A pesar de las décadas de trayectoria, el nombre Daniel Sada comienza a sonar recién ahora por las librerías porteñas. El hecho es que acaba de ganar el premio Herralde de novela con Casi nunca, una historia que gira sobre el amor y el erotismo, sobre la vida de provincia; sobre el paisaje del desierto, sobre las pequeñas ciudades.

Demetrio Sordo es un agrónomo gris, que decide en uno de sus días grises darle sentido a su vida a través del sexo, pero mientras se eleva en una espiral de placer con una prostituta llamada Mireya, con la que de inmediato se involucra “sentimentalmente”, conoce, en un viaje a provincia, a Renata, una joven virgen con quien contrae compromiso. Decidido, por supuesto a no abandonar ninguna de las dos relaciones.

Daniel Sada es dueño de una de las prosas más cuidadas del panorama narrativo actual, la que lo convierte en uno de los narradores más personales de las letras latinoamericanas.

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A pesar de que su producción cuenta ya con 15 títulos, lo cierto es que, por estas latitudes, su nombre comienza a sonar recién ahora, a partir del premio Herralde. De manera que creo que no está de más que nos comente los inicios de su carrera y su decisión de dedicarse a las letras.

Escribo desde los seis años, es decir, desde que fui por primera vez a la escuela, gracias a una maestra rural que le encantaba la literatura. Aún conservo un buen montón de cuadernos donde narraba historias estrambóticas propias de mi imaginación infantil. Creo que todavía no me he apartado de este síntoma cargado de asombro. Seguí escribiendo con regularidad y a la edad de 19 años vislumbré la posibilidad de dedicarme a la escritura. Nunca pensé en la literatura, pero sí en el periodismo como una manera afín a mi espíritu de ganarme la vida, de modo que ejercí el periodismo y tuve la fortuna de tener fuentes tan disímiles como los deportes, la política, las incidencias policiales, la criminalidad furibunda mexicana y la frivolidad de la gente del espectáculo. Todo esto en un periódico de provincia, en Culiacán, Sinaloa, que siempre se le conoció como el Chicago mexicano. El periodismo, por su diversidad informativa, fue un aprendizaje exuberante. Tantos sucesos, tanto absurdo, tanto patetismo, tanta fiesta, pero también me embriagué de mundo porque vivía demasiado acelerado, sin reposo, sin atemporalidad, por tal razón abandoné en definitiva el periodismo cuando tenía 30 ó 31 años. A partir de ahí trabajé de burócrata, de vendedor, de maestro en una escuela de mujeres y, entre otras cosas, empecé a escribir en revistas variopintas. De los periódicos no quería saber nada. Ya para entonces había escrito y publicado dos novelas y dos libros de cuentos. Fue hasta la edad de 39 años cuando recibí el Premio Xavier Villaurrutia, todavía a la fecha el más prestigioso de México relativo a literatura. Desde entonces me dedico enteramente a las letras. Tengo ocho novelas, cuatro libros de cuentos y tres libros de poesía. .

Llama la atención lo gozosamente refinada que es su prosa; ¿cómo fue su formación de lector?

Mi formación es clásica, pero es así por accidente. Hasta los veinte años yo viví en un pueblo demasiado pequeño, donde no había bibliotecas públicas y menos aún librerías. La única biblioteca local era la de mi querida maestra Francisca Cabrera, la misma que me enseñó a leer y escribir, además de ciertas nociones de métrica española: octosílabos, eneasílabos, endecasílabos, alejandrinos, con el añadido sofisticado de algunos preceptos retóricos como los elementos expletivos, la catacresis, la aposiopesis, el isocolon, la anáfora, la metáfora, la epífora y metonimia, asuntos quizá rasposos en los que más tarde exploré. La literatura contemporánea la frecuenté justo al llegar a la Ciudad de México. Mi vacío era mayúsculo: no conocía nada del Siglo XIX ni del XX, me sentí muy mal, muy ignorante por no saber nada de modernidades, de esas rapideces maravillosas de la literatura emergente y mercantil. Ante mi continuo desconcierto tuve que luchar a contracorriente, siempre con el afán de actualizarme, lo que jamás logré porque todavía conservo las raíces clásicas, son tantas que aún no he podido desprenderme de ellas. Mi batalla es querer ser moderno a toda costa, pero no puedo. .

 

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Roberto Bolaño afirmó oportunamente: -“Daniel Sada, sin duda, está escribiendo una de las obras más ambiciosas de nuestro español, parangonable únicamente con la obra de Lezama, aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que se presta bastante bien a un ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto”. Más allá del elogio, ¿considera usted su estética como barroca? Asimismo, Juan Villoro sostuvo que con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, renovó usted la novela mexicana. ¿Puede el barroquismo narrativo ser renovador o es que la fuerza de su prosa pasa por otro lado?

