Ilustraciones: Jackie Schneider
A Amalia la despiden del trabajo por contraer matrimonio. Un trabajo que es para ella una fuente de respetabilidad. Corre el año 1921. Se casa en secreto, la descubren, la delatan y la despiden. María Teresa Andruetto trae en esta crónica una historia de sometimiento que terminó en los diarios y abrió paso a discusiones como la necesidad de una licencia por maternidad, cuya primera ley de amparo llega en 1924.
Y siguen la historia de Papusza, poeta y cantante gitana que es uno entre pocos testimonios del exterminio gitano; la de Rosario y las siete mil mujeres de pueblo que avanzan bajo la lluvia por las calles de Versailles con cañones robados. Caminan hacia el palacio en busca de justicia: necesitan resolver la falta de pan.
Está también la novela de Fabio y la Negra, que cuenta con la complicidad de toda una audiencia televisiva de la mano del conductor más famoso de las noches; y la historia de Yvonne Pierron, compañera de Alice Domon y Léonie Duquet, las monjas francesas detenidas-desaparecidas, arrojadas vivas al río de la Plata en los vuelos de la muerte, durante la última dictadura.
Estas cinco crónicas inéditas de María Teresa Andruetto no dan respiro.
La puñalada de Amalia
La Unión Telefónica con sede en Londres surgió en 1882. En 1946 (64 años más tarde) el edificio en que funcionaba pasó a ser propiedad del Estado y en 1948 fue nacionalizada, así como otras empresas de servicios, por el gobierno de Perón y pasó a llamarse primero Empresa Mixta Telefónica Argentina y dos años más tarde ENTel, Empresa Nacional de Telecomunicaciones, hasta que fue nuevamente privatizada en la década del noventa, durante la presidencia de Carlos Menem. Fue después de esa privatización que la historiadora feminista Dora Barrancos investigó en los archivos de la ex ENTel apilados en un galpón de la capital, cerca de donde hoy está el casino flotante y en esos archivos se encontró con la historia de Amalia Carreras y la punta del hilo de una reivindicación.
Barrancos llega a Amalia interesada en la historia de las mujeres que trabajaron en la telefonía, así se hundió en el archivo para analizar los legajos de las empleadas ingresantes en la década de 900 hasta la llegada del peronismo, se topó con el expediente de Amalia y descubrió la restricción que existía para casarse. Era parte del reglamento, una norma adoptada por las compañías que desarrollaron la comunicación telefónica en occidente. Si bien los reglamentos de cada compañía variaban, la búsqueda laboral se orientaba a la contratación de mujeres muy jóvenes (no mucho más de 18 años al ingresar) y solteras (no se admitían casadas, tampoco viudas, por lo que imagino que el peligro empresarial era sobre todo la maternidad). La feminización de la tarea se justificaba por las habilidades de motricidad fina y por un sistema de motivación y premios por rendimiento, docilidad, obediencia y prontitud en el cumplimiento de la tarea, aunque el argumento hacia las empleadas y hacia la sociedad fuera que “los abonados preferían la amabilidad de las mujeres”. Solo el servicio nocturno quedó reservado a los varones. El trabajo era duro, sin tiempos muertos, con gran disciplinamiento y control excesivo, tenían prohibido entablar conversaciones con los abonados por fuera del “método” que regulaba los intercambios, y las distracciones y equivocaciones eran severamente sancionadas con un sistema de multas que permaneció hasta comienzos de la década de 1os ‘20. La retribución era baja, aunque superior a la de una operaria en una fábrica, pero el status social era completamente otro.
En el legajo de Amalia, a Dora le llamó la atención un papelito enganchado entre las hojas. Un mensaje anónimo que decía que la joven se había casado. La nota iba dirigida al director general: “Muy señor nuestro: Varios abonados a esa Compañía ponen en su conocimiento que fulanita de tal se casó el pasado sábado 30, y como el reglamento dice que las empleadas tienen que ser solteras, lo ponemos en su conocimiento para que tome las medidas que son del caso. Creemos que sobra cumplir como corresponde”. Tenía por firma la frase Varios Abonados. Había también un pequeño papel corroborando que: “A.C.C: á (sic) contraído matrimonio el mes pasado con F.P.B. en la Sección 8a. Informe oficial del Sr. Albarracín, jefe del Registro Civil de la sección 20”.
