Posiblemente Goethe sea, junto a Cervantes y Shakespeare, uno de los escasos sobrevivientes de lo que hasta hace poco tiempo se llamaba, sin tantas suspicacias, “cultura universal”, del mismo modo en que así eran consideradas obras como la Commedia de Dante, el Bhagavadghita o Las mil y una noches. En 2016 se cumplió el IVº Centenario de la muerte de los autores del Quijote y de Hamlet, de tal forma que existieron numerosas actividades, congresos, simposios y seminarios, en torno a sus personas y a sus obras. En cambio, Goethe, menos bulliciosamente, con su mundo fáustico, siguió y sigue cumpliendo su tarea de reflejar cierto “espíritu del mundo y de la época”.
Por ese tiempo, una versión completa del Fausto, realizada por Miguel Vedda, y la medulosa biografía de Safranski, fueron el pretexto que necesité para efectuar una acotada visita a una de las mayores obras de los dos últimos siglos. Posteriormente, otros libros y otras traducciones me instaron a dar por finalizada esta excursión que es, sin metáforas ni hipérbole, verdaderamente inagotable.
Con su primera novela, Werther, publicada en 1774, Goethe, nacido en 1749, en la ciudad de Frankfurt, se situó como una figura central del romanticismo, movimiento al que, sin embargo, sobrepasó por la vastedad y complejidad de su obra. Ella ha expresado esa enorme variedad de matices que tuvo la cultura europea de esa época, que cabalgó entre el Iluminismo, el Romanticismo y los comienzos del Realismo, etiquetas que simplemente son indicativas de la heterogeneidad que vivían los numerosos Estados que asistieron a la Revolución francesa, a la creación de la primera República, como al Imperio napoleónico y a las primeras guerras masivas, denominadas “la nación en armas”.
La biografía de Rüdiger Safranski, Goethe. La vida como obra de arte, (Tusquets, 2015), al igual que antes lo hiciera con su memorable libro sobre Heidegger, Un maestro de Alemania, supera con creces los límites del género, ya que son numerosas sus reflexiones sobre la proyección de una vasta obra que vuelven al libro tanto un ensayo como una biografía propiamente dicha, donde el centro lo ocupa la fusión entre vida, naturaleza y arte que hay en Goethe. Safranski comienza su voluminoso trabajo citando una ironía para luego refutarla: “Goethe es un acontecimiento en la historia del espíritu alemán…, un acontecimiento que, a decir de Nietzsche, careció de consecuencias”. Casi está demás decir que, en este caso, su habitual poder de clarividencia no le fue fiel al autor de Zaratustra.
Al final de su larga vida (murió en 1832), una de las cosas que, las nuevas generaciones, más le reprocharon a Goethe (entre ellos Heinrich Heine) era su indiferencia por los sucesos políticos e históricos de Alemania. Ya comenzaba a despuntar el tardío (en comparación con Inglaterra y Francia) nacionalismo alemán, que como se sabe encontró su culminación en Hitler. El movimiento de la Joven Alemania se quejaba de que Goethe era “un árbol poderoso que los pone a todos a la sombra y los atrofia”. Antes de este juicio descalificativo, Goethe se les había anticipado al decir que “el sentido de la libertad y el amor a la patria que muchos creen heredar de los antiguos, se convierten en una figura grotesca en la mayoría de la gente”. Esto fue dicho en relación con la dificilísima situación del ducado de Weimar, cuando se produjo la invasión napoleónica de 1806, y del cual dependía su trabajo y hasta su vida.
En realidad, la tensión entre el cosmos y la polis tenía antecedentes muy remotos. Con frecuencia una civilización, con todos sus meandros, encuentra una zona específica para echar sus anclas, pero ese lugar no puede quedar reducido, en la mirada de Goethe, a una región determinada. El “espíritu” es más inasible que cualquier sitio concreto y es en él donde debemos encontrar la explicación de una época. Coincidencia relevante entre el autor de Fausto y Hegel, el predecesor de Marx.
Todavía faltaba más de medio siglo para que comenzara el reinado universal de Marx y los procesos de la sociedad fueran comprendidos desde una globalidad. Marx, pese a su devaluación actual, tiene el enorme mérito de haber sido el primero en percibir lo que había significado la incorporación y explotación de América y de la masa atlántica para “la acumulación primitiva del capitalismo”. Sin esta apropiación la hegemonía planetaria de Europa hubiera sido impensable. Justamente fue Marx quien consideraba a Shakespeare uno de los mayores escritores que había dado la humanidad, además de sus aportes decisivos para la comprensión de los procesos históricos y sociales.
