Cuando tenía catorce años le pedí a Marcelo, mi profesor de literatura, que me recomendara una “buena novela de ciencia ficción”. En ese momento yo ya leía mucho (sobre todo, literatura juvenil) y me gustaba el género: ciencia ficción y fantástico eran mis preferidos. Me acerqué y, cuando terminó esa clase, me fui al recreo (o al almuerzo) con la recomendación de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick. Después de salir de la escuela, mientras comprábamos medialunas en la panadería de la esquina, le pregunté a mi mamá si conocía la novela. “Algo con androides y ovejas”, le dije, porque el título para mí había sido extrañísimo y no entendía por qué alguien le pondría al título de una novela una pregunta, y menos una pregunta que involucrara androides y ovejas eléctricas, aunque supiera que era una novela de ciencia ficción. Me respondió que sí y quizás con eso me quedé un poco más tranquila. A los dos días mi mamá volvió de uno de sus habituales recorridos por la avenida Corrientes con el libro de Dick en la edición de Edhasa.
Empecé a leerlo y no entendí nada. No me acuerdo si no lo dejé y lo retomé meses después. No era la ciencia ficción que, dos años después, leería con ese mismo profesor de literatura; no era la ciencia ficción de Asimov, ni siquiera la de Bradbury. ¿Qué era, entonces? Terminé por fin la novela sabiendo que no había entendido nada. Al principio, un personaje que se llama Rick se despierta y comenta con la esposa que el vecino está intentando acceder a un catálogo para comprarse una oveja eléctrica, porque los animales ya no pueden vivir en la Tierra. Me preguntaba: ¿cómo que se quiere comprar una oveja eléctrica? No entendía cómo podía ser. ¿La ciencia ficción no era de robots, viajes en el tiempo y en el espacio? Lo máximo que había experimentado fuera de esas reglas clásicas del género era las sociedades distópicas de las novelas adolescentes tipo Los juegos del hambre, que en ese momento habían explotado. Cada libro juvenil que salía, era una distopía. Yo había leído la trilogía de Suzanne Collins y alguna que otra más (la extrañamente levreriana Maze Runner) pero después me alejé de todo eso, más por un temprano esnobismo adolescente que porque realmente no disfrutara con esas lecturas.
El gusto por los géneros lo arrastraba desde mis primeras lecturas de Harry Potter, pero después de esos siete libros no había leído mucho más (del género, porque sí leía muchísimo). ¿Sueñan los androides…? fue entonces mi primer libro de ciencia ficción “adulto”, alejado de la literatura juvenil y alejado también, aunque sin pretenderlo yo, de los temas clásicos del género. Terminé el libro convencida de que me había gustado, pero sin saber realmente qué había leído. ¿Cómo podía ser que en un libro de ciencia ficción hubiera tests de empatía, religiones y traslados a mundos temporalmente alejados del “real”, pero no a través de una nave espacial ni una máquina del tiempo, sino a través de una droga? Eso no era la ciencia ficción que yo conocía y no entendía por qué mi profesor me lo había recomendado. Simplemente le dije que me había gustado. Pero ¿realmente me había gustado, si no había entendido nada? Sospecho que, más que gusto, el sentimiento que me había quedado al final de la lectura era el de ser consciente de que había leído algo “bueno”. Me lo había dado mi profesor de literatura, entonces obligatoriamente tenía que ser bueno. Unos días o semanas más tarde vi la película que dirigió Ridley Scott. Obvio, tampoco entendí nada. En ese momento yo tampoco miraba películas, solo la vi porque había leído la novela. Después le comenté a mi profesor que la había visto y me dijo “sí, está buena, pero es otra cosa”.
