El genial poeta y sinólogo venezolano Wilfredo Carrizales, quien nos ha honrado con su amistad y apoyo, nos ofrece en ésta, su primera colaboración con revista Seda, su visión particular de la estepa mongola.

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El taxi se enfrentó a la recta carretera con audacia de baqueano. El asfalto se retorcía de dolor al ser herido por los certeros dardos del sol. Treinta y seis grados centígrados marcaba el termómetro y ya estaba extenuado. (El verano había cumplido su promesa: retornó con tantos fueros).

Al mediodía el plano paisaje no atraía a nadie. Sólo unos extraños grillos huían revoloteando por los bordes de la carretera al paso del vehículo y producían un chirrido que crepitaba.

El horizonte halaba hacia su azul a los verdes de la estepa y una línea esmeraldina ondulaba en lontananza. La taxista no le perdía ojo a la oscura recta y aceleraba hasta alcanzar los cien kilómetros por hora. El fuerte viento zarandeaba al pequeño vehículo y a cada instante reafirmaba quién gobernaba por aquellas latitudes, donde los árboles eran un factor imaginario. Por el espejo retrovisor unos vislumbres de jinetes recordaban que los fantasmas continuaban cabalgando en pos de prometidas conquistas.

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De improviso, las verdaderas dueñas de la estepa casi se introducen en el vehículo. Cuando uno menos se lo espera, aparecen vacas, en manadas, en grupos o solitarias y atraviesan la carretera con pasmosa lentitud o se detienen en medio de ella, un dilatado momento, y no le temen a los bocinazos de los automóviles o camiones o a los gritos de los conductores.

Como las vacas no pueden ramonear, al no existir árboles o arbustos, pastan aquí y acullá en la estepa a ratos amarillenta, a ratos verdecida. Ha llovido poco durante este verano y con frecuencia el agua tarda en encontrarse.

Las vacas parecen vigilarse unas a otras, aunque nadie sea capaz de decir si alguna de ellas funge de guía o rectora. Los toros están ausentes y tal vez sus trozos hiervan en los calderos a la hora del almuerzo en las yurtas.

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Las nubes emulan a las vacas y también cruzan la vía de asfalto, sólo que a cierta altura y en un orden cronométrico. El azul del cielo gana en realce. Provoca bajarlo a tierra y bañarse en él. O rociar al interior del vehículo con el color celeste para que todo sea un completo firmamento.

Desde mi asiento trasero observo la “pantalla” que tengo frente a mí y me imagino capaz de tocar un botón y darle vuelta. Naturalmente proseguiríamos nuestro viaje, pero ahora desplazándonos en contacto con la superficie de las nubes y la carretera encima de nosotros, extendiéndose infinita y guiando cada trayecto.

Mi sueño se interrumpe al divisar no muy lejos el puesto donde hay que pagar el peaje. El de la estepa es un tránsito a cancelar. El otro, necesita viáticos y un sacerdote imposible de encontrar en estos soleados retiros.

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Cancelado el peaje, del otro lado nos espera más infinitud (¿o será la misma, ya girada?), un rebaño amplio de cúmulos y el verdor de la estepa separado por cercas de alambre. El horizonte tira del taxi con su correa negra y requemada y el motor medio protesta porque ignora cuánto durará el recorrido. La llanura le gana un sinónimo a la eternidad.

Cuando menos uno se lo espera todo se detiene: el avance de las nubes, el tiempo, la evolución de las sombras sobre el pajonal, nuestra propia respiración… Una visión extática se apodera del sensible observador. El cosmos recrea a la estepa frente a tus ojos y es tanta la emoción que te sumes en un arrobamiento inefable y duradero.

Miro por breves segundos las manos de la taxista y rozan la superficie del manubrio sin tocarlo.

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Se acercó, a excesiva velocidad, un camión azul, cuerpo rodante desprendido del cielo. El taxi vaciló unos segundos, pero la carretera lo llamó al orden y a la estabilidad. (Mi corazón no tuvo tiempo de asustarse y más bien daba tumbos encima del extenso tapete verde). Las nubes jugaban a ser rebaños de ovejas y su lana flotaba a sus anchas en el ambiente.

Más adelante, una hondonada nos acogió con su frescura de útero encajado en lo telúrico. En el telón de fondo, los divinos escenógrafos pintaron una cadena montañosa que duerme su sueño de dragón derrotado.

El aire trajo un olor a hierba recién masticada. Los caballos no se habían presentado todavía, mas se les presentía por los signos invisibles de las herraduras sobre el prado.

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De pronto, la carretera perdió su raya blanca divisoria. Otra hondonada nos esperaba con sus apetencias de metales. Allí ya habían caído casi todas las nubes y también se había tragado a buena parte de la verdeante topografía. Luego no se sabía si existía una dehesa. Las florecillas gualdas estarían combatiendo contra los insistentes terrones.

El azul del cielo segaba, por momentos, nuestra línea de visión y el brillo de su hoz resonaba en los limpiaparabrisas. Las sombras no hallaban asidero y se desvanecían en la limpidez del aire.

El límite de flotación del horizonte se mantenía quieto. La brújula indicaba una derivación hacia el noreste: la dirección de donde suponía que debían volar los azores para reencontrarse con los señuelos atávicos.