Amalia había nacido en Cuba en 1890, de padre español, comerciante, y madre costarricense y al menos por algún tiempo la familia había gozado de cierto bienestar. Por alguna razón, posiblemente económica, emigraron a Argentina y se instalaron en el barrio de Montserrat, donde ella y sus hermanas, terminaron trabajando como telefonistas. Una vez descubierto el casamiento fue despedida y aunque propuso todas las posibilidades que encontró, como por ejemplo que se la retuviera transfiriéndola a otras centrales, la medida no revirtió. Dora piensa que, en la insistencia de Amalia, estaba la necesidad de trabajar, pero seguro también el gusto por el trabajo que realizaba, porque tenía a su cargo un grupo de empleadas y porque ese trabajo le había posibilitado, además de cierto bienestar, una fuente innegable de respetabilidad. Llevaba años haciendo eso, y a la vez -en el imperativo social de la época en el que, para realizarse, una mujer debía tener un marido y ser madre- iba por los treinta y se le estaba, como solía decirse, pasando el tren.
Se casó en secreto, la descubrieron, la delataron y la despidieron, poniendo blanco sobre negro la injusticia a la que eran sometidas las mujeres y la desigualdad laboral para con ellas, ya que los hombres trabajadores de la Unión Telefónica, operadores o en otras funciones, sí podían casarse. El desenlace que tuvo el despido de Amalia terminó en los diarios porteños. El 24 de agosto de 1921 al mediodía, ella esperó que el director general llegara a su casa, en una de las zonas más ricas de la ciudad, para el almuerzo, y le recriminó que la hubiera cesanteado. Él respondió que eso era asunto de su jefe y que él no podía hacer nada. Cuando el hombre atravesó la cancel, ella se arrojó por atrás con un cuchillo y lo lastimó en la zona de las costillas. Él llamó a los gritos a su chofer, el chofer detuvo a Amalia y ella, asustada, declaró que acababa de ‘matar a un hombre’. No fue así, la cuchillada había sido superficial y el director pronto fue dado de alta; a ella le dieron una pena de 8 meses de prisión domiciliaria, porque se trató de una lesión leve y por una consideración muy patriarcal del juez (que, en este caso, resulto afortunada) quien considero que cómo era posible que siendo esencial la función del matrimonio y la maternidad, se la sancionara por casarse.
Los diarios de la época titularon de un modo que también favoreció a Amalia “Prestó sus servicios durante 14 años y se la dejó cesanteada por ser casada”, de modo que la noticia sirvió para abrir un debate sobre el reglamento que impedía a las mujeres casadas trabajar en la compañía, debate en el que participaron autoridades municipales y algunos miembros del Concejo Deliberante, en especial de la bancada socialista. El hecho abrió paso a una discusión sobre la condición femenina y el trabajo. En un artículo, el diario La Razón, se sumaba a los esfuerzos por exigir la licencia por maternidad, cuya primera ley de amparo llegaría tres años más tarde. La conmoción social producida por la puñalada de Amalia obligó a la Unión Telefónica a examinar la discriminación de las casadas, pidieron consejo a la central en Londres, la casa matriz recomendó flexibilizar y después de más de una década se logró por fin hacer caer la restricción.
Dora nos dice que La actitud individual que ella tuvo, la conectó, sin que se lo propusiera, con una causa colectiva; que su insurgencia, surgida de sus sentimientos individuales, no pudo evitar el lenguaje de la solidaridad. Esa fue la puñalada de Amalia. En su homenaje La Cátedra Libre de Géneros y sexualidades, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, lleva su nombre.
