Bellas historias de batallas aparentemente militares permiten vislumbrar la paradójica identidad del pueblo vietnamita, forjada en el constante choque con lo extranjero, con lo extraño.
Introducción
Un explorador lanzado a nuevos territorios, sin más auxilio que el de un mapa incompleto, poco legible y anacrónico; tal su situación, querido lector. Muñido de esta precaria introducción, su natural curiosidad y distracción lo animará a avanzar sobre las leyendas que siguen a continuación. Pero abordar a la cultura vietnamita es sumergirse en un mundo de fuertes antagonismos, donde no existe terreno firme, y los carteles indicadores se contradicen entre sí.
Baste detenerse a observar el mapa del actual país para comprender lo dificultoso que es hablar incluso de una homogeneidad cultural. Dos deltas -uno en el extremo norte, el otro en el límite sur- unidos por un estrecho corredor, sin ningún río unificador que actúe de eje, de axis mundi (precisamente en una región donde es el agua y no la tierra la que conecta a su gente).
Al oeste su geografía se eleva formando un anfiteatro, obligando a dar la espalda a la península de la que es parte, a respirar a través del mar. En sus tierras de origen, al sur de China, los viet supieron convertirse en hábiles agricultores, pero ya en el sur (Vietnam significa viet del Sur) fueron arrebatados por una realidad litoral.
Es en esta situación en-contrada en la que debemos enmarcar nuestra primera leyenda. El Espíritu de la Montaña en terrible disputa con el Espíritu de los Mares. ¿Quién saldrá victorioso? ¿Ganará la impronta cultural o la geográfica? ¿Se reafirmarán los orígenes o el desarrollo de la tradición? No nos adelantemos al final de la narración, pero sepamos que en la historia vietnamita nunca una característica terminará eclipsando fatalmente a su contraria; el equilibrio será siempre dinámico.
La irrupción de una China atípicamente imperial en territorio vietnamita será otro sello distintivo y nuevamente paradójico de su cultura. China será admirada y odiada, fuente de alabanza y objeto de rechazo, punto de referencia y factor de alteridad. Las continuas disputas militares (tomemos nota que las dos leyendas nos relatan contiendas bélicas), no serán sino la exteriorización de un enfrentamiento de identidad. Los vietnamitas se enorgullecerán por sobre sus pares sudorientales en base a su sinización, y destacarán su regionalismo frente a China. Serán reservorio de la más alta literatura confuciana, pero a la postre se desentenderán de los ideogramas. El confucianismo dividirá a su pueblo en clases, distanciando a los letrados del campesinado, pero los unirá frente a los ataques bárbaros.
En nuestra primera leyenda, los espíritus de la montaña y de los mares son mostrados antagónicamente, y se habla de ellos como «extranjeros». Vietnam se forjará en su resistencia (o mejor aún, en su in-sistencia), entre un avasallador influjo chino proveniente del norte, y una constante presión cham del sur. El trofeo por el que estas fuerzas extrañas se debaten está personificado por la hermosa princesa Mi Noung, la heredera del imperio. Resulta sumamente interesante que, como simbolizante del pueblo vietnamita, se halla elegido a una mujer. Tuvo ésta un papel fundamental –en el sentido de fundante- en la historia de Vietnam[1], para luego ser paulatinamente acorralada hacia el oeste, delimitada a las zonas elevadas del país por el empuje masculinizante del confucianismo. Una doctrina que se deja entrever en el manejo paternalista de las nupcias, y que, como contrapartida, obligará a nuestra princesa a partir a las montañas, donde todo sigue siendo cortés y silencioso… al menos durante un tiempo.
Es también una mujer, en nuestra segunda leyenda, quien, en unión con un dios, posibilitará, a través del engendramiento del dios Gióng, la transformación del reino en imperio, logrando aquello en lo que los valientes guerreros de la nación habían fallado. Es también virgen, pero ya no se trata de una cortesana sino de una aldeana. El indigenismo resulta por tanto más claro. Incluso se explicita que el rey mismo buscaba al salvador en el campo; allí donde la sinización en general y el confucianismo en particular tuvieron menos influencia. Y la grandeza de esta forma originaria, irá paulatinamente concientizándose en la aldeana y el pueblo, y en la misma medida el dios Gióng la pondrá en acto.