No me asumo como un escritor barroco. Desde hace años se me identifica como tal por mi trabajo con el lenguaje, que es contrario a los estilos actuales: siempre vertiginosos y mercantiles. Mi apuesta estética tiene mucha carga de oralidad. En este sentido, me aparto radicalmente del barroco, de su pesadez expresiva. Incluso la acepción misma de la palabra trasluce una suerte de cosa mal hecha. Por su exceso, el barroco nunca fue una categoría suprema, sino que incluso en la arquitectura y la pintura mostraba un síntoma de deficiencia. Mi pretensión literaria no estriba en renovar nada, sino en ser fiel a mí mismo.

El paisaje del desierto es recurrente en su obra, tanto es así que el lector supone una conexión emotiva. ¿Cómo pesa el desierto en su historia personal?

Casi toda mi infancia y parte de mi juventud viví en el desierto. Desde entonces tengo la sensación de que la vida está en otra parte. También esa rareza me la aportan los grandes espacios. Como en el desierto no hay nada uno puede imaginar todo. Creo que cuando más puedo imaginar es cuando las cosas no se me imponen. Por ejemplo, un entorno urbano me apabulla, allí hay demasiadas referencias inmediatas. La literatura urbana exige realismo o la imposibilidad de percibir espejismos. En mi caso, siempre necesito mi dosis de desierto. Tengo muchos años de vivir en la Cuidad de México, pero suelo viajar con frecuencia a lugares desérticos, es un alimento que me nutre.

Asimismo, el paisaje desértico hace ineludibles en la memoria del lector las figuras de narradores como Juan Rulfo o Héctor Tizón. Si es que los tiene, ¿cuáles son sus referentes latinoamericanos?

Juan Rulfo fue mi maestro en el Centro Mexicano de Escritores, él asesoró mi primera novela, después por un corto tiempo fuimos amigos. El ímpacto que me produjo su literatura no sólo me dio una idea de su belleza artística, sino de su grandeza. Pero Rulfo siempre apostó por la concreción expresiva y yo me sentía inseguro si trataba de transitar por esa vía. Hay escritores como Guimaraes Rosa, Arguedas, Güiraldes, Asturias, Yañez, Sánchez Ferlosio, toda la picaresca española que me subyugan desde otros estados de ánimo y otros puntos de vista. Conozco muy poco a Héctor Tizón, pero sé la importancia que tiene.

 

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Ante la prisa del lector moderno y su necesidad (o necedad) de vértigo, lo reposado de su prosa, el carácter sosegado de su literatura, ¿puede tomarse como un desafío?

Tal vez, porque no le voy a dar al lector justamente lo que espera. Al respecto debo decir que mi prosa ha adquirido velocidad y todavía pretendo ser mucho más rápido. Aún cuando se piense en una latente contradicción, soy contrario a la escritura morosa, los lenguajes especulativos, descriptivos o demasiado conjeturales, me hastían sobremanera. Yo quiero ser moderno en mi expresión, pero como no abordo asuntos que están en boca de todos, quizá parezca antiguo, y esa es mi frustración.

La acción en Casi nunca transcurre a finales de la década del `40, en los inicios de la era atómica. ¿A qué se debe la decisión de situar el relato en este momento histórico?

La historia tiene gran carga de realidad, yo diría que en un 70 por ciento. Algunos personajes – no me preguntes quiénes- aún viven. Esta historia yo la había concebido hace 25 años. En varias épocas quise abordarla, pero nunca pude encontrar el punto de vista que necesitaba. Me hacía falta un narrador indiscreto, muy cercano a los personajes, algo bobalicón, cándido y con buena dosis de cinismo y sabiduría, nada pedante, ciertamente propenso a la percepción poética salpimentada con un buen sentido del absurdo y de la desfachatez. La historia, en efecto, ocurre en esos años y es un trasunto familiar que siempre me llamó la atención por el exceso de pudor y de perversión que contenía, pero nunca por acoplarme a una época que implicara una nostalgia a ultranza. Yo no había nacido en los años 40.

En una entrevista realizada por Guido Carelli Lynch para el suplemento Ñ del sábado 14 de febrero de 2009, usted afirma que “en Casi nunca la acción es el traslado de la perversión a la santidad”, tema complejo para la tradición occidental. De hecho define la novela con dos palabras, “Perversión santa”; no obstante esto, la crítica centra la novela en el juego idiomático y no en el argumento; tanto es así que la contratapa del libro no duda en anticipar al lector al menos dos terceras partes del mismo. ¿Considera este desencuentro un pequeño fracaso con suerte?