Papusza
Cuando yo era chica, la llegada de las gitanas al pueblo era un acontecimiento, la irrupción de lo distinto, temor y fascinación. Con sus polleras largas, sus gasas y sedas coloridas, las voces gruesas, el diente de oro asomando en la risa de viejas y jóvenes.
Las gitanas, las otras. Perseguidos, discriminados, sospechados, obligados primero al nomadismo y después al asentamiento forzoso, empujados a la pobreza y a vivir durante décadas fuera de la historia, el pueblo gitano es sobre todo tremendamente mal entendido, dice Isabel Fonseca quien realizó su trabajo de campo en Europa del Este, vivió con ellos, conoció sus costumbres, su idioma y su historia y publicó Enterradme de pie, un libro revelador sobre esos a quienes llama “los negros de Europa”.
El pueblo gitano ha vivido hasta no hace tanto “fuera de las normas de los demás pueblos, los sedentarios”, sin poseer más que lo que podían llevar con ellos, para vivir en el camino y tomar lo que les ofrecía. La nostalgia es la esencia de la música gitana, pero es nostalgia de ese camino que lleva a ningún sitio, porque la melancolía que se suele basar en la patria o en la casa no tiene sentido en la cultura romaní, donde no hay regreso, sino andar. O lungo drom, el largo camino, donde la naturaleza es el hogar y las grandes familias viajan en el tabor compuesto por carromatos, adelante los hombres, detrás las mujeres, abajo el suelo, arriba el cielo. Bronislawa Wajs, más conocida por Papusza fue una gitana que hizo cosas no habituales para una mujer de su pueblo. Nacida en 1908 o 1909 en algún lugar de Polonia cerca de Lublin y muerta en otra ciudad polaca en 1987 fue poeta y cantante, la primera -en esa cultura oral- cuyos textos fueron publicados. Papusza, su nombre gitano, quiere decir Muñeca y me pregunto si no vendrá de ahí el papusa lunfardo que se utiliza como equivalente de mujer linda, atractiva. Nació en una familia nómada, hija de una mujer gitana y de un hombre desconocido. Fue criada por su madre y su padrastro, pasó infancia y adolescencia con su familia en los territorios más orientales de la Polonia de entreguerras porque su tabor bajaba por los bosques orientales de Volinia hasta el sur de Ucrania. Eran arpistas, transportaban sus instrumentos y a veces paraban un día o dos en alguna aldea; esos fueron los momentos que ella aprovechó para aprender a leer y a escribir en parte de manera autodidacta, en parte ofreciendo víveres a cambio de que niños escolarizados le enseñaran, cada vez que la Kumpania se detenía en algún sitio. A los 15 años la obligaron a casarse con el hermano de su padrastro, arpista valorado en la comunidad, veinticuatro años mayor que ella. No tuvieron hijos, al parecer ella se negó a tenerlos, pero durante la Segunda Guerra adoptaron a un niño que ella encontró entre cadáveres y que cuidó con el beneplácito de su marido.
Basándose en la gran tradición gitana de narraciones improvisadas y canciones populares, compuso baladas, la mayoría angustiosos lamentos de pobreza, amor imposible y, más tarde, anhelo de una libertad perdida que hablaban de ningún sitio adónde ir y de ningún regreso. Bajo el nazismo, Papusza perdió más de un centenar de familiares en Auschwitz, muertos del genocidio gitano, el segundo en cantidad de víctimas después del judío, pero muy diluido en el relato de la historia universal. Perseguidos desde hacía siglos, expulsados primero a la vida errante, después perseguidos por su nomadeo, el vagabundaje…, imponiéndoles duros castigos o bienintencionados decretos que hablaban de integración, pero los obligaban a renunciar a su modo de vivir. En todas partes fueron perseguidos y la Segunda Guerra fue un paso más en esa dirección que empujaba al exterminio su forma de vivir.
