Hacía un tiempo ya había comprendido bien de qué se trataba aquello. O, al menos, eso creía. Todavía recuerdo las caras que ponía mamá mientras íbamos en el auto hasta la casa de los abuelos: cada domingo parecía finalmente el día en que ella diría las cosas que todos pensábamos y nadie se animaba a decir. Una vez quise dar ese paso yo. Papá solamente me miró, pero me dio a entender que no era un asunto en el que yo tuviera algo que decir. Tiempo después, me explicaría que era una cosa «muy de la familia de mamá» y que no valía la pena tratar de cambiarlo. En ese entonces, me pregunté cuántos años él habría tenido que lidiar con ello sin contar siquiera conmigo para darle una mano. Ambos sabíamos que un domingo en el que no cuidáramos cada uno de nuestros movimientos en el almuerzo terminaba en una noche sin cenar y en el silencio de mamá hasta el lunes después de la escuela.
Me llevó años entenderla ¡años! comprender los códigos que usaba para indicarnos, sin decirlo, lo que teníamos que hacer. A veces tenía la sensación de que éramos sus marionetas. Y cuando no lo éramos, cuando hablábamos, nos movíamos o juntábamos miguitas de pan sin que ello estuviera en sus planes, bastaba un suspiro suyo para recordarnos dónde estaban los hilos.
Algunos domingos parecía no tomarse la cosa muy a pecho. Esos días papá ponía a Stravinski y hacía ademanes de dirigir una orquesta mientras manejaba plácidamente hasta lo de mis abuelos, a treinta minutos de nuestra casa. A veces, en cambio, mamá llegaba al domingo como quien se asoma a una catástrofe. Entonces, teníamos que ir con la radio en la estación que agarrara apenas encendíamos el auto, no vaya a ser que nos demorásemos mucho en salir. Era eso o soportarla preguntándonos si estábamos burlándonos de ella, o si queríamos que su familia se burlara de nosotros por llegar para el postre. Yo, en el fondo, agradecía que los domingos solamente fuéramos a lo de los abuelos. No me hubiera gustado que nadie conozca a mamá así, siendo que el resto de los días era una persona con la que daba gusto pasar el rato.
Esa mañana estaba como siempre. O sea, como el promedio de las mañanas de domingo. Papá tenía una hipótesis sobre el humor de mamá en las horas que precedían al almuerzo en familia: todo dependía de lo que hubiera hablado con tía Edith a la noche. Y es que los sábados, religiosamente, tía Edith llamaba a las seis en punto a mamá para organizar qué llevaría cada quien a casa de los abuelos: el pan, las bebidas, el postre, o el queso rallado si tocaban pastas.
Desconozco si en esas conversaciones mamá y tía Edith hablarían de algo que no sea la comida del domingo, que era lo que, de verdad, nos importaba. Debo confesar que no me ponía a descifrar cada detalle de lo que se decían. Me limitaba a escuchar sus indicaciones sobre lo que haríamos en el almuerzo y no preguntaba más.
No puedo decir si algo en la charla de ese sábado hubiese hecho pensar que las cosas se irían de las manos tan rápidamente, pero la realidad es que no volvieron a telefonearse más y, aunque hay una variedad de razones por las cuáles dos personas podrían dejar de llamarse, siempre me pregunto si aquello fue para tanto.
Ese domingo parecía uno del montón, pero las acciones que se sucedieron a nuestra llegada a casa de los abuelos cruzaron una línea de la que no volveríamos. Abrimos la puerta y el panorama no difería del de otras veces, con la excepción de que tío Lucho se había afeitado y, en lugar de haberse tirado en el sillón a leer el diario, se afanaba en rallar la porción de queso que había comprado para los ravioles. La familia en su conjunto agradeció que llevara queso de verdad para rallar: durante meses la abuela nos había condenado a uno que encontró en oferta y del que se proveyó como para resistir una peste. Apenas si se distinguía el gusto del queso en esa mezcla de rebozador y sal de cuyo consumo ya había desistido la mitad de la familia.
Al principio, nadie se molestó en hacerlo notar, pero al tiempo comenzamos a retacear el queso que poníamos en nuestros platos. De tres cucharadas, pasamos rápidamente a un cuarto de cucharadita, y de ahí a nada. Con el correr de los almuerzos las voces empezaron a levantarse y la oposición de la familia a ese sustituto, cuya procedencia desconocíamos, cristalizó en un coup d’Etat que acabó por lograr su destierro.