Por el contrario, la autoproclamación del dios Gióng, como “Hijo del Cielo” nos demuestra la impronta china. Los reyes vietnamitas, por haber adoptado el concepto gubernamental chino, lo mismo que por su orgullosa posición dentro del Asia sudoriental de ser los herederos directos de la desarrollada cultural china, fueron los únicos reyes de la región en proclamarse emperadores.
Como habíamos anticipado la segunda leyenda es también un relato épico. La historia vietnamita puede ser hilvanada a través de sus continuas guerras. Su sobrevivencia es, a juicio de muchos autores, fruto de una natural conciencia nacional, y así parecerían afirmarlo ciertas partes del relato, cuando nos hablan, de “proteger a su amado país” o de haber asegurado “la paz de la patria”. Otros investigadores descartan totalmente la existencia de una identidad homogénea a priori, y llegan a referirse a Vietnam, como al “territorio menos coherente del mundo”[2].
La identidad de un pueblo o de una persona se forja en el encuentro, en el choque con aquel que está en-contra-do con uno. Medirse con grandes contrincantes nos revela la grandeza propia. El diminuto pueblo vietnamita templó su alma frente a desarrolladas culturas y poderosos ejércitos, como China y Estados Unidos. Su persistencia nos permite acaso vislumbrar la complejidad de su hechura. Puedan estas bellas leyendas dar pruebas de ello.
Martín Lo Coco
La leyenda de Son Tinh (El Espíritu de la Montaña) y Thuy Tinh (El Espíritu de los Mares)
Había una vez una hermosa princesa llamada Mi Nuong, que era hija del Emperador Hung Vuong, el decimoctavo emperador de la dinastía. Su radiante blleza era reconocida en todo el reino y su fama llegaba incluso a los países vecinos, de modo que muchos pretendientes venían del extranjero a pedir su mano al Emperador. Sin embargo, el Emperador no creía que ninguno de ellos fuera lo suficientemente bueno para su hermosa hija. Él quería que Mi Nuong se casara con alguien realmente distinguido y poderoso. Su madre, la Emperatriz, que estaba muy preocupada por el futuro de Mi Nuong, le dijo: “Ya es tiempo de que contraigas matrimonio, querida. Espero que tu padre encuentre a un hombre apropiado para ti”.
La princesa no pudo ocultar su emoción y felicidad. Sus preciosos ojos se llenaron de lágrimas, y dijo: “Madre, muchas gracias por tu consideración. Depende de ti y de mi padre decidir por mí. Comprendo que debo contraer matrimonio y tener niños como otras mujeres. Creo que mi padre elegirá una persona apropiada”.
Un día aparecieron en la corte dos jóvenes hombres. Uno de ellos era Son Tinh, el Espíritu de la Montaña, y el otro era Thuy Tinh, el Espíritu de los Mares. Ambos eran igualmente apuestos, distinguidos, y poderosos. La diferencia de carácter entre los dos hombres consistía en que, mientras Son Tinh era cortés y callado, Thuy Tinh tenía un temperamento feroz.
Son Tinh hizo una reverencia con la cabeza y le dijo respetuosamente al Emperador: “Mi nombre es Son Tinh. Mi reino comprende todas las montañas, y gobierno sobre todas las criaturas vivas que hay en ellas. Poseo todas las riquezas de la tierra, incluyendo a los hermosos árboles, plantas y flores, puedo invocar a leones y pájaros, puedo hacer que las montañas crezcan hasta el cielo. Deseo casarme con la princesa y prometo traerle felicidad y una vida eterna”.
