamos lo del cáncer de lengua de Eddie desde hacía ya unos cuantos años, pero pensamos que lo había superado. Seamos honestos en la medida que sea posible, la desaparición del grupo del ojo público y sus retorcidas vueltas hacían que los tengamos un poco olvidados. La noticia de la repentina muerte de Eddie, a mí entender el último arquitecto de la guitarra eléctrica de rock (tan revolucionario como sus ídolos Hendrix o Jeff Beck, y hasta me atrevería a decir que inclusive un poco más por su carga innovadora y su influencia infinita) estremece como pocas cosas. Si hasta Clapton dijo que Eddie había reinventado el instrumento… Abruma no solamente porque sigamos transitando un año por demás particular, con Tánatos sobrevolando el planeta, y aún promediando las últimas hojas de almanaque de un cruel 2020 en la que nos han dejado muchos, por lo pronto sin luz al final de horizonte. Con la partida física de Eddie, se nos va una buena parte de nuestra adolescencia, en tanto y en cuanto nos reconozcamos humanos y lo suficientemente sensibles como para no lograr evitar que así resultase.
Tengo un amigo que, en cada ocasión que compartíamos juntos algún video de Van Halen, solía molestarse, si bien irónicamente, y muy obsesionado formularme la misma pregunta olvidándose que ya lo había hecho antes en cada ocasión posible: “¿Por qué Eddie Van halen se ríe siempre? Siempre está riéndose”. La pregunta me resultaba risueña, paradójicamente hablando. No recuerdo mi respuesta exacta, pero soy de suponer que si le contestaba algo era para decirle que el tipo de la guitarra a colores, el último gran héroe de la guitarra que se encarnaba en una suerte de Mozart electrificado, seguramente estaba feliz al hacerlo. Porque si eso de que todo tiempo pasado fue mejor pueda llegar a cobrar alguna veracidad, dejemos entonces que los buenos recuerdos nos ganen de mano y así intentar superar las noticias tristes. ¿Dónde se han ido los buenos tiempos?, se preguntó alguna vez Ray Davies. Vaya a uno a saberlo, pero seguramente forman parte del tesoro artístico que Eddie y compañía nos dejaron. Es la mejor parte de las cosas que no tienen vencimiento.
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