En realidad, fue un destierro a medias, porque la abuela no daba el brazo a torcer con facilidad y, aunque retiró aquella abominación de la oficialidad de los domingos, fue consumiéndola lentamente los días de semana, lejos de los ojos del resto de la familia que, en sus palabras, cómo se notaba que no habían pasado hambre. Juraría que eso es lo que decían sus ojos mientras veía a tío Lucho rallar el queso que había traído de la fiambrería de don Víctor. Solo lo dijo con sus ojos, porque jamás le reprocharía algo a su Luchito, palabras de mamá, que sí creía en los favoritismos de la abuela.
Tío Lucho contaba chistes que los chicos no entendíamos, a veces se olvidaba los cumpleaños o se iba de repente como si se hubiera olvidado de algo, pero yo le tenía un cariño que no le tenía a los demás. El divorcio lo había apagado un poco: casi no levantaba la voz y parecía no interesarse en las discusiones que antes lo habrían entretenido por horas. Llegaba a lo de la abuela a las once, con sus tres hijos a los que no retaba jamás, ni siquiera cuando se pasaban por debajo de la mesita de vidrio y le daban cabezazos. Dejaba que el abuelo los espante con su diario o que la abuela los mojara con el rociador que usaba para las plantas. Él solo miraba, sonriendo a veces. Siempre se hacía un tiempito para jugar a las damas conmigo y, cuando organizábamos un bingo después del postre era él quien cantaba los números, y lo hacía de una forma que nos matábamos de la risa, niños y adultos.
El problema con tío Lucho, a decir de mamá, era que si te descuidabas un segundo, hacía trampa sin que te dieras cuenta. Una vez, ella hizo un chiste con esas palabras. En realidad, yo pensé que era un chiste, porque lo dijo riéndose, pero no solo nadie más se rio sino que tío Lucho se enojó y le dijo que cómo se le ocurría ponerse del lado de Meli después de lo que había pasado. Meli era mi tía desde que yo tenía uso de razón. La conocí como tía Meli, de hecho, y la verdad es que mamá me dejó seguir llamándola así incluso después de que se separaron.
Mamá y tía Meli se entendían a la perfección. Solíamos compartir vacaciones y nunca jamás las vi discutir por las habitaciones, la limpieza o cómo distribuir las compras. Tenían, además, esa forma de hacerse señas cuando los demás hablaban que les permitía conversar sin palabras. Por eso, mientras estuvo tía Meli, tío Lucho siempre jugó de nuestro lado. O, debería decir, del lado de mamá. Con la separación, sin embargo, acabó por encontrar refugio en tío Eduardo.
Me impresiona el efecto que puede tener el orden de nacimiento en el carácter de la gente. Tío Eduardo era una persona de opiniones sin matices, a quien sus hermanos acudían, invariablemente, cada vez que tenían un problema que no podían resolver. Sea este un electrodoméstico que había dejado de andar o un divorcio que nadie hubiese imaginado, tío Eduardo haría su trabajo. Y con él, por supuesto, tía Edith.
Los tíos Eduardo y Edith eran de esas parejas que disfrutaban de llevarse la contra en público, pero que todos sabíamos bien que funcionaban como un bloque, sin fisuras. Allí residía el poder de tía Edith: su estoicidad. Veinticinco años aguantando al Edu, diría papá. Veinticinco años cumpliendo cada capricho de mi abuela. Así se había ganado la confianza de sus suegros: dándoles el gusto y, fundamentalmente, la razón. Tía Edith era la nuera sin defectos que disputaba con mamá un lugar que yo no podría definir en el seno de nuestra familia. Nacer en el medio de cuatro hermanos varones debió haber sido un desafío para ella, y tía Edith, que ya se había metido en el corazón de los abuelos, ahora parecía hacer tambalear la posición de su hermanito, el que siempre había estado junto a ella.
Si en esa casa nadie había dicho nada durante años, era porque existía un equilibrio de fuerzas que nos detenía y nos obligaba a comportarnos civilizadamente mientras durara aquel encuentro de una vez cada siete días, pero la partida de tía Meli amenazaba con hacer tambalear los cimientos de nuestro clan, que pendían del silencio al que se había llamado tío Lucho.
En parte, ya nos habíamos acostumbrado a aquello. Y aún así, ese domingo, estuve a punto de preguntarle a mamá por qué no se dejaban de rodeos y hablaban de lo que venía pasando. Me contuve pensando que, seguramente, me preguntaría de dónde sacaba esas ideas, si de los libros o la televisión. No es que en mi familia no se hablara durante el almuerzo: podíamos discutir abiertamente sobre los detalles de la guerra, el estado de las calles en invierno o la efectividad del caldo de pollo para tratar el resfrío. Pero, de aquello, ni una palabra.