Thuy Tinh se adelantó, hizo una reverencia con la cabeza y dijo: “Mi nombre es Thuy Tinh, soy el Espíritu de los Mares. Gobierno sobre todas las criaturas que habitan las aguas, me pertenecen los corales, las perlas, y todos los tesoros que hay bajo el mar. Puedo elevar el nivel del agua tan alto como la cima de una montaña, puedo hacer llover y puedo juntar tormentas. Si la princesa me desposa, se convertirá en la Reina del Océano. El más maravilloso mundo submarino y el más magnífico palacio submarino serán suyos”.
El Emperador escuchó atento a los pretendientes, pero se resistía a tomar una decisión porque ambos habían llegado al mismo tiempo y eran igualmente apuestos y poderosos. Así que les dijo: “Mañana, el primero que traiga el regalo de bodas, tendrá la mano de mi hija”. Los pretendientes abandonaron la corte y se apresuraron en volver a sus respectivos reinos con la esperanza de casarse con la princesa.
Thuy Tinh hizo que sus súbditos recogieran las mejores perlas y joyas, y los más exquisitos manjares marinos. Son Tinh ordenó a su pueblo que juntaran los mejores diamantes y las piedras preciosas más finas que encontraran. También eligió las frutas más deliciosas y las flores de fragancia más exquisita sobre la tierra para el Emperador y la Emperatriz.
A la mañana siguiente, Son Tinh y un séquito de cien personas fueron los primeros en llegar a la corte. Traían bandejas llenas de joyas y canastas llenas de mango, uvas, frutillas, rosas, y orquídeas. El Emperador estaba encantado con todos los regalos, y estuvo de acuerdo en permitir a Son Tinh que se casara con su hija. Mi Nuong se despidió del Emperador y la Emperatriz, subió al palanquín, y siguió a Son Tinh hasta su reino en la montaña.
Después de que Son Tinh y Mi Nuong hubieron dejado la corte, llegó Thuy Tinh con su séquito que cargaba bandejas de joyas y perlas, y canastas repletas de comida marina. Pero cuando se enteró que Mi Nuong se había ido con Son Tinh sólo unos minutos antes, se enfureció. Inmediatamente ordenó a sus hombres que persiguieran a Son Tinh y raptaran a Mi Nuong.
El Espíritu de los Mares gritó enardecido y blandió su espada mágica. Entonces, las criaturas del mar se convirtieron en miles de soldados, una lluvia pesada comenzó a caer, y ráfagas de viento soplaron como nunca antes. El nivel del agua creció más y más, hasta que las olas y la marea arrastraron miles de árboles y casas.
Son Tinh, que tenía su propia varita mágica, convirtió a los animales de la montaña en miles de soldados que contraatacaron. Hizo que la montaña creciera más y más, mientras las aguas subían, para mantenerse a salvo. La guerra entre Son Tinh y Thuy Tinh duró varios días. Nadie salió victorioso, y muchas vidas se perdieron. Finalmente, Thuy Tinh y sus hombres cesaron de luchar y se retiraron al mar. De todas formas, el Espíritu de los Mares nunca renunció a la idea de raptar a la princesa, así que cada año junta tormentas y hace crecer las aguas hasta la cima de la montaña donde viven Son Tinh y Mi Nuong. Pero nunca gana la guerra. Cada año, cuando la lucha entre los dos Espíritus se desata de nuevo, la gente y los animales sufren, y las cosechas y propiedades son destruidas.
Revista Seda
En Revista Vietnam; dr. Le Quoc Trung; Edición Nº 39; La Habana; Mayo-Junio 2002; pág. 21
El Dios Gióng
Durante el reinado del rey Hung vivió una mujer que nunca se casó. Una mañana, cuando amanecía, ella salió a su pequeño jardín y, para su sorpresa, se encontró con una enorme pisada, en el medio de la cual había una semilla de tomate.
“Oh, qué grande que es”, se dijo sorprendida. “Semejante huella puede haber sido dejada sólo por un gigante”.
