En el último siglo, el estudio de la antigua Mesopotamia ha avanzado enormemente, quizá más que cualquier otro campo de los estudios humanísticos, con infinidad de hallazgos arqueológicos que permitieron dar forma a una de las cunas de la civilización humana. Éste progreso in-interrumpido se llevó a cabo en el campo de un relativismo casi absoluto, que dio lugar a la superposición de diferentes teorías, muchas complementarias, muchas contradictorias, pero todas necesarias para el avance de este campo de estudios. En el presente escrito nos centramos en dos teorías ubicadas casi diametralmente opuestas. Ambas fueron superadoras en su tiempo y superadas luego.
La cultura sumeria.
Podemos situar a grosso modo la antigua Mesopotamia en el territorio ocupado por Irak en la actualidad; datamos la existencia de sus primeros documentos escritos hacia el año 3000 a.C., aunque bien podemos asumir la anterioridad de una organización política, económica y social que facilitarían un desarrollo artístico, tecnológico y urbanístico que sirviese como plataforma y caldo de cultivo para la necesidad de la escritura, proceso éste que, como poco, debe de haber durado al menos unos cuantos siglos.
Los habitantes de esta tierra vivían en pequeños estados organizados alrededor de grandes ciudades. Los ocupantes de la región meridional hablaban una lengua de la que aún no podemos determinar filiación alguna, el sumerio, mientras al norte se utilizaba un idioma semítico, el acadio, el cual puede ser emparentado con lenguas más tardías, como el hebreo, el arameo y el árabe.
La civilización mesopotámica sería entonces el resultado de la amalgama de esta doble población.
Hacia el año 2000 a.C., la población sumeria desaparece, tal vez absorbida por el elemento semítico; pero la cultura sumeria sobrevive a pesar de la extinción de Sumer como nación, de hecho, será el sumerio la lengua culta de la civilización acadiófona superviviente[1], utilizado en la literatura, la ciencia y la liturgia. Podemos afirmar por lo tanto que el elemento sumerio será casi insoslayable a lo largo de toda la historia de la Mesopotamia sea cual fuera el origen del pueblo dominante cada momento: en el primer período babilónico, que va del 1800 al 1600 a.C. aproximadamente; pasando luego a los casitas y más tarde a los asirios del norte, para recaer finalmente hacia el 609 a.C. en los babilonios nuevamente.
La religión sumeria.
También las manifestaciones religiosas estarán marcadas a fuego por el elemento sumerio, de hecho, ya durante la confluencia de Acad y Sumer, la religión de los primeros parece disolverse al contacto de los elementos religiosos del pueblo sumerio; en este sentido Georges Roux[2] afirma que “…entre los centenares de dioses y diosas que comprendían el panteón mesopotámico del tercer milenio, no pueden contarse más de una docena de los que se pueda afirmar que son de origen semítico, y los más importantes (como el dios-sol y el dios-luna, por ejemplo) ya tenían sus equivalentes sumerios, lo que facilitó el desarrollo de un sincretismo que no haría más que perpetuarse posteriormente”. El mismo autor nos marca que con la entrada de los amorritas en el territorio mesopotámico a principios del segundo milenio antes de nuestra era, su dios Amurru pasará a ser considerado un dios menor, mientras que será una de las divinidades inferiores del panteón sumerio la que luego sería elevada al rango de dios nacional con el nombre de Marduk por los babilonios. Así como también, sucederá luego que Ashur, dios nacional de los asirios, será asimilado a la figura de Enlil, dios sumerio, siendo su título más destacado el de “Enlil sin par entre los dioses”[3].
Podemos afirmar entonces que cuando analizamos la civilización asirio-babilónica que sucederá en el territorio mesopotámico al pueblo de Sumer, terminamos, casi invariablemente, frente a algún prototipo mítico sumerio. En este sentido, el asiriólogo J. Van Dikjk llegó a afirmar que en realidad la religión babilónica no ha existido jamás, sino que en esta parte del mundo, sólo es propio hablar de religión sumeria; afirmación ésta última, que Roux considera desmesurada.
JACOBSEN Y LA TEORÍA DEL ESTADO DIVINO
Una de las teorías más seductoras a la hora de analizar las manifestaciones religiosas de la antigua Mesopotamia es la del irianólogo Thorkild Jacobsen, quien interpreta la concepción del cosmos del hombre mesopotámico primitivo como un Estado organizado.
