Del 12 de junio al 26 de julio se puede visitar en la sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno –Agüero 2502- la muestra Espartaco: Historia y gráfica, la cual exhibe una recopilación de la obra de los artistas que conformaron el grupo Espartaco: Carlos Sessano, Raúl Lara, Ricardo Carpani, Esperilio Bute, Elena Diz, Mario Mollari, Juan Manuel Sánchez, Pascual Di Bianco y Franco Venturi. Se trata de una recuperación de la experiencia histórica como toma de conciencia del pasado a través de objetos que permanecen como viajeros en el tiempo. Las piezas exhibidas provienen de archivos personales dispersos y son puestas en valor por parte de algunos de los mismos artistas en el rol de historiadores y curadores, en un renovado diálogo con el presente. Afiches, diarios, cartas, grabados, libros, catálogos y fotografías procuran dejar vivo testimonio de un período de creación y compromiso artístico y político en la Argentina.

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Espartaco: el drama de la forma y el contenido

El grupo Espartaco flota en nuestra memoria como un índice que remite a viejas insurrecciones esparcidas en el tiempo y a cercanas pasiones políticas que, sin dejar escucharse en los agitados años sesenta –pero todos los años lo son–, nunca terminaron de reacomodar su carga frente a los ejemplos consumados en forma cimera por los muralistas mexicanos. Se trataba, sin duda, de una cuestión de dimensión, de paredes, de edificios, de locales públicos. Arte público, expansión incontrolada del grafiti y muestra ultradimensionada del deseo de llegar a las multitudes sin perder la forma más eminente de los símbolos. Una vez declarado el anhelo de ampliación de la mirada estética por los sujetos de la historia –que no lo serían si no ejercían su propia contemplación, no en espejos rutilantes sino en pictogrifos que como en las cavernas primitivas trataron los temas de la vida y la reproducción natural del mundo circundante–, llevaba a un implícito y caudaloso tema. La emancipación social no sólo por el arte, sino el arte mismo convertido en centro de un llamado emancipatorio. El grupo Espartaco aclaraba que no se trataba de un arte social, de contenido fijo, ejecución lineal y reproductor, avasallado de naturalismos ociosos, ajenos al rumbo inquieto de las sociedades y a la propia renovación del arte en sus propias decisiones inmanentes. Esto es, para el grupo Espartaco no habían pasado en vano el cubismo, el expresionismo y de alguna manera, el surrealismo, por lo que sus figuras no eran las de un figurativismo sumario sino, a veces, el reverso de esa tendencia simplificadora con los elementos dislocados del propio figurativismo.

 

Cuando en 1938 en México se da a conocer el manifiesto de un arte revolucionario independiente, firmado por Diego Rivera, André Breton y León Trotsky, se conmueven los artistas de todo el mundo por la invitación a pensar en la autonomía artística sin abandonar la lógica intrínseca de la transformación social. No era un planteo fácil, pues al mismo tiempo que se reconocía la libertad artística en toda su expresión, se creaba un mundo histórico específico en el que ésta se debía desplegar. En la Argentina, Borges condenó este manifiesto con observaciones irónicas, y más allá de que las hubiera publicado en la revista El Hogar, no dejaba de señalar un problema que nunca fue ignorado por los autores de manifiestos por la revolución en el arte y la posibilidad de darle nuevas estéticas a la intranquilidad social de la época. Esta tarea la había cumplido, un poco antes y de manera rigurosa, el Manifiesto Surrealista de Breton. Y sin duda deben buscarse en estos antecedentes y otros parecidos, los cuidados que tanto el grupo Espartaco como Tucumán arde –éste ligado a la CGT de los Argentinos y con opciones que pasaban con más facilidad por la abstracción, el universalismo y por grandes metáforas heréticas– tuvieron en mantener la esfera del arte como una reflexión en sí misma, no como un vicariato de la revolución política. Precisamente, Espartaco no ve con buenos ojos el realismo profesionalizado de los anteriores procesos históricos que contaron con gerentes burocratizadores del arte, y proclama que ese espíritu revolucionario del arte será “por el libre juego de los elementos plásticos en sí”.