Si bien Werther fue la novela epistolar que lanzó a Goethe, desde muy joven, a una fama internacional que no cesaría jamás, al punto que la leyenda asegura que después de su lectura los jóvenes se mataban por decenas, y lo volvió una figura estelar de todo el mundo europeo, y si bien Las afinidades electivas y su Wilhem Meister tuvieron una gran repercusión, puede decirse sin temor a equívocos que fue Fausto, la tragedia que lo ocupó hasta el final de su vida, el que lo proyecta decididamente hasta nosotros, hasta nuestro mundo global y técnico, donde la voracidad por el conocimiento ha incitado a nuestra especie humana a aventurarse hasta el planeta Plutón y las ondas gravitacionales, después de haber arruinado nuestra hostigada Tierra. Sin el mito fáustico y el presunto dominio de la naturaleza no nos encontraríamos con una crisis planetaria (o al menos no de esta forma) de la que nadie se atreve a afirmar su resolución. Safranski nos muestra un Goethe expuesto a su tiempo, al arte de su tiempo, como asimismo gravitando sobre él.
Nuevos Faustos
En la colección Colihue Clásica de la editorial del mismo nombre apareció, a fines del 2015, una versión completa de esta obra fundamental de la literatura. Miguel Vedda realizó una cuidadosa traducción, acompañada de un vasto aparato crítico, que seguramente le demandó muchos años de trabajo. En 1970, el Fondo Nacional de las Artes con la editorial Sudamericana, había publicado, a mi juicio, la excelente traducción de Silvetti Paz, con libertades que algunos juzgaron pertinentes y otros excesivas, pero sólo de la primera parte del Fausto. La otra traducción digna de mencionarse es la que realizó hace muchas décadas Rafael Cansinos Assens (“mi maestro” según Borges) y que todavía circula en la editorial Aguilar, en uno de los volúmenes de las Obras completas del autor de Wilhelm Meister. Además de las numerosas variantes de esta leyenda germánica, que formaba parte de la tradición oral desde por lo menos el siglo XV, la tragedia de Goethe fue precedida en doscientos años por la pieza del dramaturgo inglés Christopher Marlowe.
El Fausto, cuyo esbozo inicial se remonta a la época de Werther, y cuya segunda parte fue terminada en 1831, muy poco antes de su muerte, llevándole así más de cinco décadas su completa elaboración, ofrece enormes dificultades de abordaje desde la “Dedicatoria” escrita en 1797 y compuesta en octava real. La enorme variedad de metros y rimas empleados por Goethe en su opera magna impide que una traducción, cualesquiera sean sus méritos, pueda ser juzgada con una sola vara. Debería bastar con subrayar que la enorme tarea de verter a otro idioma una pieza de esta magnitud no puede realizarse sin muchos sacrificios de los logros del texto original. La vieja locución italiana traduttore tradittore nunca está tan bien aplicada.
Stefan Beyer, en un artículo aparecido en la UNAM, ha efectuado un estudio comparativo (antes de la aparición de la versión de Vedda), donde distribuye méritos y deméritos más bien de tipo técnico, acorde a la diversidad métrica del Fausto, sin detenerse en la “sensibilidad” o eficacia poética de las traducciones versificadas. Como ya lo señaló magistralmente Deleuze, “no hay ciencia del sentido” por lo que el juicio estético dependerá de muchos factores.
Las posibilidades de una traducción son innumerables. Veamos un pequeño ejemplo de la “Dedicatoria” que abre la obra. Miguel Vedda: ¡De nuevo os acercáis, vacilantes figuras,/Que en otro tiempo os habéis mostrado a la turbia mirada!/¿Acaso intento esta vez reteneros? Por su parte, en la versión que se supone que es de Raúl Gabás, traductor del libro de Safranski, podemos leer: ¡Os acercáis de nuevo, figuras oscilantes!,/Llegasteis turbias en la mañana;/Quiero ahora retenerlas seguras. En la clásica y casi centenaria de Roviralta, hecha en prosa: “De nuevo os acercáis, vagas figuras que allá en los días de mi juventud ya os mostrasteis a mi turbada vista. ¿Intentaré reteneros esta vez?” En la actualidad se podría proponer, modestamente, por ejemplo: Vacilantes figuras ¿nuevamente estáis cerca / mostrándose a la mirada turbia al igual que antaño? / ¿Acaso esta vez intento retenerlas? Como puede observarse, existe ciertamente una imposibilidad de fijar una traducción definitiva de cualquier texto, menos de una obra de esta dimensión. Pero no por eso es menos loable la tarea de Vedda al acometer esta tarea.