Eventualmente, su curiosidad sacó lo mejor de ella y, dubitativa, colocó su propio piecito en la enorme pisada para comparar el tamaño. Fue entonces que todo su cuerpo se estremeció al sentir una extraña sensación que la atravesaba en oleadas. Al pasar el tiempo, dio a luz un bebé hermoso, al que llamó Gióng.
Ella lo amaba tiernamente y lo cuidaba muy bien, pero cuando el niño tenía tres años, aún no podía hablar, ni sentarse, ni siquiera rodar hacia los lados.
Fue durante esa época que los ejércitos de Ân invadieron el reino del rey Hung. Los depravados intrusos arrasaron aldeas, masacraron a la gente y saquearon el campo. En vano, los valientes guerreros de la nación se sacrificaron para proteger a su amado país, pero las hordas bárbaras se desparramaron más y más por todo el reino.
El rey envió mensajeros por el campo buscando a alguien que pudiera salvar a su pueblo en esta época de peligros. Uno de ellos, a su debido tiempo, llegó a la aldea donde vivían Gióng y su madre.
Cuando la avejentada mujer se enteró del propósito de la visita del correo del rey, bromeó con su hijo: “Oh, mi amor,” le susurró, “tal vez algún día tú, que eres tan lento para aprender a hablar y a caminar, serás lo suficientemente fuerte para salvarnos de los ejércitos de Ân.»
Para su espanto, el niño se sentó y le habló por primera vez: “Madre, por favor, invita al mensajero a que venga a casa”. Luego volvió a callar.
La mujer se encontraba confundida, pero feliz, y se apresuró a lo de sus vecinos para contarles del milagroso acontecimiento. “¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?”, preguntaba nerviosa.
Todos consideraron el suceso de lo más notable, y después de mucho discutir un viejo aldeano aconsejó: “Invita al mensajero a tu casa. Así él sabrá lo que quiere el niño”.
Cuando el mensajero entró en la casa, se quedó pasmado y se enfureció. “¿Qué tontería es esta?”, reclamó. “Este es sólo un niño. ¿Cómo te atreves a hacer perder el tiempo al correo del rey con semejante estupidez? Te juro que…”
“¡Silencio!” Gióng habló de nuevo en un tono severo e imperativo. “Dile al rey que mande a confeccionar una armadura y un casco de hierro que le quepa a un guerrero de diez truong de alto. Dile también que debe mandar a hacer una espada de hierro que muchos soldados no puedan levantar, y para cargar este peso, un caballo de hierro gigante”.
La autoridad de su voz fue tal, y tal era el aura que lo rodeaba, que el mensajero supo que el niño no era cualquier mortal. Así que se apresuró hasta el rey para comunicarle la instrucción divina.
El rey ordenó que se juntara todo el hierro de la citadela y que se construyeran poderosos hornos de herrero. Durante mucho tiempo, los herreros y armeros trabajaron usando toda su fuerza y astucia para crear como nunca antes. Los cielos nocturnos brillaban por las chispas de sus yunques, y el aire se llenaba con el repique de sus grandes martillos sobre el metal. Cuando terminaron, doce hombres fuertes no pudieron levantar la espada, y muchos se necesitaron para llevar todos los armamentos al niño Gióng.
Cuando la madre escuchó que se aproximaba la muchedumbre alborozada se turbó. “La tarea de salvar a este país no es un chiste”, reprochó a su hijo. “La multitud que trae lo que pediste se acerca, pero tú aún eres un niño que no puede caminar”.
Gióng se puso de pie y habló. “No te angusties, querida madre. Todo lo que debes hacer es traer tanta comida como yo pueda comer. Entonces verás un cambio”.
La madre preparó una gran olla de arroz que él comió en un parpadeo. Luego otra, y otra más, hasta que la casa estaba desierta de comida. Mientras comía, él niño crecía más y más, y mientras crecía, los vecinos traían olla tras olla de arroz y mucha fruta, carne, y vegetales, para ayudarlo a crecer aún más.