Las obras del grupo Espartaco postulan un mayor arraigo nacional y latinoamericano, pero pueden estudiarse también hoy en relación a las distintas expresiones formales de los integrantes del grupo, donde ciertas formas plenas de trazo expresionista quedan fijadas a figuras que recogen una gran tensión en el cuerpo y en el rostro, a punto de fijarse el ideal humanista como una adquisición de los rasgos graníticos de las grandes manifestaciones de la imponencia de la naturaleza. Carpani fue luego dando movimientos más sueltos a esos cuerpos obreros sorprendidos en una suma de musculaturas a punto del estallido, pero otros exponentes de esta tendencia ya habían adoptado, como Lara y Ventura, una fórmula más dócil para expresar la tensión histórica. En el conjunto de su desarrollo como experiencia artística nacional que proyecta situarse en la argamasa exigente de una época, Espartaco es recordado como una de las más importantes experiencias de agrupamiento social de artistas plásticos que escuchan el viejo llamado de pensar simultáneamente el arte y la transformación social. Poner estos hechos a la consideración de un público nuevo, completa uno de los vacíos notorios en los debates actuales sobre el arte social, el arte revolucionario o simplemente, sobre las herencias de las artes plásticas puestas a interrogar la vida social en momentos de resistencia y esperanza.

Horacio González

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De izq. A der. Elena Diz, Esperilio Bute, Carlos Sessano, Juan Manuel Sánchez y Mario Mollari, 1961

Manifiesto por un Arte Revolucionario en América Latina

Es evidente que en nuestro país, a excepción de algunos valores aislados, no ha surgido hasta el momento una expresión plástica trascendente, definitoria de nuestra personalidad como pueblo. Los artistas no podemos permanecer indiferentes ante este hecho, y se nos presenta con carácter imperativo la necesidad de llevar adelante un profundo estudio del origen de esta frustración.

Si analizamos la obra de la mayor parte de los pintores argentinos, especialmente de aquellos que la crítica ha llevado a un primer plano, observaremos como característica común, el total divorcio con nuestro medio, el plagio sistematizado, la repetición constante de viejas y nuevas fórmulas, que si en su versión original constituyeron auténticos hallazgos artísticos, al ser copiadas sin un sentido creativo se convierten en huecos balbuceos de impotentes.

Las causas determinantes de esta situación están en la base misma de nuestra vida económica y política, de la cual la cultura es su resultado y complemento. Una economía enajenada al capital imperialista extranjero no puede originar otra cosa que el coloniaje cultural y artístico que padecemos. La oligarquía, agente y aliada del imperialismo, controla directa o indirectamente los principales resortes de nuestra cultura, y, a través de ellos, enaltece o sume en el olvido a los artistas seleccionando únicamente a aquellos que la sirven. Constituye, además, por ser la clase más pudiente, el principal mercado comprador de obras artísticas. En virtud de los intereses que representa, se caracteriza en el plano cultural por una mentalidad extranjerizante, despreciativa de todo lo genuinamente nacional y por lo tanto popular.

El resultado de todo esto es que el artista no tiene otro camino para triunfar que el de la renuncia a la libertad creadora, acomodando su producción a los gustos y exigencias de aquella clase, lo que implica su divorcio de las mayorías populares que constituyen el elemento fundamental de nuestra realidad nacional. Es así como, al dar la espalda a las necesidades y luchas del hombre latinoamericano, vacía de contenido su obra, castrándola de toda significación, pues ya no tiene nada trascendente que decir. Se limita entonces a un mero juego con los elementos plásticos, virtuosismo inexpresivo, en algunos casos de excelente técnica, pero de ninguna manera arte, ya que éste sólo es posible cuando se produce una total identificación del artista con la realidad de su medio.

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No se piense que esta última sea una afirmación arbitraria: constituye un problema que hace a la esencia misma del arte. En efecto, un arte nacional es la única posibilidad que existe de hacer arte. A través de las mejores obras de los más grandes artistas de la historia, percibimos ante todo, el espíritu de la sociedad que las engendró. No puede ser de otra manera, ya que el artista es un hombre y todo hombre se conforma fundamentalmente según los elementos sociales que gravitan sobre él; producto de la sociedad, al expresarse artísticamente, si lo hace en un sentido profundo y con sinceridad, dará expresión de un modo inevitable, al medio que lo rodea.