Mi mundo es verbal. Es a través del lenguaje que encuentro la psicología, los paisajes de la trama y el temperamento de los personajes, así como el desarrollo dramático y sus densidades. Para mí no es un desencuentro, al menos no lo es muy visible; quizá tenga ese aspecto de pequeño fracaso, me gusta más verlo así, y en cuanto a la suerte que pueda tener Casi nunca sólo la calibraré si me deja más dinero que prestigio, cosa que dudo de principio a fin. El prestigio es difícil, pero el dinero es más.

Iván Thais, finalista del premio Herralde con su novela Un lugar llamado oreja de perro, cita en su blog http://notasmoleskine.blogspot.com un fragmento de la entrevista antes mencionada en el que usted afirma: “-¡Yo no quiero reflejar la realidad, no me interesa leer la realidad!…” y menciona luego una reseña de Casi nunca escrita por Edmundo Paz Soldán, quien considera que usted ha escrito «la mejor novela costumbrista que se podía escribir hoy». Thais continúa el texto preguntándose: ¿Puede una novela costumbrista no ser realista? Nos pareció oportuno transmitirle esta pregunta.

Nunca he querido endilgarme el mote de “escritor costumbrista”, es una evidencia demasiado gigante en la literatura latinoamericana. Tenemos más de 200 años de costumbrismo, de antropología turística, y de unos años a acá de una cultura de la imagen extenuante, demasiado Nacional Geographic que nos asfixia, lo cual es un lastre para nosotros mismos. ¿Qué sentido tiene enterarnos acerca de la solidez extravagante o enigmática de nuestras costumbres? Por lo general, cuando se habla de pueblos se le asocia con aparatos elaborados de costumbres malas o buenas. También mucha de la literatura urbana es costumbrista, e incluso la literatura policial o cualquier tipo de novelas amorosas. Todavía en España y en algunos países de Europa se afirma que estamos encerrados en el costumbrismo. En mi caso, lo veo como una mancha enorme que no se puede limpiar del todo. Sé de antemano que si hablo de pueblos se me catalogará como escritor costumbrista. Tengo tres novelas urbanas y ahora mismo estoy escribiendo una cuarta: la crítica ha dicho que en esas novela escapo del maldito costumbrismo, lo que me parece absolutamente baldío, algo que ni me perjudica ni me ayuda. Recuerdo que Rulfo aborrecía el costumbrismo. Yo también. Pero no por ello dejaré de referirme a los sucesos que ocurren en mi país.

¿Cómo ve a las nuevas generaciones de narradores latinoamericanos? ¿Leyó alguno que le gustaría destacar?

Ya no hay figuras canónicas en la literatura y preveo que no las habrá. Eso es cosa del pasado. Todo escritor puede ser sustituido por otro, da lo mismo quien sea o cómo sea. Si alguna característica tiene la literatura actual es que apuesta (con firmeza) por un abandono del lenguaje, ya que eso no vende. El mercado editorial le ha ganado la batalla a los escritores, todos saben que su obligación es y será vender sus libros, pues de lo contrario serán marginales. Esa es para mí la constante mundial que se impone. Sin embargo, siempre hay triunfos literarios. Escritores que se salen con la suya, que derriban obstáculos casi monstruosos. Esos son los que importan, aún cuando les cueste abrirse paso entre la maleza de las modernidades emergentes, de ese mundo mercantil que ahora pervive y se postula como arte. En mi país hay jóvenes muy valiosos, citaré sólo a algunos: Jaime Mesa, Eduardo Montagner, Isaí Moreno, Antonio Ortuño, Guadalupe Nettel, hay un escritor argentino que vivió en México y conozco muy bien: Carlos Ríos, él ahora regresa a radicar en la Argentina y próximamente publicará allá su primera novela, estoy seguro de que dará mucho de que hablar. Con respecto a otras latitudes, conozco muy poco de la literatura joven, pero si hay talento y paisaje interior acendrado, ya en unos cuantos años se verá a todas luces.

 

Sada de perfil

Sobre El Autor

Damián Blas Vives es actualmente es Director de Gestión y Políticas Culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Entre 2016 y 2020 coordinó el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq de dicha institución y antes fue Coordinador del Programa de Literatura y editor de la revista literaria Abanico. Dirigió durante una década el taller de Literatura japonesa de la Biblioteca Nacional, que ahora continúa de manera privada. En 2006 fundó Seda, revista de estudios asiáticos y en 2007 Evaristo Cultural. Coordina el Encuentro Internacional de Literatura Fantástica y Rastros, el Observatorio Hispanoamericano de Literatura Negra y Criminal. Ideó e impulsó el Encuentro Nacional de Escritura en Cárcel, co-coordinándolo en sus dos primeros años, 2014 y 2015. Fue miembro fundador del Club Argentino de Kamishibai. Incursionó en radio, dramaturgia y colaboró en publicaciones tales como Complejidad, Tokonoma, Lea y LeMonde diplomatique. En 2015 funda el sello Evaristo Editorial y es uno de sus editores.

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