Los poemas de Papusza son hoy uno de los escasos testimonios escritos del exterminio del pueblo gitano. En Lágrimas de sangre: lo que pasamos bajo los alemanes en Wolhiynia en los años 43 y 44, ella expresó la magnitud de los sufrimientos de su pueblo (pasaron dos años en un bosque viviendo bajo tierra, destruidos sus carromatos para no ser vistos, sin poder encender fuego), así como su amor por la vida y la naturaleza. Tras la Guerra, se refugió en el clan al que pertenecía Papusza, el poeta y etnógrafo polaco Jerzy Ficowski, partisano de la resistencia polaca a la ocupación nazi. Ficowski la animó a recopilar su poesía y le buscó editores y los poemas salieron en revistas y más tarde en una antología. Ella era prácticamente bilingüe, escribía su diario en polaco y su poesía en romaní, para lo cual utilizó los signos alfabéticos de la lengua polaca para transcribir la fonética romaní que carecía de escritura. Poco más tarde, las autoridades polacas llevaron a cabo un programa de asimilación y sedentarización forzosa del pueblo gitano como parte de la política pro-soviética de productivización. En ese contexto, Fikowski consideró que los poemas de Papusza podían servir con fines propagandísticos entre los romaníes para apoyar esa política de sedentarización, vivienda y escolarización, de los gitanos supervivientes del Holocausto. Pero más tarde, mientras Papusza residía en una granja para gitanos a orillas del río Varta, fue apartada del clan por «traidora», porque había «contado secretos» de las costumbres gitanas. Aunque ella pidió que se retiraran las ediciones, fue juzgada por los suyos, considerada impura y castigada con la expulsión de por vida de la comunidad. Ella quemó cerca de trescientos poemas inéditos, pasó ocho meses recluida en un psiquiátrico con una profunda depresión y los restantes treinta y cuatro años repudiada por los suyos, olvidada… rehuida por su generación y desconocida por la siguiente, hasta su muerte en 1987. Solo años más tarde se recuperó parte de la obra que no había destruido y desde entonces se la reconoce como una de las voces que más han defendido la cultura gitana. Kamira – La Federación Nacional de Mujeres Gitanas de Córdoba, España- reivindica su memoria con un Concurso Internacional de Poesía para apoyar y visibilizar la integración y convivencia de la cultura romaní y la polaca. La editorial española Torremozas editó un libro bilingüe con sus poemas titulado El Bosque, mi padre y en la web se puede encontrar videos donde ella canta en su lengua Nadie me comprende, / sólo el bosque y el río. / Aquello de lo que yo hablo/ ha pasado todo ya, todo, / y todas las cosas se han ido con ello…
La culpa de todo la tiene La Negra
En estos días[1] vi por televisión algunas notas por una denuncia de violencia de género, hecha por la mujer de Fabio La Mole Moli[2]. La mujer, conocida por los televidentes como La Negra, porque participó en algún momento en el programa de televisión en el que bailaba y cantaba su marido, después de sufrir violencia durante treinta años, logró finalmente, con ayuda de otra mujer del pueblo donde viven, hacer la denuncia. Luego muestran un video casero diciendo que no había querido decir lo que dijo, pero, aunque su marido fue a la comisaria a buscar a su mujer, porque entendía que era suya, de su propiedad, y aunque los hijos, las hijas, los yernos y las nueras se enojaron con ella y con la mujer que la ayudó, las acciones judiciales siguieron. El maltratador es una persona conocida, un personaje de la televisión que, en el momento de la denuncia, formaba parte de un programa muy exitoso de la noche[3] y un magazine televisivo de la mañana cuyos productores, ante la denuncia de violencia inmediatamente lo dejaron sin trabajo, lo cual aumenta la violencia de los hijos y el marido contra ella. En las filmaciones caseras, la nota muestra a hijos, yernos y nueras responsabilizándola de todo. La