La gran disparidad bibliográfica sobre temas islámicos, entre una devastadora mayoría referida al extenso territorio que va desde Medio Oriente al subcontinente indio, y una diminuta cifra relacionada con el sudeste asiático, parecieran obviar un impactante hecho estadístico: que es precisamente en esta última región donde se encuentra el país con mayor cantidad de habitantes musulmanes del mundo. La razón de este aparente olvido pareciera recaer en consideraciones de distancia geográfica respecto del centro de origen del Islam, y su consiguiente tendencia a formas de profesión heterodoxas. El siguiente artículo despliega brevemente la importancia y característica del mundo musulmán en el Asia sudoriental; para luego presentar al lector la distinción geográfica-cultural entre la península arábiga y el archipiélago indonesio, en el marco del nacimiento y expansión de la religión del Profeta.
La llegada del Islam al Sudeste Asiático
Introducción
Los países del Asia sudoriental, habitados por personas cuya profesión de fe corresponde mayoritariamente al Islam, poseen marcadas diferencias geográficas, lingüísticas, históricas, y culturales, respecto de aquellos que fueron cuna de la religión islámica propiamente dicha.
Si bien el Islam, en el momento mismo en que se sella como religión, denota un espíritu comunitario y contemplativo, abre las puertas a la firme convicción de un Estado abarcativo a nivel global, entendiendo como espacio propio la Tierra en sí misma, y presentando a la Meca como el lugar sagrado y epicéntrico por excelencia.
De esta forma, de manera natural y pacífica, el Islam, a través de una clase media comerciante, fue propagándose por las islas del Sudeste Asiático, hasta convertir a sus filas a la amplia mayoría de su población.
Indonesia, el país más importante de esta región insular, tanto en tamaño como en cantidad de habitantes, posee la mayor concentración poblacional musulmana del mundo a nivel Estado. En este sentido podemos afirmar que actualmente, el Sudeste Asiático en general, e Indonesia en particular, se presentan como el grupo referente a nivel mundial más importante sobre la representatividad de comunidad islámica.
Asimismo, su pacífica convivencia -hasta hace muy pocos años-, ha demostrado que esencialmente no se encuentran signos que exalten violencia entre diferentes grupos étnicos y muestra su afable adaptación a costumbres locales.
Durante el transcurso de la historia de la humanidad, individuos inescrupulosos han utilizado una y otra vez la religión como factor de acción político-militar, y el Sudeste Asiático no es, en este sentido, una excepción a la regla. De hecho, grupos que enarbolaron la religión como forma de contienda, han vislumbrado su creación dentro de esas tierras, sembrando el terror y la angustia dentro de la población. Sin embargo, los creyentes abiertos al diálogo y al entendimiento (quienes han conformado históricamente el grupo islámico predominante en la zona) han sabido enfrentarse a los partidarios de un supuesto Islam que abraza el terror y la disputa antes que la paz y la hermandad. La intolerancia y la agresividad que expresan se encuentran alejada totalmente del significado de religión.
El Islam en el Sudeste Asiático se sabe tolerante de otras manifestaciones religiosas y culturales, y en su gran adaptabilidad, supo incluso hacer suyos ciertos elementos extraños a su forma primigenia, sin perder, por ello, su más pura esencia.
Ejemplo de ello, es la pacífica convivencia con grupos cristianos y la invitación mutua a compartir las fiestas tanto de unos como de otros aún a nivel gubernamental sin que ello hubiese generado ningún tipo de resquemor.
Dos geografías, dos culturas
Cuenta una leyenda popular que no fue hasta terminar su Creación, que Allah descubrió que habíase olvidado de la arena. Presto a solucionar su omisión, proveyó al árcangel Yibril[1] de un gran saco de arena, y le ordenó esparcirla en forma armoniosa sobre las costas marinas. Pero resultó que Iblis, el ángel caído, siempre pecador en desobediencia, perforó el saco que Yibril cargaba, provocando el vuelco de todo su contenido en el territorio que éste sobrevolaba entonces: la península arábiga.