Recién al año siguiente leí otra novela de Dick, El hombre en el castillo. No era ni ciencia ficción clásica, obvio, ni tampoco ciencia ficción como la de ¿Sueñan los androides…?. De pronto había hombres que hablaban de Dios de una forma extraña, no como la forma en que hablan de Dios los papas, los pastores o la gente común que va a la Iglesia. De nuevo, una experiencia rara con Dick. ¿Por qué alguien escribiría una novela en la que el Eje ganó la Segunda Guerra Mundial? Leí el libro con el mismo esfuerzo que me llevó leer y terminar ¿Sueñan los androides…?, pero algo había cambiado. Marqué un fragmento que hablaba de Dios, que me llamó mucho la atención, quizás porque nunca terminaba de entenderlo. Mientras escribía esto fui a buscarla y todavía está el post-it que en ese momento me obligaba a usar para “no arruinar los libros”. Los usé un par de veces y nunca más. Por suerte, ya abandoné esa idea, que ahora me parece un poco tonta, y ahora subrayo y escribo en los márgenes. Es una forma de evidenciar una lectura, un recorrido, un pensamiento. El fragmento que que había marcado es este:
“Quieren ser agentes, no víctimas de la historia. Se identificaban con el poder divino, y se creían semejantes a los dioses. Esta era la locura básica de todos ellos. Habían sido dominados por algún arquetipo. Habían expandido psicóticamente su ego, y no sabían dónde terminaban ellos y dónde comenzaba lo divino. No era una cuestión de arrogancia, de orgullo. La inflación del ego hasta sus límites extremos, una confusión entre el adorador y el objeto adorado. El hombre no se ha comido a Dios. Dios se ha comido al hombre”
Iba leyendo y, aunque sabía que era algo muy extraño que estas cosas aparecieran en novelas de ciencia ficción, más o menos entendía. El problema fue cuando llegué a las últimas dos oraciones. ¿Cómo que Dios se comió al hombre? Para mí era al revés, cosa que el narrador negaba: el hombre no se ha comido a Dios. Yo entendía la situación en términos de que el hombre se comía a Dios y, entonces, se convertía en él, incorporaba en su interior la parte divina. El narrador dice algo diferente, contrario. Dios se ha comido al hombre, entonces ya no hay rastros de humanidad, simplemente de divinidad. No sé si finalmente entendí o no la frase, pero de alguna manera permaneció en mí. Tres o cuatro años después, la recuerdo como uno de los fragmentos más claros de lo que es Dick para mí.
Pero Dick seguía siendo algo raro. No terminaba de entender si me gustaba o no. Sí estaba segura de que me fascinaba de alguna manera. Me costaba leer sus novelas. No podía leerlas como leía las de literatura juvenil, que me representaban poco esfuerzo. Con Dick había algo que se me escapaba, pero yo quería entender eso que se me escapaba. Quería entender por qué mi profesor de literatura me lo había recomendado tanto; quería entender por qué eso que yo estaba leyendo era “una buena novela de ciencia ficción”.
Después de El hombre en el castillo leí unos cuentos que me compró mi mamá, también en alguna librería de Corrientes. Era una edición bastante trucha pero que es una de las pocas que existen de cuentos de Dick más allá de los cinco tomos de los Cuentos completos de Minotauro, inconseguibles en su momento y ahora inaccesibles por el precio. Ahí leí uno de mis cuentos favoritos, “La fe de nuestros padres”. Siempre que me preguntan qué cuento me gusta (ahora agregaría alguno de Borges) menciono este de Dick. “La fe de nuestros padres” es un cuento largo ambientado en la China de Mao. Mao no es un Mao humano, es un monstruo que se oculta detrás de la imagen del Mao que conocemos, gracias a que el Estado pone una droga alucinógena en el agua corriente. Al principio, el protagonista se cruza con un vendedor ambulante al que le faltan las dos piernas, que le vende una “antidroga” para combatir los efectos de la droga estatal. Así, el personaje descubre que Mao no es Mao, sino un monstruo robótico. Otro de los cuentos que me encanta de esa colección es “Las prepersonas”. Es un mundo en donde el aborto está permitido hasta los doce años. Si tus papás no te quieren, hasta que tengas doce años pueden llamar a una camioneta para que te venga a buscar. Es el cuento de cuando eras chico, chica, pasaba un patrullero y tus papás te decían «ahí te vienen a buscar, escondete», hecho realidad en un relato de ciencia ficción.
Hace unos años estábamos hablando con mi amigo Martín del policial y de las reglas del género. Me dijo algo así como: “si vas a ponerle trampas al lector, caé vos también en esas trampas. Que se note que también vos caés en tus propias trampas”. Dick no escribe policiales puros, pero cae en sus trampas todo el tiempo. Si alguien me preguntara de qué tratan sus cuentos y novelas, diría: religión, drogas, relación entre ilusión y realidad. Los personajes nunca saben si lo que están viviendo es real o no, o si es producto de una alucinación provocada por una droga extraterrestre o si realmente lo están viviendo.
La categoría de realidad es desde siempre conflictiva, y Dick esto lo exacerba. Ni Dick, ni los lectores ni los personajes saben si lo que están viviendo es real o no. Creo que, mejor que “real o no”, la pregunta que deberíamos hacernos es a qué realidad responde eso que están viviendo. Ninguno lo sabe, y me parece que a eso es a lo que Martín se refería con las “trampas”. Dick no sabe más que nosotros los lectores ni más que los personajes. Está igual que perdido. Nolan hace lo contrario, por ejemplo. Es un autor al que le gusta demostrar que sabe más que los espectadores, porque claro, es quien escribió la película, entonces obviamente sabe más… Le gusta hacer cosas complicadas a propósito, solo para decir “yo soy el autor, admírenme, sé más que ustedes”. No me gusta esa forma de pensar la escritura, porque reproduce una lógica según la cual los autores, por algún tipo de jerarquía que ellos mismos han impuesto, se ubican en una posición de poder sobre los lectores.