culpa es de La Negra. La televisión nos ofrece también esto como producto para consumir, se trata de algo que podríamos llamar la novela de Fabio y La Negra, un espectáculo para conmovernos, horrorizarnos y sobre todo burlarnos de una persona que hace un uso tan tosco del lenguaje, uso que no es una creación, una ficción, sino el modo particular de la lengua en un hombre criado en la pampa gringa[4], precariamente alfabetizado. Hasta aquí lo que ha sucedido, lo que asombra y espanta las buenas conciencias: un hombre que considera a su mujer como un objeto y no termina de comprender cómo es que ella no le hace caso. Pero antes festejamos al maltratador y nos reímos en ese programa mañanero, y antes nos divertimos escuchándolo hablar una lengua cruzada de “gringo de campo”, y antes lo aplaudimos en los teatros de revista en una ciudad turística, y antes lo vimos bailar de modo ridículo en un programa nocturno al que hacía subir notablemente el rating, y antes votamos para que no lo dejaran fuera de programa o para que lo dejaran fuera, mientras el conductor, el más conocido de todos los conductores del país, reía cómplice mirando a cámara, y antes aplaudimos la fuerza bruta de un hombre que carente de técnicas boxísticas pegaba y se dejaba pegar sobre el cuadrilátero, y antes cuando era muy joven, compañeros suyos de la zona donde vivía, trabajadores rurales, apostaban dinero para ver cuántas bolsas de cereal era capaz de soportar sobre sus hombros. Todo eso para que ahora nos asombremos de la violencia que él ejerce contra su mujer, una violencia en la que no parece haber otros responsables, ninguna responsabilidad del contratador que lo deja sin trabajo, ni del productor de teatro, ni del exitoso dueño del programa de la noche, ni tampoco de nosotros, que alguna vez encendimos un televisor, abrimos una revista sobre la farándula, pagamos las entradas para esas obras de teatro veraniegas o votamos para que no lo sacaran del aire. Todos culpamos a Fabio y él dice la culpa de todo la tiene La Negra, y lo mismo dicen los hijos.
Nadie, nada, nunca, como el título de un libro de Juan Jose Saer. La violencia que se ve, es la violencia explícita, brutal. Después está la otra, más sutil, esa que se alimenta con nuestras risas, nuestras burlas, nuestras complicidades e indiferencias, a veces apenas con un gesto que sostiene o que celebra.
Lleva tiempo esta marcha
Balún Canán se llama la primera novela de la escritora mexicana Rosario Castellanos. Fue publicada en 1957 y narra los enfrentamientos entre indígenas y terratenientes blancos durante la reforma agraria mexicana en la segunda mitad de la década del ´30. La misma Rosario era hija de terratenientes y se crió con una nana indígena que se llamaba Rufina. Su infancia transcurrió en la hacienda de Comitan, en la zona de Chiapas cuyo nombre en maya antiguo era Balunem K’anal que significa, dicen, Nueve estrellas. Escribió la novela contando experiencias de su niñez en ese mundo de propietarios que sometían a los indígenas, del que fue testigo; la narradora es, como lo había sido ella, una niña hija de los dueños de la hacienda. Parte del argumento tiene que ver con la educación, porque debido a nuevas leyes, los hacendados se ven obligados a darles instrucción primaria a los hijos de sus trabajadores, pero sucede que el maestro desconoce el idioma de los chicos y los niños no hablan “el castilla”. Dice la leyenda que la escritora de ésta y otras novelas, libros de poemas y un ensayo que se llama Mujer que sabe latín, tenía que escribir a escondidas (de cualquier modo, a juzgar por la obra enorme y su muerte relativamente temprana, se las ingenió bastante bien) porque a su marido lo sacaba de quicio el teclear de la máquina de escribir. No sé a qué se dedicaba este marido que la historia recuerda por el episodio de la máquina, pero sabemos que hubo un tiempo en el que era peligroso ser una mujer que sabe latín.