De resultas de tal accidente, los árabes han heredado uno de los desiertos más inhóspitos del mundo, y, no podía ser de otro modo, esta geografía extrema es, en gran parte, forjadora de su cultura.
El gran contraste entre las calientes y monótonas arenas, y los pocos y frescos oasis, devino en la creencia de que ciertas cosas (y no todas), eran cualitativamente distintas. Así, en la época de la yahiliya[2], ciertas piedras adquirieron una consideración cultual, separándose del resto, haciéndose sagradas («sagrado» significa, precisamente, «separado»), son los llamados betilos. Esta antagonía geográfica es también observable, ya en época islámica, en la forma en que el Corán describe paraíso e infierno; el primero contenedor de los encantos propios de un oasis, el segundo resaltando el aspecto sofocante de las extensiones desérticas.
La dificultosa vida hará necesaria la ayuda del otro. El prójimo será hermano en necesidad. Y es así como la obligación de hospitalidad (incluso a personas ajenas a la propia tribu) y protección, como así también la prohibición del enriquecimiento de unos en desmedro de otros, se instalará como forma común y ética en la población, dando como resultado en su observancia una concepción igualitaria de los diferentes integrantes del grupo. Posiblemente la estructura poco jerarquizada de la religión islámica, tan opuesta en este sentido a la Iglesia Católica, pueda rastrear sus bases en estas antiguas nociones caras al beduino pre islámico.
La obligación de dispensar buen trato al extraño tenía sus límites. Cada cierto período, los pastos escaseaban más de lo común, entonces, como última opción, los integrantes de una tribu se veían en la necesidad de hacer incursiones de saqueo, que recaían generalmente sobre los oasis, pero a veces sobre sus pares nómades.
Sea en el ataque, sea en la defensa de la propia tribu, la función masculina cobró una importancia capital, y es así que encontramos un temprano patriarcado que continúa hasta nuestros días, donde el patrimonio familiar se mantiene por línea masculina.
Para sobrevivir en el desierto uno debe mantenerse en movimiento. Y la domesticación del camello permitió surcar el mar de arena en todas direcciones. De hecho, fue el comercio caravanero el que durante siglos hizo prósperos a los habitantes de la península. La arena no generaba ningún producto de importancia, pero recorrerla llevando y trayendo los productos de los alrededores era algo rentable (los oasis, en este sentido, actuaban solo de paradas en el camino, donde aprovisionarse para continuar la marcha). El vivir del intercambio generó una población netamente dedicada al comercio (si hasta el propio Muhammad regateó con Allah la cantidad de rezos diarios obligatorios consiguiendo una gran rebaja[3]). Por otra parte, el constante traslado hizo conocida a todos la situación en derredor.
El vivir entre dos inmensidades, un cielo infinito y un desierto inacabable, ubicó al hombre en un lugar insalvablemente inferior al de Dios. Aún en los momentos de mayor expansión y prosperidad, el poder del soberano «se hallaba limitado en principio por la Ley Sagrada que, por ser de origen divino, precede y gobierna al Estado»[4].
Pero más allá del mundo conocido, en las islas del Sudeste Asiático, una geografía hospitalaria parecía no haber sido modificada en su verdor por ninguna travesura del ángel caído. En esas tierras, Allah se mostraba por signos menos abruptos. En realidad era difícil hablar de signos (en el sentido de algo que se diferencie del resto, lo significativo en contraste con lo indiferenciado), pues todo allí era bello y accesible al hombre.
Tanta riqueza sin distinción llevó a los pobladores a una creencia animista, donde todas las cosas parecían contener un alma.
La espesura de la vegetación y lo abrupto del terreno hicieron dificultosos los caminos terrestres, provocando que poblaciones más o menos cercanas se desconocieran unas de otras. De esta forma, el extraño fenómeno de una gran diferenciación tecnológica entre poblaciones cercanas, no estuvo ausente en la historia del Sudeste Asiático.