Gióng habló de nuevo: “Madre, debe tener algo de ropa”.
Los aldeanos trajeron vestidos tejidos y prendas elegantes, pero él crecía tan rápido que tenían que agrandar la ropa una y otra vez.
Cuando los soldados y sirvientes del rey llegaron trayendo su preciada carga, Gióng salió de su casa y levantó los hombros. Ante ellos estaba parado un gigante de diez truong de alto.
“Soy el Hijo del Cielo”, proclamó con voz de trueno.
Vistiendo el macizo casco y la armadura forjada con tanta astucia, tomó la poderosa espada y saltó sobre el grandioso caballo. Instantáneamente, éste se llenó de vida y la tierra tembló ante su bufido. Cuando Gióng le golpeó ligeramente los costados con sus tacos, el corcel se encabritó y exhaló llamas y humo. Con un gran salto pasaron por sobre los aldeanos y los campos para dirigirse hacia los ejércitos de Ân.
En poco tiempo ya se encontraban entre el enemigo en su campamento del bosque. Poderosos eran los golpes de la hoja de Gióng, que centelleaba como relámpagos, asesinando a sus adversarios por manadas. Golpeó una y otra vez, y su terrible caballo exhalaba fuego sobre las tiendas y chozas de los Ân, convirtiéndolas en piras resplandecientes. Un gran miedo había en los corazones de los bárbaros.
El general Ân incitaba a más y más hombres a entrar en la pelea, pero con cada nueva oleada que se acercaba, Gióng se volvía más fuerte.
Tan seguidos y poderosos eran sus golpes, que incluso una hoja forjada por los más grandes herreros del país no podía resistir. El glorioso acero se quebró por la empuñadura. Sin pausa, Gióng arrancó un macizo bambú de la tierra y atacó a sus adversarios aún con más furia.
Se les quebró el espíritu y huyeron. El vengativo Gióng los persiguió hasta que hubo asesinado al general y los pocos restantes se hubieron humillado ante él. En medio día Gióng había conquistado a los invasores.
Cuando concluyó su tarea, el dios guió a su caballo a las montañas Soc. Ahí puso la armadura de hierro y el gran casco de guerra a un lado, y golpeando suavemente sus tacos contra los costados del feroz corcel, voló hacia los cielos.
Hoy, rastros de las marcas de los cascos de la maravillosa bestia permanecen como estanques en las aldeas de Kim Ang y Da Phúc, que están situadas en las montañas Soc. También existe una aldea llamada Làng Cháy (Villa Quemada) que, la gente dice, está cerca de donde Gióng y su feroz corcel infligieron su venganza contra aquellos que perturbaron la paz de la patria.
Traducción del inglés: Darío Seb Durban
Tomado de Vo Van Thang y Jim Lawson, Vietnamese Folktales
(Nha Xuat Ban Da Nang, 1993), pp. 21-25. No copyright notice.
Por la Universidad de Pittsburgh. http://www.pitt.edu/~dash/giong.html [28/10/06]
[1] En los anales vietnamitas se cuenta que el pueblo viet es descendiente de una Princesa Inmortal, deidad de las Altas Montañas, y de un Dragón, rey de los dragones del mar.
Por otra parte, Kim Van Kieu, el monumento mayor de la literatura vietnamita, un poema escrito por un funcionario de la Corte Imperial de los Le, nos habla de una lucha cuyo personaje central no es un héroe, sino una joven.
También son mujeres, ya no legendarias ni literarias, sino históricas, las heroínas más remotas de la historia del país, las hermanas Trung. Estas se suicidaron ahogándose para evitar su captura en manos chinas, y este hecho marcó una bisagra histórica entre un pasado puramente indígena y una cultura de gran mixtura con elementos foráneos.
[2] LIEBERMAN, Victor; Strange Parallels. Southeast Asia in Global Context, c.800-1830. Volume 1: Integration on the Mainland; Cambridge University Press; Cambridge; 2003; Capítulo 4; págs. 338-456