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La dehesa, de nuevo. Aunque bastante herida por máquinas que tragan tierra y luego vomitan un pegote oscuro que endurece su alma. (A la par de la vía por donde transitamos, surge una contraparte más renegrida, más agresiva, más interventora). El azul celeste va camino del desvalimiento. Las montañas en lontananza arman un contrafuerte para que contenga la estupidez humana. Tal vez sea vano su esfuerzo.

En un descuido, ingresan al taxi unos moscardones por la ventanilla delantera. Le vienen huyendo al viento solar. Traen en sus patas pelos de ganado mayor. Como un mal menor, los dejo revolotear dentro del automóvil. Después me complazco en expulsarlos, uno a uno, en distantes parajes de la estepa, muy lejos de su ordinario hábitat.

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El taxi debe desviar el rumbo. Nos topamos con un calvero que suelta pedruscos a medida que avanzamos. Al alcance nuestro, un enorme camión cargado de rocas marca el improvisado camino con una estela de polvo y humo.

La bóveda celeste nos confirma que se ha sesgado unos cuantos grados a la derecha. La línea del horizonte se curva y nos acerca la inmensidad. Sólo un trazo alargado de nube testimonia el ejercicio frustrado de algún meteoro. Lo azul nos tonifica y da frescura.

En el espejo retrovisor, la imagen del pelo ralo e hirsuto del señor Kong [descendiente de Kong fuzi (Confucio)] me recuerda que su esposa ya no es la que va conduciendo. El taxi ronronea de diferente manera y traga polvo con discreción. La estepa ha desaparecido temporalmente. El viento acorrala unos chillidos de golondrina.

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Desembocamos en una carretera triste, lánguida, como enferma. Una raya amarilla la dividía con poca convicción. Unos cúmulos venían, raudos, protegiendo a un camión azul. (Todo daba a entender que el cielo únicamente paría camiones de su coloración). La estepa continuaba extendiéndose, pero no podía huir de los cercados que trataban de pararle el trote. A trechos, la estepa lucía una fatiga de siglos, una dubitación de lozanía.

El cielo se pegó al parabrisas. ¿Podríamos afirmar que el azul es el color de la soledad? ¿La metáfora plástica de lo íngrimo?

Mis ojos se desgajaron en la vastedad. El corazón palpitó sin límites. Tanta planicie provocó vacíos efímeros en el estómago. ¿Me disolví o anulé en medio de su inmóvil ondulación? La estepa me colocó frente a lo que no tiene mensura y me extravié en lo ignoto.

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Una vez más, al término de la tarde, las vacas, las trashumantes. Regresan lentamente al aprisco. Recelan de los extraños. Pero, ¿no son forasteros, a sus ojos, todos los que circulan por aquí desde que cubrieron los antiguos caminos con pez bituminosa?

Las vacas también saben de coquetería. Mientras el taxi permanece detenido, alguna aprovecha para mirarse en el vidrio de la ventanilla. Fotogénicas sí que no son: no sonríen y les importa un bledo la descripción gráfica. Lo suyo es la medición de la estepa.

El capítulo se cierra con detalles del origen de las nubes y el tiempo cuando se verifican los aprendizajes de las longitudes y las alturas del azul en las pupilas.

Me marcho con un esquema que encarece la depresión atmosférica.

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Sobre El Autor

Poeta, escritor, sinólogo, fotógrafo, artista visual y traductor. venezolano (Cagua, Aragua, 1951). Residió en Peking, China, donde estudió chino moderno y clásico, así como historia de la cultura china en la Universidad de Peking (1977-1982). De septiembre de 2001 a septiembre de 2008 fue agregado cultural de la Embajada de Venezuela en China. Textos suyos han aparecido en diversos medios de comunicación de Venezuela y China, entre otros países. También ha publicado los poemarios Ideogramas (Maracay, Venezuela, 1992) y Mudanzas, el hábito (Pekín, China, 2003), el libro de cuentos Calma final (Maracay, 1995), los libros de prosa poética Textos de las estaciones (Editorial Letralia, 2003; edición bilingüe español-chino con fotografías, Editorial La Lagartija Erudita; Peking, 2006), Postales (Corporación Cultural Beijing Xingsuo, Pekín, 2004), La casa que me habita (edición ilustrada; Editorial La Lagartija Erudita, Peking, 2004; versión en chino de Chang Shiru, Editorial de las Nacionalidades, 2006; Editorial Letralia, 2006) y Vestigios en la arena (Editorial La Lagartija Erudita, Peking, 2007), el libro de brevedades Desde el Cinabrio (Editorial La Lagartija Erudita, Peking, 2005), la antología digital de poesía y fotografía Intromisiones, radiogramas y telegramas (Editorial Cinosargo, 2008) y cuatro traducciones del chino al castellano, entre las que se cuenta Libro del amor, de Feng Menglong (bid & co. editor, 2008). La edición digital de su libro La casa que me habita recibió el IV Premio Nacional del Libro 2006 para la Región Centro Occidental de Venezuela en la mención “Libros con nuevos soportes” de la categoría C, “Libros, revistas, catálogos, afiches y sitios electrónicos”. Actualmente reside en Venzuela.

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