Estuve perdido unos minutos en esos pensamientos hasta que Cicerón pasó entre mis piernas y me distrajo. Seguramente, escapaba de mis primos, que lo estarían correteando.
Aunque no lo reconociera, mi abuelo tenía debilidad por el perro. Le puso ese nombre, según él, porque se la pasaba ladrando. Me llevó quince años comprender el sentido de lo que decía y aún hoy me admira pensar que mi abuelo, un hombre que nunca terminó la primaria, haya tenido aquella ocurrencia. Cicerón era el que salía ganando los domingos y mi abuelo parecía complacerse en ello. Quizá, por eso, él también callaba. Por eso o porque el perro ya hacía ruido por los dos.
Me disponía a tomar el diario para leer la contratapa cuando tía Edith y tío Eduardo entraron y empezaron a repartir saludos. Al minuto se les unieron los tíos Rober y Mirna, que traían el postre y un vino.
Tía Mirna era a tía Edith lo que Melisa era a mamá. Melisa. Así le decían en casa de los abuelos en ese entonces. Pero, incluso si no la nombraban, Melisa (¡cuánto detestaba yo que la llamaran así!) le pasaba el trapo a tía Mirna. Con esto no quiero decir que tuviese algo contra Mirnita, que hacía unos buñuelos que eran una delicia… pero simplemente no tenía el encanto ni esa gracia al hablar o al sonreír que sí tenía tía Meli. Y, a pesar de ello, decidió llevar arroz con leche para el postre. Los ojos de mamá lo decían todo. Tío Lucho no lo soportaría, pensé. Hasta imaginé que diría algo, que le reclamaría a tía Mirna, tal vez cariñosamente, por esa intrusión en un territorio que no convenía explorar. Sin embargo, calló una vez más y se limitó a apartar el postre de la vista de la familia, no fuera a ser que alguno se tiente.
Cicerón volvió a pasar cerca de mí. En ese instante, el abuelo empezó a protestar porque no tenía pan para mojar en el tuco y, como de costumbre, acabó por recriminárselo a mi abuela. En parte, tenía razón, porque ella, con la esperanza de hacer que su benjamín llegara a tiempo, encomendaba siempre el pan a tío Guille, que llegaría, indudablemente, a las corridas, sin importar cuánto el abuelo rezongara. Él y Lila, su novia de hacía unos años, compartían posiciones con mamá, lo que era un alivio para papá y para mí, que apenas si dábamos abasto con sus demandas.
El abuelo todavía persistía en su queja cuando los comensales que faltaban entraron por la puerta de adelante, con el pan en la mano, recién salido del horno. Tuvieron que esperarlo, dijeron. Entonces, comenzó la danza que ya conocíamos, y que no terminaría hasta que cada uno estuviese sentado en su lugar. La abuela aún trajinaba en la cocina. Del patio llegaban los tíos Edu y Lucho, a los que no había visto ausentarse antes. Y creo que mamá tampoco, porque puso una cara como diciendo «¿De verdad, Lucho?» mientras terminaba de acomodar las servilletas.
Me di cuenta apenas nos hubimos sentado, pero ya era tarde. Tía Mirna, apretando los labios en algo que parecía una sonrisa, movió la panera hacia su sector. Levanté la vista y contemplé la escena: papá luchaba con un corcho que le estaba dando trabajo y mamá repasaba su tenedor al que le habría visto una mancha, excusa para usarlo de espejo. Mientras tanto, la fuente de ravioles esperaba su turno al lado del tío Eduardo. No en el centro de la mesa, o en la cabecera donde se sentaba abu Mónica (que vaya a saber Dios qué la detenía en la cocina) sino, impúdicamente, en las manos de tía Edith. Papá, que finalmente se había desecho del corcho, sostuvo el vino sin apoyarlo en la mesa, sabiendo que así, al menos, tendríamos un rehén. Guille y Lila se apresuraron a hacerse de cuántas queseras encontraron (tan sutilmente como se podía en aquellas circunstancias) pero Rober se había adelantado, asegurándose una provisión a la que no podríamos acceder sin ponernos de pie, falta de decoro que no nos permitiríamos. El abuelo aprovechaba para darle al perro un pedacito de pan con tuco. Mamá relojeó el salero, que permanecía en la zona de seguridad, cerca de la cabecera. Faltaba la pimienta, pero en cuánto me incorporé para buscarla, tío Eduardo hizo lo mismo. Me pregunté por qué descuidaría la soda de esa manera, que quedaba así al alcance de mamá. Sentí el hilo tirando con fuerza y volví a sentarme. De ese modo, apenas tío Edu salió en busca de la pimienta mamá, acomodando abstractamente los cubiertos, se aproximó a la soda, que había quedado sin su guardián: si nos hacíamos de ella, mínimamente, habría tregua. En ese punto pensé que la situación se mantendría bajo control pero en un movimiento sin precedentes tía Mirna empezó a repartir el pan. Esto tomó a mamá tan por sorpresa que gatilló sin querer el sifón y salpicó al abuelo. La catástrofe sobrevino mientras lo ayudaba a secarse.