Partiendo de la influencia del medio ambiente y de la actitud del hombre mesopotámico frente a los fenómenos naturales, Jacobsen afirma que “para el primitivo el mundo no es inanimado ni vacío sino pleno de vida…cualquier fenómeno puede surgir ante él, en todo tiempo, no como un ‘ello’, sino como un ´tú’. Al enfrentarse a él, el ‘tú’ revela su individualidad, sus cualidades, su voluntad”[4]. Es decir que el hombre proto-histórico de la Mesopotamia cargaba de personalidad a cada elemento de su ecosistema, desde el cielo, el sol y la lluvia, hasta un grano de sal, una piedra de pedernal o un junco, asimilando esa personalidad a una deidad. Ahora bien, no es correcto leer esta “religión natural” como un panteísmo, porque la asimilación con la deidad no era total, sino que se trataba de una relación de identificación parcial, es decir que la persona divina no se agotaba en el fenómeno, sino que el fenómeno participaba de la divinidad en cuestión sin agotarla, limitarla o reducirla.
Para comprender la naturaleza y así organizar su ecosistema, el hombre mesopotámico debía entonces comprender la personalidad subyacente a cada uno de los fenómenos y elementos que la conformaban. Para esto se valía de comparaciones con conceptos tomados de la organización humana, es decir, por ejemplo, que la tierra, al dar nacimiento a la vegetación, era comparada con la mujer en su rol materno; el trueno, por lo intimidante era comparado con el guerrero embravecido, etc. De éstas comparaciones surge fácilmente una categorización por rangos, en la que Jacobsen intuye la imagen de una organización social pre o protohistórica que podría definirse como una democracia primitiva. De modo que, así como en la organización social humana, habrían grandes grupos al margen de la participación en el gobierno, como ser los esclavos, los niños, y posiblemente también las mujeres; así también era imaginado el orden celeste, de manera que sólo las entidades que producían un temor reverencial en el hombre mesopotámico, tenían verdaderamente rango de dioses, ciudadanos del universo.
De ésta manera se fue conformando una asamblea divina precedida por Anu, el dios del cielo, que representaba la autoridad absoluta y cuyo mandato sería el fundamento del cielo y de la tierra. Es decir que Anu sería interpretado como el origen y el principio activo de toda autoridad.
Ahora bien, para que un estado pueda definirse como tal, es necesario que posea el monopolio legítimo de la fuerza, de la coacción física. En este sentido, ubicamos a En-lil en el segundo lugar. Dios de la tempestad, En-lil personifica la fuerza, es el ejecutor de la decisión de los dioses, participa de todas las acciones legítimas de fuerza. Entra en funciones cada vez que la voluntad del Estado Cósmico encuentra oposición.
Enki, señor de la tierra o más exactamente del elemento acuoso en la tierra, representa la sabiduría, el conocimiento, la inteligencia superior, la astucia. Su lugar en la Asamblea es el de consejero; tiene a su cargo la supervisión y el control de ríos, canales y sistemas de irrigación, Jacobsen lo compara con lo que nosotros veríamos como un ministro o secretario de agricultura del universo.
El resto de las divinidades formaban parte de la asamblea cósmica, organizando el universo en el imaginario mesopotámico como una ordenación de voluntades, como un Estado que organiza y distribuye las tareas a realizar, que legisla, mediante una asamblea general formada por todos los ciudadanos cósmicos, y decide el destino de los grandes acontecimientos del universo y del hombre.
LA POSTURA DE OPPENHEIM
Más de una década había pasado cuando el doctor A. Leo Oppenheim produjo una fuerte ruptura con el pensamiento de los asiriólogos del momento. En 1964 publica su trabajo Ancient Mesopotamia. Portrait of a dead civilization[5]. El libro fue considerado de inmediato como una de las redacciones más lúcidas y trascendentes sobre historia cultural, aunque en su interior, el capítulo 5 contenía la semilla de la discordia.
Bajo el título Por qué no debería escribirse una “religión de la antigua Mesopotamia”, el autor nos explica que para abordar lo que comúnmente entendemos por religión, contamos con dos tipos de fuentes: La arqueológica, que nos acerca las grandes construcciones, las tumbas y los ídolos, y la textual, que en materia religiosa consta de tres tipos de textos cuneiformes: las oraciones, los textos mitológicos y los textos rituales. Oppenheim afirma en su ensayo que de poco pueden servir los monumentos de un culto olvidado para describirnos la religiosidad de un pueblo, si no están respaldados por los textos que evidencien y expliciten su mecanismo y su funcionamiento.