En las marchas de mujeres anteriores al encierro de la pandemia y en las redes, escuchamos la frase de la española Carmen Losa Sal de Ítaca, Penélope. El mar también es tuyo. Es que, a la luz de los masivos movimientos de estos últimos años, todo se resignifica; las protagonistas de los mitos griegos y las de los relatos bíblicos, pasando por los personajes de ficción, reclaman nuevas lecturas. También Penélope, la mujer abandonada durante veinte años por el rey de Ítaca, símbolo de fidelidad y abnegación, y la que espera con su bolso de piel marrón y los zapatos de tacón, según cantaba Serrat. Penélope, los movimientos de mujeres (y si digo mujeres puedo pensar en otros bordes, trans, negros, indígenas, o lisa y llanamente pobres) y un mundo más allá de nuestras Ítacas. Hoy ya no se discute que les penélopes de todo pelaje hayan decidido navegar, pero más se navega, más se ve cuánto falta cambiar. Acciones antes vistas como sometimientos, tales como tejer, coser, bordar, se han vuelto instrumentos de liberación, recuperación de una sabiduría ancestral; bordar en un espacio público puede ser revolucionario. Como la aguja que entra en la tela, la persona que se presenta a bordar penetra en el tejido social. Se mete a la calle como punzón enhebrado de voluntad en todo el colectivo humano, dice Francesca Gargallo en su libro Bordados de paz, memoria y justicia[5], y la vida de las monjas en las comunidades religiosas, permitió trasladar el nombre (sororidad) al hermanamiento de mujeres en la defensa de sus derechos. Tejiendo como Penélope, pero ya no encerradas en la casa, sino actuando con otras, bordando alguna forma de libertad.
Sal de Ítaca, que el mar también es tuyo.
No es que sea nuevo esto; ya doscientos años antes de Cristo, las matronas romanas hicieron una huelga reclamando mejores condiciones, y si el 14 de julio francés y la toma de La Bastilla les pertenece a los hombres, la revolución del 6 de octubre de 1789, es, como dijo Michelet, exclusivamente de las mujeres, aunque haya sido bastante invisibilizada esa acción. Mientras los diputados deliberaban acerca de cómo presionar a los reyes para que acataran consignas de la naciente revolución, se conoció la noticia de que siete mil mujeres avanzaban hacia Versalles con dos cañones que se habían robado. Eran mujeres del pueblo, comerciantes, vendedoras del mercado y obreras de los arrabales con cuchillos de cocina, picos y otras armas improvisadas. Nadie podía creerlo, siete mil mujeres bajo una lluvia torrencial caminaron los veinte kilómetros que las separaban del palacio, se precipitaron hacia los departamentos reales y empezaron a golpear la puerta de la habitación de la reina que apenas tuvo tiempo de escapar. La Marcha hacia Versalles fue de las mujeres del pueblo parisino que después de eso se metieron en la Asamblea donde no les estaba permitido el ingreso, se sentaron en las bancas al lado de los diputados y exigieron medidas para resolver la falta de pan.
Lleva tiempo esta marcha, lleva tiempo comprender los derechos de los otros y también los propios. La teoría del punto de vista[6], la convicción de que las perspectivas de los individuos marginados u oprimidos pueden ayudar a crear nociones más objetivas del mundo, porque están en los bordes y en sus luchas van «de afuera hacia adentro», lo que les permite una posición única para señalar patrones de comportamiento que los que están en el centro no pueden reconocer.
Ivonne
Entre los años 2014 y 2016, la cineasta Marina Rubino rodó una película sobre la religiosa Yvonne Pierron, compañera de Alice Domon y Léonie Duquet, las monjas francesas detenidas-desaparecidas, arrojadas vivas al río de la Plata en los vuelos de la muerte, durante la última dictadura militar argentina. Ivonne había nacido en Alsacia en 1928 y además de religiosa era enfermera. Llegó a Argentina después del golpe de Estado que derrocó a Domingo Perón en 1955, con la congregación de las Misiones Extranjeras; tenía diecisiete años. Pasó su primera juventud en Francia, en plena Segunda Guerra Mundial, sintió el llamado de Dios, ingresó al convento, cruzó el Atlántico hacia la periferia oeste de Buenos Aires, estuvo en la Patagonia, junto a los mapuche, en Corrientes con las Ligas Agrarias y soportó el secuestro de sus compañeras Alice y Léonie durante la dictadura. La sacaron de incógnito del país e hizo parte del forzado exilio en Francia (¡exiliada en su país de origen!) y vivió y trabajó en la Nicaragua sandinista hasta que pudo regresar a Argentina con el retorno de la democracia y se reinstaló en la provincia de Misiones, en su querido Pueblo Illia. Durante veinte años (1955-1975) Alice, Léonie e Ivonne, las tres monjas francesas, misionaron participando del trabajo social y religioso hasta que Alfredo Astiz se infiltró en los organismos de Derechos Humanos y sus dos hermanas de fe y trabajo fueron secuestradas, sometidas a tormentos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y en 1977, arrojadas al mar.
