Dedicado mayormente a la crítica de arte, Diego Fischer, periodista uruguayo, nos trae esta vez un fresco literario sobre la vida de uno de los más geniales artistas plásticos uruguayos, Carlos Páez Vilaró. Fischer reconstruye la historia del maestro con destacable sensibilidad y gracia narrativa. Agradecemos a Daniela Morel el permitirnos reproducir a continuación las primeras páginas de este libro que no debe faltar en la biblioteca de los interesados en la evolución del arte latinoamericano.

Carlos Paez Vilaro portada libro

 

Una paloma profética en la plaza de Mayo

—Señor, ¿quiere ganarse dos pesos? —le dijo el joven engominado. Y antes de que le respondiera se le­vantó del banco y salió al cruce del hombre un poco ma­yor que él que paseaba del brazo de una elegantísima porteña, cuya capelina proyectaba una leve sombra sobre su cara y hacía más bello aún su rostro, en el que resaltaban unos ojos azabache.

—No le entiendo —respondió el transeúnte sorprendido.

—Se trata de un juego muy sencillo.

—¿No será la mosqueta?

—No, señor —dijo sonriendo el muchacho vestido de impecable traje gris claro y corbata azul marino, y le mostró una carpeta con hojas en blanco y una caja de colores.

—Ah, me quiere vender sus hojas y sus lápices.

—Todo lo contrario. Usted tiene que hacer un garabato en esta hoja y yo intento transformarlo en un dibu­jo. Si lo que logro hacer no le gusta, le pago dos pesos.

Ahora, si el dibujo lo conforma, usted me paga a mí los dos pesos. ¿Qué opina usted, señora?

—Es mi novia. ¿No ve que allí sentada está de chaperona mi futura cuñada?

—Perdón, señorita.

—Pero nos casamos dentro de dos meses —dijo la mujer y añadió—: Ya estamos comprometidos. —Y con orgullo mostró la alianza y el cintillo con dos brillantes que llevaba en el anular de su mano derecha.

—¿Qué le parece entonces mi propuesta, señorita?

—Divertida. —Y miró a su novio como para que aceptara.

Era domingo. La primavera de 1945 comenzaba a despuntar en aquella Buenos Aires de tenso clima político, y la plaza del Congreso, con sus canteros colmados de flores, no era indiferente a los hechos. Pero, pese a la crítica situación institucional que atravesaba Argentina debido a la detención del carismático secretario de Tra­bajo y vicepresidente de la República, Juan Domingo Perón, por un sector del Ejército, los porteños parecían vivir esa tarde a espaldas de los acontecimientos y pa­seaban con sus mejores galas por la ciudad.

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Carlos Páez Vilaró

 

Carlos cumplía con su rutina dominguera. Se había levantado pasado el mediodía, luego de haberse acosta­do cuando clareaba, tras una noche a puro tango y mi­longa en El Cometa, un cabaré del bajo porteño. Allí había oficiado de confesor de una rubia que había sido muy hermosa y aún lo era. La mujer suspiraba apenas lo veía entrar al local de la avenida Leandro Alem. Se le abalanzaba para contarle sus cuitas y nunca quería cobrarle sus servicios. Pero él le dejaba siempre debajo de la veladora un dibujo con el que correspondía a las horas compartidas y gozadas en una cama con sábanas de seda y aroma a jazmines.

—Sos un caballero. Sos mi caballero oriental —le decía al despedirse—. Carlos respondía con una sonrisa que resaltaba su dentadura perfecta y todo su rostro adquiría un parecido impactante con Carlos Gardel. Mu­chas veces, al verlo reír, le preguntaban si no tenía algún parentesco con Gardel, que había pasado a la inmor­talidad una década antes. Él respondía siempre lo mis­mo: «Los dos nacimos en el Uruguay».

Cuentan que la rubia guardó en una carpeta los dibujos que le fue dejando Carlos y que años después, cuan­do él se consagró como artista y ella terminó sus días en una pensión de cuarta categoría en el barrio Avellaneda, pasaba horas mirando los regalos de aquel pintor que ahora salía siempre en las revistas. Fue su último amor.

Luego de ducharse, Páez dejaba el Hotel Gloria, en la avenida de Mayo 874, en cuyo altillo se había instala­do cuatro años antes, cuando descendió del Vapor de la Carrera con 18 años recién cumplidos,’cargado de sueños y con unos pesos flacos en el bolsillo. Llegaba para conquistar la gran ciudad.

Se dirigía entonces a la Confitería del Molino, don­de, según la altura del mes en que se encontraba, almor­zaba o se limitaba a tomar un café con leche con cuatro medialunas. Después cruzaba la calle y se instalaba con sus materiales en un banco de la plaza del Congreso so­bre el que daba el sol. Allí observaba a la gente que paseaba, o se ponía a pintar. Se divertía haciendo dibujar a otros. Podía permanecer toda la tarde y regresar al ho­tel con unos cuantos pesos encima o con los bolsillos com­pletamente vacíos. Le daba igual. Lo importante era de­safiar y asumir el desafío de crear.

—Pero ¿qué quiere usted que dibuje?

—No, no quiero que dibuje. Quiero que haga un garabato, unas líneas. El dibujo tengo que hacerlo yo.

El hombre miró a su novia, apoyó el pie derecho so­bre el borde del banco, colocó en su pierna la carpeta y trazó varias líneas que ocuparon más de la mitad de la hoja. Se esforzó para que aquello se pareciese a algo, pero no lo logró.

—Como verá, el dibujo no es lo mío.

—Pero sí es lo mío.

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Carlos se sentó, tomó el lápiz y comenzó a dar for­ma a los trazos irregulares e inconexos. Unos minutos más tarde, una hermosa paloma pronta para emprender vuelo había quedado estampada en el papel.

—¡Es increíble! —comentó la pareja a coro.

—No, es solo una paloma que quiere volar.

—¿Cómo hizo para convertir cuatro rayas en algo tan hermoso? —preguntó la mujer.

—Usted lo vio, señorita.

—La verdad es que no salgo de mi asombro —comentó el hombre al tiempo que sacaba de la billetera los dos pesos para pagarle.

—No, no es nada.

—¿Cómo no? Si usted me dijo que si el dibujo me gustaba le tenía que pagar…

—Sí, pero se lo regalo.

—Pero ese no fue el trato.

—Llévenselo como regalo de casamiento. ¿O no se casan a fin de año?

—Sí, claro —se apuró a contestar la mujer y agregó—: Pero entonces, por favor, fírmelo.

Sin perder un instante, estampó: Carlos Páez Vilaró. Buenos Aires, octubre de 1945.

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Diego Fischer

 

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