En 2016, Penguin Random House recuperó, también en una edición bilingüe, la traducción que había efectuado Pedro Gálvez, aparecida en 1999, con un prólogo de Eugenio Trías, en la editorial Millenium de Madrid y en la cual trabajó largos años. Esta nueva publicación de Penguin se basó en la versión “original” del texto de Goethe, adecuando la traducción de Gálvez a esta nueva situación. Algunos críticos señalaron las excesivas libertades de Gálvez, pero hasta donde yo pude examinar su contenido sólo encontré aciertos como, por ejemplo, en estos dos magníficos versos: Nada tenía y, sin embargo, tenía lo suficiente: El afán de saber la verdad y el placer por el engaño.
Por último, no quisiera dejar de señalar la nueva edición del Fausto, corregida y bilingüe, preparada por Helena Cortés Gaudana, aparecida recientemente en el fatídico 2020, en la editorial Abada de Madrid, sobre la base de una versión anterior de la misma traductora, efectuada en 2010. Esta editorial se encuentra realizando la hazaña de publicar las Obras de Walter Benjamin, en 11 volúmenes, de acuerdo con el primer ordenamiento de los textos efectuado por Gershom Scholem, a quien Borges incluye en su poema El Golem, y Theodor W. Adorno. El poeta y ensayista Juan Barja, quien fue director del Círculo de Bellas Artes durante 15 años, cofundador de la editorial mencionada, cumplió un rol decisivo en esta tarea.
En el principio era la acción
Ha sido Francis Bacon, a comienzos del siglo XVII, quien fue el primero en formular de manera tan contundente que “ciencia y poder son una sola y una misma cosa”. Esta afirmación angular en el desarrollo de la filosofía moderna, que en parte continúa gobernándonos (Hiroshima ha sido un ejemplo elocuente de esta manera de comprender el mundo), se completa con Descartes, Galileo y otras pocas grandes figuras. Goethe retoma la problemática del modo en que el hombre se sitúa en el mundo, aunque desde un punto de vista estético. La leyenda y la tragedia de Fausto abordan el complejo problema del poder que se deriva del conocimiento.
De un modo un poco esquemático se puede decir que la tragedia es lo inevitable, es el destino que el hombre no puede torcer y que acaece por su condición y no por una responsabilidad individual. Así como Agamenón no puede evitar sacrificar a su adorada Ifigenia para poder levar anclas rumbo a Troya, Fausto no puede escapar a su “deseo” de querer conocerlo todo. Nos dice Safranski: “Mefistófeles no es ninguna figura diabólica. El hombre demoníaco tiene una energía enorme, también en lo positivo”. Se observa con claridad que este furor por un conocimiento que presuntamente nos llevaría a “dominar la naturaleza”, se ha transformado en la máxima acechanza de nuestra sobrevivencia.
Cuando Mefistófeles desplaza la aseveración bíblica de que al principio era el Verbo, en beneficio de la acción, le abre a Fausto posibilidades inconmensurables, ya que todo está al alcance de nuestras manos para ser modificado. Quizás el primer antecedente de los “robots” concebidos por el checo Karel Capek, en 1921, no sea sólo la criatura de Frankestein de la novela de Mary Shelley, sino también lo que “el espíritu que siempre niega” (según su autodefinición) le susurra a Fausto. En la segunda parte Mefistófeles concluye que “a fin de cuentas / dependemos de las criaturas que hemos hecho”.
Junto a la acción, lo que ha llegado casi intacto hasta nosotros del Fausto de Goethe ha sido su conocida fórmula de “lo eterno femenino nos atrae hacia lo alto”. En su mundo femenino se reúnen lo etéreo con el bajo vientre, la pasión desenfrenada con el mito mariano y las leyendas germánicas, la excelsa ambigüedad de una fuente de vida que nos deposita en la muerte. “Margarita: ¡Mudo está el mundo como la tumba! / Fausto: Ojalá no hubiera nacido”.
Al igual que los grandes artistas que nos revelan los aspectos paradojales del mundo, Goethe buscaba la armonía en el arte de la composición y, sin embargo, a sus 80 años, pidió la mano a los padres de una adolescente de 15, bajo el desconcierto y burlas de la corte. Fue gentil, pero firmemente rechazado. ¿Creyó en verdad que el aspecto demoníaco de la naturaleza humana lo preservaría de la usura del tiempo? Tras de sí dejaba un espléndido verso de Fausto frente a Helena: “La existencia es un deber, aunque no dure sino un instante”.
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