¿Es Dick un autor complejo? Sí, pero no por haberse instaurado él mismo como un autor complejo. Me lo imagino escribiendo sin ningún plan, cayendo en sus propias trampas. Algo de eso dice en ese texto que se llama “Cómo construir un universo que no se derrumbe dos días después”[1]. Ahí, Dick habla un poco de cómo piensa las historias, cuáles son sus temas recurrentes y dice esto:
“De cualquier modo, os revelaré un secreto: me gusta construir universos que se destruyan. Me gusta ver cómo se despegan, y me gusta ver cómo los personajes de la novela luchan contra este problema. Amo el caos a escondidas. Debería haber más”
Los universos de Dick se destruyen. Al principio, parece que las cosas están enteritas, con bases sólidas, se entiende cómo funcionan, pero todo se va desmoronando, no por un “problema” narrativo (si es que podemos hablar en esos términos, aunque cada vez lo dudo un poco más), sino porque esos mundos están destinados a autodestruirse. Entender los argumentos de Dick, al principio, no es difícil. En Los tres estigmas de Palmer Eldritch, mi última lectura, hay colonos en Marte y la única forma que tienen de sobrellevar la vida ahí es a través de una droga ilegal, el Can-Di, que se suministra junto a un equipo de accesorios de cerámica creados por la misma empresa. Las personas mastican unas tabletas de Can-Di y se trasladan espacialmente a un mundo en el que son muñequitos parecidos a Barbie y a Ken. El problema empieza cuando un empresario llamado Palmer Eldritch vuelve de un viaje espacial, trayendo una droga aparentemente mucho mejor, que “promete la vida eterna”, y que, encima, es legal porque la aprueba la ONU.
Las reglas del universo de Los tres estigmas de Palmer Eldritch se hacen explícitas al principio, pero después la novela se autodestruye. Los personajes consumen las drogas y de pronto la narración se vuelve loca, no se entiende bien dónde están, por qué de pronto aparecen personajes de la nada, por qué dicen lo que dicen, por qué hacen lo que hacen. Me encanta la idea de que Palmer Eldritch no es realmente Palmer Eldritch, sino que una entidad superior ha tomado su cuerpo porque es su manera de reproducirse. Poco a poco, todo el mundo será Palmer Eldrich. Me hace acordar al final de Tlön, ese cuento que releímos con Derian y que, después de una gran frustración unos años atrás, creo que entendí, o que entendí un poco más, leyéndolo con él. En el final de ese cuento, todo el mundo será Tlön. En Los tres estigmas de Palmer Eldritch, todo el mundo será Palmer Eldritch.
En algún otro momento de mi vida lectora habría leído y releído para intentar “entender” todo (con Fluyan mis lágrimas, dijo el policía lo hice) pero ahora pienso a Dick (y a la literatura) de otra manera. ¿Por qué debería hacer más esfuerzos por “entender” algo que ni el propio Dick debe entender completamente? ¿Por qué yo, lectora, debería entender más que los personajes, más que el autor? La literatura no es algo estático, que tiene un significado único, que alguien superior (al estilo Nolan) escribió y que solamente puede responder a las reglas que ese alguien superior definió. Me pasa lo mismo cuando escribo. Antes pensaba que era mejor tener un argumento armado y escribir a partir de eso, como si simplemente llenara casilleros. O quizás no era que pensaba que era la mejor forma, simplemente era la única que conocía. Ahora, en cambio, cuando escribo entiendo que las reglas de un texto, su forma, existe en el mismo proceso de escritura. Con eso tuvo que ver mucho mi relación con Derian y cómo su forma de leer y pensar la literatura cambió muchas cosas de la que yo tenía antes. Es la escritura la que hace que las reglas se escriban, se rehagan, se autodestruyan. Hace poco escuché una entrevista a Ricardo Romero. En un momento comentó el proceso de corrección y dijo algo así como que llega un punto en que los textos alcanzan su propia verdad. La propia verdad de los textos de Dick es su autodestrucción.
[1] https://www.casadeletras.ar/2016/03/17/como-constuir-un-universo-que-no-se-derrumbe-dos-dias-despues/
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