Vinimos para ser una más del pueblo y luchar con la gente contra los atropellos, dijo alguna vez sobre sus compañeras asesinadas, que hayan encontrado a Léonie es una buena señal. Ahora se sabe lo que les hicieron. Ellos pensaron que nadie se iba a dar cuenta y se equivocaron. Cuando se identificaron los restos de Domon, Pierron dijo: Yo nunca perdí las esperanzas. Se sabía que estaban en el mar y el mar siempre trae de regreso. Y hablando de regresos, con el regreso de la democracia Ivonne volvió a su pequeño amado pueblo misionero, a mil kilómetros de Buenos Aires, donde fundó un hogar escuela para albergar a los hijos de los productores de zonas alejadas, para que no abandonaran sus estudios.
Ivonne Pierron fue alfabetizadora de la multiculturalidad, enfermera, luchadora incansable, militante de los movimientos populares de América Latina, en los que actuó de un modo u otro durante seis décadas. Murió el 28 de septiembre de 2017, a los ochenta y nueve años. A su muerte, el gobernador de Misiones decretó duelo provincial y las escuelas misioneras pusieron sus banderas a media asta en reconocimiento a su vida como promotora de la paz y defensora de los Derechos Humanos. Desde el año 2013, la Defensoría del Pueblo de Posadas entrega un premio con su nombre a personas con alto compromiso en la defensa y la promoción de los derechos humanos. En 2015, se presentó la obra teatral Noches Negras, con relatos de lo vivido por ella, ocupa un capítulo del libro Misioneras bajo la dictadura y se adentran en su vida excepcional, el libro Yvonne Pierron. Su lugar en el mundo, del escritor Eric Domergue y la delicada película documental de Marina Rubino, donde se la escucha en off hablando de su infancia, se la ve declarando en la Megacausa ESMA y en su cotidianidad, recorriendo los lugares en los que dejó su huella indeleble.
Una vida difícil de resumir la suya, tan plena, tan llena de historia, pero por sobre todo tan llena de amor, de entrega, de lucha por la verdad y por la justicia. Allí, en Pueblo Illia, descansan sus restos, en el pequeño caserío donde alguna vez recuperó un albergue de madera que había sido consumido por las llamas, para convertirlo en una escuela. Casi al final de la película hay una escena memorable, con una frase tremenda dicha por su boca: siempre queda un sobreviviente para contar la historia. Me quedo pensando en ese lugar indelegable del testigo, en ese imperativo ético del que queda para dar testimonio, porque ¿qué será de nosotros cuando nadie tenga el valor de dar testimonio?
Ilustraciones: Jackie Schneider
Ig: https://www.instagram.com/jotaschneider/?igshid=1v3c026fg1z9k
[1]Verano 2017
[2]Eduardo Fabio Moli, exboxeador argentino de la categoría peso pesado, ganador del concurso televisivo Bailando por un sueño 2010 y del concurso Cantando por un sueño 2012, fue primero en tener un bicampeonato en los certámenes organizados por el programa de televisión Showmatch.
[3]Showmatch, programa de televisión conducido por Marcelo Tinelli.
[4]Región de las provincias argentinas de Córdoba y Santa Fe de producción sojera, con muchos descendientes de italianos.
[5]https://archive.org/details/BordadosDePaz
[6] Sandra Harding, Ciencia y Feminismo. Morata, 2019
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