El ritmo del crecimiento histórico es variable para cada sociedad y esa variación es el principal elemento incidente en el origen de las nacionalidades. En consecuencia toda obra artística, por el hecho de ser una expresión social, necesariamente ha de ser también una expresión nacional. Generalizando, podría decirse que el arte surge como el resultado de una necesidad expresión individual, que al concretarse será una expresión nacional, pues el individuo fundamentalmente es producto de la nación, y culminará finalmente, en expresión universal, ya que los problemas trascendentes del hombre son universales.

El problema del surgimiento de un arte nacional en nuestro país, determina el verdadero alcance que debe tener para nosotros el término “nacional”. Unidad geográfica, idiomática y racial; historia común, problemas comunes y una solución de esos problemas que sólo será factible mediante una acción conjunta, hacen de Latinoamérica una unidad nacional perfectamente definida. La gran Nación Latinoamericana ya ha tenido en Orozco, Rivera, Tamayo, Guayasamín, Portinari, etc., fieles intérpretes que partiendo de las raíces mismas de su realidad han engendrado un arte de trascendencia universal. Este fenómeno no se ha dado en nuestro país salvo aisladas excepciones.

El arte latinoamericano, considerando las características sociales y políticas de nuestro continente, ha de estar necesariamente imbuido de un contenido revolucionario, que será dado por el libre juego de los elementos plásticos en sí, prescindiendo de la anécdota desarrollada, si es que la hay. La anécdota podrá tener una importancia capital para el artista cuando aborda una temática que siente profundamente y en la cual encuentra inspiración; pero en última instancia no constituye el elemento que justifica y determina la validez intrínseca de la obra de arte, ni es de ella que emana el contenido de su trabajo. De ahí lo absurdo de cierto tipo de pintura pretendidamente revolucionaria que se limita a describir escenas de un revolucionarismo dudoso, utilizando un realismo caduco y superado. No es de extrañar entonces que por su misma inoperancia esta pintura sea tolerada, y hasta en cierto modo favorecida, por aquellos mismos que combaten toda expresión artística auténticamente nacional revolucionaria.

Es imprescindible dejar de lado todo tipo de dogmatismo en materia estética; cada cual debe crear utilizando los elementos plásticos en la forma más acorde con su temperamento, aprovechando los últimos descubrimientos y los nuevos caminos que se van abriendo en el panorama artístico mundial y que constituyen el resultado de la evolución de la Humanidad; pero eso sí, utilizando estos nuevos elementos con un sentido creativo personal y en función de un contenido trascendente.

Todo intento de creación de un arte nacional, es consecuentemente combatido por ciertos críticos al servicio de la prensa controlada por el capital imperialista. Se ha apelado a todos los recursos, desde el ataque directo, en nombre de una universalidad abstracta, hasta la rumbosa presentación de algo que, como arte nacional, ni siquiera es arte.

Se trata en verdad de refractar en el campo de la creación artística, el sometimiento económico y político de las mayorías, pero simultánea e indisociablemente, sus luchas por emanciparse. Porque en la medida en que el arte llama y despierta el inconsciente colectivo de la humanidad, pone en movimiento las más confusas aspiraciones y deseos, exalta y sublima todas las represiones a que se ve sometido el hombre moderno, es un poderoso e irresistible instrumento de liberación. El arte es el libertador por excelencia y las multitudes se reconocen en él, y su alma colectiva descarga en él sus más profundas tensiones para recobrar por su intermedio las energías y las esperanzas. De ahí que para nosotros el arte sea una insustituible arma de combate, el instrumento precioso por medio del cual el artista se integra con la sociedad y la refleja, no pasiva sino activamente, no como un espejo sino como un modelador.