Todo en estas tierras estaba al alcance de la mano, no existía necesidad de guerras (si bien las hubo). Así, una natural tolerancia del otro se fue asentando entre los indígenas. Además, el innecesario mantenimiento de ejércitos listos a dar batalla, minorizó la importancia del varón, y la mujer ocupó un lugar de primer orden, haciendo del matriarcado la forma de organización social más frecuente.
Las islas eran ricas en materias primas, y si bien resultaba difícil el traslado por tierra, la gran variedad de ríos y las tranquilas aguas marinas de la región permitían un rápido acceso a diferentes zonas costeras, convirtiendo a sus pobladores en hábiles comerciantes y en no menos excelentes navegantes, lo mismo que sumando a su economía, generalmente basada en el arroz (cultivo que requiere de una gran cantidad de agua), una fructífera pesca.
Por otro lado, si bien la península de Indochina, se vio influenciada tempranamente por las dos grandes civilizaciones más cercanas (su mismo nombre da crédito de tales influencias), las islas escaparon durante mucho tiempo al influjo de las culturas china e india, afirmando durante siglos sus características autóctonas.
Pero ulteriormente la civilización india hará su arribo masivo en la región insular, y aunque con muchos elementos en común, pondrá de propio más complejas y organizadas religiones, el hinduismo y el budismo, que subyugarán a las poblaciones locales, produciéndose sus rápidas propagaciones.
La concepción de un rey divinizado gobernando un imperio y una organización social estratificada fueron los aspectos más importantes que los nativos heredaron del subcontinente.
¿Un posible encuentro?
Si pudiera el lector por un momento imaginar el encuentro de tan diferentes realidades, el duro hombre del desierto lanzándose a la mar al choque del dócil isleño, su sentido común le hablaría de una situación de desconocimiento, de no entendimiento, de dos hombres que estando frente a frente se miran y no se reconocen. Vendría seguramente a su mente aquel pasaje, repetidos en diversas partes del sagrado Corán, que dice: «si Allah hubiera querido, habría hecho de los hombres una sola comunidad»[5], y desfallecería en su propósito.
Si acaso tuviera todavía la audacia de suponer una conversión del nativo a la religión del recién llegado, una segunda observación, ya más detenida, lo haría, ahora sí, abandonar su empresa. Caería en la cuenta de que el Islam, más que ninguna otra religión en el mundo, no se encuentra limitado a lo estrictamente dogmático, y de allí que su adopción incluiría además aspectos inherentes a la concepción del gobierno, un accionar social totalmente reglado por su sistema jurídico, una forma particular de hacer ciencia, y hasta ciertas limitaciones en la forma de encaminar lo artístico. Para el isleño del sudeste asiático, sin nexos de ningún tipo con el hombre de las arenas, esto hubiese significado una revolución cultural total.
Sin embargo, lo que resulta a toda vista un imposible, lo que se nos presenta como una aparentemente utópica posibilidad, es lo que, contra todo pronóstico, sucedió. La región insular del Sudeste Asiático abraza hoy al Islam por encima de cualquier otra creencia.
Los musulmanes que llegaron al Sudeste Asiático
Una lectura atenta habrá puesto en evidencia que la actividad comercial era afín a ambas culturas. Será ésta, entonces, la primera forma de contacto. Por otra parte, el hecho de que este intercambio se diera por vía marítima, marcó a fuego la división entre una región insular mayoritariamente musulmana y una región peninsular netamente budista. Los comerciantes musulmanes que arribaron a las islas del sudeste asiático hablaban el persa, lengua que a diferencia del árabe, relacionado con la religión y la ley, o del turco, posteriormente ligada a la función de mando, fue entre las tres lenguas islámicas que propagaron la fe, aquella que se vinculó con el amor y las cartas de cortesía. Efectivamente, el Islam abandonó su espada en la India, y llegó al sudeste armado únicamente con la creencia en el único Dios, aquel que en un pasaje coránico invitaba a la tolerancia y a la conversión pacífica profesando: «no cabe coacción en religión, la buena dirección se distingue claramente del descarrío»[6].