Sin anunciarlo, tía Edith servía los ravioles. Todavía no salía de mi asombro cuando noté que frente a nosotros solo había culitos de pan y el sustituto de queso rallado de la abuela. No alcancé a preguntarme cómo había llegado a la mesa cuando tío Edu volvió de la cocina con el pimentero y un vino que no habíamos visto antes, haciendo del que aun sostenía papá un prisionero que nadie reclamaría. Tía Edith, en tanto, se apresuraba a servirnos los ravioles sin gracia ni relleno que habían quedado en el fondo de la fuente.
Para cuando la abuela llegó al comedor, el almuerzo estaba perdido. Nunca antes habíamos sufrido una derrota de esa naturaleza y, aunque ninguno pronunciara palabra, todo estaba dicho. Mamá calló durante el resto de la comida, papá comentó el partido del viernes con tío Edu y tía Mirna le pasó a Lili la receta de sus buñuelos. Cicerón, que ya se había hartado de comer bajo la mesita que le ponían a los hijos de tío Lucho, se acercó a los pies del abuelo para echarse una siesta. La abuela, entonces, se levantó. Guille puso esa mirada de quien sabe lo que le espera y, apenas ella cruzó el umbral de la puerta que daba a la cocina, el espectáculo se reanudó. Sentimos, una vez más, el peso de una derrota que no habíamos advertido a tiempo: el fondo de una copa de vino derramado por accidente en la falda de Lili, las gotitas de tuco en el cuello de la camisa me habían regalado por mi cumpleaños, tío Guille y papá recogiendo los pedacitos de vidrio del piso, que si el perro se los tragaba qué hacíamos con el abuelo. Solo mamá resistía, como quien cree que pronto vendrán en su rescate.
Sin darnos respiro, la abuela llevó el arroz con leche a la mesa. Nadie más que ella decretaba el momento de comer el postre. Yo solía esperar ese instante, que siempre había sido de bendición, pero del universo de opciones que tenía por delante, tía Mirna eligió hacer arroz con leche ¡arroz con leche! postre que había sido el sello de tía Meli los años que formó parte de la familia. Iba a decir que yo no quería pero sentí la mirada de mamá en la nuca y me volteé a verla. Tía Mirna le servía su porción:
—No se vayan a comer la cáscara de naranja —advirtió— que yo no se la saco.
Tío Lucho levantó la mirada, cosa que no hacía desde que empezamos a almorzar. Miró a mamá y después a tía Mirna, que le alcanzó su ración como si nada. Entonces Lucho tomó su mano y, haciendo ruido, la beso en los dedos y en el dorso, y le dio las gracias. Mirnita no había terminado de contestarle cuando tía Edith interrumpió:
—¿Tendrás canela, Mónica?
La verdad es que nunca le habíamos puesto canela al arroz con leche. Sin embargo, a esa altura de los acontecimientos, no me sorprendió. De hecho, creí que nada más podría sorprenderme hasta que la abuela, casi inmediatamente, miró a mamá y le dijo:
—Nena, ¿nos traerías la canela de la alacena?
—No hace falta, yo la busco— se apuró tía Edith.
Pero mamá ya se había adelantado, y aunque pudo haberme mandado a mí (o a Lila, que también conocía los recovecos de la cocina), optó por ser ella quien le diera a los suyos una salida con dignidad a los sucesos del mediodía. En un abrir y cerrar de ojos, mamá había tomado por su cuenta el guante de la derrota y lo devolvía en la forma de un frasquito de canela.
Esa vez no nos quedamos para el café y volvimos a casa más bien temprano. Ahora que lo pienso, yo no hubiera tenido las agallas que tuvo mamá para hacer lo que hizo. El hecho es que, desde ese día, tía Edith no volvió a llamar.
Meses después, terminé preguntándole a papá por qué creía que no habíamos vuelto a verla. «Por vergüenza, imagino» fue su respuesta. Me hubiese gustado saber qué opinaba mamá, pero no era costumbre, en su familia, hablar de algunas cuestiones, y aunque me moría de ganas por preguntarle a tío Eduardo si habían tenido noticias de Edith, la verdad es que tampoco era costumbre mía.
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