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De las manos de la nueva generación de artistas latinoamericanos habrá de salir el arte de este continente, que aún no ha realizado su unidad; quizás le esté reservado a este arte revolucionario realizarla antes en la esfera creadora, como síntoma de la inevitable unificación política. Pues no sería la primera vez en la historia que el arte se anticipa a los hechos económicos o políticos; y tal vez en ello reside su grandeza. Partiendo de la realidad, la prefigura y la renueva.

Estos objetivos se cumplirán mediante una doble acción: el arte, no puede ni debe estar desligado de la acción política y de la difusión militante y educadora de las obras en realización. El arte revolucionario latinoamericano debe surgir, en síntesis, como expresión monumental y pública. El pueblo que lo nutre deberá verlo en su vida cotidiana. De la pintura de caballete, como lujoso vicio solitario, hay pasar resueltamente al arte de masas, es decir, al arte.

Esperilio Bute, Ricardo Carpani, Julia Elena Diz, Mario Mollari, Juan Manuel Sánchez

Publicado por primera vez en la revista Política n. º2, págs 10 y 11.

 

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Historia del grupo espartaco

En 1959, el entonces director del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Rafael Squirru, invita y alienta a Juan Manuel Sánchez (1930), Ricardo Carpani (1930-1997) y Mario Mollari (1930-2010) –que venían exponiendo juntos desde 1957– a participar como grupo en el 1º Salón de Arte Rioplatense. A ellos se suman dos nuevos pintores, Carlos Sessano (1935) y Espirilio Bute (1931-2003). Es en ese momento que se conforma el Movimiento Espartaco (ME), con el objetivo de aglutinar a todos aquellos artistas que compartieran la aspiración de ser parte de un arte de masas militante, que significara a su vez el reencuentro con la identidad nacional colectiva y por contigüidad lingüística, histórica y social con América Latina. Voluntad que se traduce a través del manifiesto elaborado por sus miembros fundadores publicado aquel mismo año. El nombre se toma en homenaje a la Liga Espartaquista, capitaneada por Rosa Luxemburgo, movimiento obrero alemán de raíz marxista. Antes de que concluyera aquel año se incorporó a la formación el fotógrafo Vallaco y el pintor boliviano Raúl Lara. En 1960 se incorporan Juana Elena Diz y Pascual Di Bianco.

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En 1961 Carpani se separa del movimiento, por un conflicto ideológico con Sessano, quien regresaba de Cuba. Di Bianco secundó la posición de Carpani, saliendo él también del grupo. En 1963 sale Bute y en 1965 se incorpora Franco Venturi (1937-desaparecido el 20 de febrero de 1976; el primer artista plástico asesinado durante la dictadura de Videla).

En agosto de 1968, el Movimiento Espartaco se disuelve y se despide con una importante exposición en la Galería Witcomb, en la que se incluyen trabajos de ex compañeros del grupo, como Bute, Di Bianco, Carpani y Lara.

Los Espartaco en su despedida manifiestan: “Hoy los fines que el grupo se había propuesto y en cierta medida conseguido, ya no son solamente sus integrantes quienes van en procura de ellos y en buena parte los han alcanzado”. Para luego afirmar que: “Pero si los objetivos del grupo son ahora los objetivos de la mayoría de sus colegas, continuar en él implicaría una actitud decididamente contradictoria con los propósitos que animaron y animan a sus integrantes: si su finalidad es hoy prácticamente la finalidad común, sus componentes deben integrar esta comunidad mayor”.

Tras la disolución del Movimiento Espartaco en 1968, algunos de sus ex miembros, como Bute, Carpani, Sánchez y Sessano, formaron parte de la Comisión Directiva de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos (SAAP), presidida por Ignacio Colombres, conformando así la Lista Blanca. Además, en compañía de otros pintores como Carlos Alonso y Julio Martínez Howard, se trató de gravitar en la problemática social del país por medio de trabajos y actitudes colectivas solidarias con los movimientos populares. En tal sentido, se realizaron los homenajes al Che, a Villa Quinteros, a Latinoamérica, al Malvenido Rockefeller, a Vietnam; hasta el exilio de algunos de ellos y la trágica muerte de Venturini.

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