De la India al Sudeste Asiático
Cuando las fronteras de la Casa del Islam[7] incluyeron al subcontinente indio, los comerciantes musulmanes lograron una base segura desde donde partir hacia rumbos aún más lejanos. Desde allí, construyeron sus embarcaciones de larga distancia de una forma que, a los ojos de los marinos mediterráneos o chinos de aquel entonces, hubiera sido impensada: sin clavos. En efecto, el hierro tan común en las zonas centrales del imperio era extraño en estas nuevas tierras. Sin embargo, otra materia que en Mesopotamia escaseaba, aquí abundaba. Nos referimos al cocotero, proveedor de madera, sí, pero también de la fibra necesaria para la fabricación de cuerdas. Los marinos musulmanes construyeron entonces sus navíos uniendo planchas de madera a través de estas cuerdas de fibra de cocotero. Y resultó que esta novedosa forma fue más flexible al choque con arrecifes y a la navegación en medio de las tempestades, que la de aquellos barcos cuya armazón se mantenía unida por clavos. La leyenda de la montaña submarina imantada que atraía a los clavos de las embarcaciones pronto ilustró las ventajas de esta habilidosa creación.
Equipados además con el conocimiento de la navegación a través de la utilización de vientos monzónicos (que los árabes habían descubierto tiempo atrás), estos comerciantes se arriesgaron a partir hacia las islas del Sudeste, y aún más allá, hasta China. Estas travesías requerían de largos meses de viaje, es lógico suponer que viajes tan peligrosos auspiciaran la posibilidad de ganancias fabulosas, y es esta la atmósfera en que se mueve el legendario Simbad el Marino, con quien el occidental no versado suele asociar a los aventureros musulmanes.
La región insular del Sudeste Asiático era rica en especias (que además de su uso alimenticio tenían una aplicación cosmética y farmacológica) y estos viajeros comenzaron a trasladarlas tanto hacia occidente como a China, al oriente. Mas el gobierno chino pronto descubrió lo oneroso que resultaba la espera de la llegada de los comerciantes musulmanes, y buscando un abaratamiento de los costos, se lanzó por mar al encuentro de estos, en lo que constituía una escala a mitad de camino de ambos imperios: las islas del sudeste. El encuentro comercial de estos dos imperios, convirtió en prósperas ciudades a las zonas costeras de las islas, haciendo ricos a sus soberanos locales.
Pero mientras los chinos se auto concebían como una etnia superior, que nada tenía para enseñar a los bárbaros de aquellos rumbos, los musulmanes, que no se identificaban en términos raciales o lingüísticos, sino por abrazar una misma religión, entraron en contacto con la población autóctona; y así estos paganos de costumbres animistas, que habían sido influenciados en mayor o menor medida por la civilización india, recibían ahora, de manera indirecta y pacífica, la revelación del Profeta.
[1] Gabriel.
[2] Literalmente era de la ignorancia, refiriendo al período de paganismo anterior a la revelación del Profeta y el establecimiento del Islam.
[3] Un hadith (anécdota de la vida del Profeta), refiriéndose al viaje nocturno de Muhammad a los cielos, afirma que Allah quería imponer la obligatoriedad de 500 plegarias diarias, y el Profeta fue paulatinamente convenciéndolo de reducirlas hasta llegar al número de 5, que componen desde entonces la cantidad de rezos que el musulmán debe realizar durante el día.
[4] LEWIS, Bernard; Las identidades múltiples de Oriente Medio; tr. Alfonso Colodrón Gómez; Siglo XXI de España Editores; Madrid; 2000; pág.96
[5] Corán 11:118; 16:23; 42:8
[6] Corán 2:256
[7] En árabe Dar-al-Islam. Término referido al territorio con población musulmana (la llamada umma o “comunidad”). Se contrapone al Dar-al-Harb ó “Casa de la Guerra”, el resto del mundo sobre el que aún debe lucharse (esforzarse) por la difusión de la fe islámica