“… si los monumentos del Cristianismo occidental se conservaran ante los ojos de una generación extraña y distante, o los de un visitante extraterrestre, ¿qué es lo que podrían revelar de los principios fundamentales de aquella fe? Las catedrales, los campanarios, los domos, los baptisterios, las torres, los claustros y los recintos sagrados permanecerían mudos; su iconografía y los esqueletos cuidadosamente conservados (indudablemente objetos de culto) inducirían a los arqueólogos a proponer teorías fantásticas, que se armonizarían al instante con cualesquiera conclusiones que ellos mismos dedujeran a partir de la disposición de los edificios, sus peculiaridades en cuanto a estructura y tamaño, y su exhibición, increíblemente compleja a la vez que capciosa, de motivos decorativos y estatuas.”[6]
Por supuesto, Oppenheim afirma que es legítimo sacar conclusiones acerca de la divinidad y sus fieles, o de la divinidad y sus templos cuando hay documentos escritos explícitos al respecto, aunque sostiene que en el caso de la civilización mesopotámica, por su lejanía en la continuidad histórica y por las características de su documentación escrita, los documentos no pueden ofrecer resultados que optimicen la comprensión de la función y el significado de éstas construcciones. Asimismo Oppenheim considera igualmente fútiles los análisis iconográficos.
Con respecto a las imágenes y a las réplicas de bajo valor hechas para el culto privado, afirma que sólo nos pueden confirmar el gusto de los mesopotámicos por el antropomorfismo, observación del todo evidente a partir de las lecturas de las listas de divinidades. Ninguna imagen puede, en definitiva, indicarnos su significado y su función para el sacerdote o el devoto, ni su lugar en la comunidad.
En cuanto a las fuentes textuales, habíamos dividido este campo de investigación en tres segmentos:
Las Oraciones:
En la práctica religiosa mesopotámica, las oraciones aparecen siempre combinadas o asociadas a diversos rituales, los que se explicitan detalladamente al sacerdote oficiante o al suplicante, al final del texto, es decir que ritual y oración forman juntos un acto religioso. Oppenheim afirma que analizar el texto sin tener en cuenta la gestualidad del mismo, genera una lectura parcial que a menudo puede distorsionar el testimonio; a su vez considera que si bien estos textos pueden acercarnos al clima emocional de la religión mesopotámica, poco pueden decirnos de ella. De hecho, el que las oraciones expliciten tan poco acerca de la relación entre el individuo y las cuestiones morales y espirituales universales, hace que Oppenheim tenga la impresión de que la influencia ejercida por la religión sobre el individuo y la comunidad en general, sea casi nula en la Mesopotamia. Incluso llega a afirmar que “…el individuo se limitaba a ser un mero espectador en determinadas ceremonias públicas de júbilo o de duelo colectivo. Vivía en un clima religioso relativamente poco entusiasta, en un marco de coordenadas no tanto cultuales cuanto socioeconómicas.”[7]
Los textos mitológicos:
Oppenheim objeta el uso literal e indiscriminado de estos textos arguyendo que en realidad deberían ser analizados no por el historiador de las religiones, sino por el crítico literario, dado que desde su punto de vista, no son más que formulaciones literarias, obra de poetas sumerios y escribas paleo babilónicos. En este sentido, pasa por alto el sentimiento religioso percibido tanto por Kramer como por Botteró[8] en éstos textos, para asimilarlos a los textos mitológicos greco romanos, de los cuales, los especialistas del mundo clásico, “ya han aprendido cómo evitar esa pantalla creada por la mitología, e incluso cómo emplear la información que ésta transmite…”[9]
Los textos rituales:
El último grupo definido por Oppenheim está compuesto por las descripciones de ciertos rituales que eran llevados a cabo en los santuarios por sacerdotes y técnicos del templo. Estos textos detallan cada uno de los actos que componen determinado ritual, las oraciones y fórmulas a ser recitadas durante él, las ofrendas y el aparato sacrificial competentes, etc. Por lo tanto podemos afirmar que éstos textos logran interiorizarnos en parte de las actividades que se desarrollan en el interior del templo, pero esto no contenta a Oppenheim pues repara en el hecho de que los rituales son tan sólo un testimonio indirecto de la vida religiosa de un pueblo y, así como en el caso de los dos grupos textuales definidos con anterioridad, tampoco los textos rituales alcanzan para indagar profundamente en la vida religiosa de una civilización.
Descartada entonces esta tercera y última fuente textual, Oppenheim nos coloca frente a un problema que, en apariencia, no tiene solución posible: El papel desempeñado por la escritura. Es decir, podemos desentrañar el significado de ese fastuoso criptograma que es la escritura cuneiforme; podemos incluso seguir su evolución de lo ideogramático a lo fonético; podemos visualizar una lengua arcaica, la sumeria que aparentemente no tiene contacto con las lenguas semitas ni se entronca en el horizonte lingüístico indoeuropeo y, podemos también discernir los elementos agregados a aquella escritura por la influencia semita. Pero tratándose de una cultura desaparecida radicalmente de la faz de la tierra durante un tiempo tan prolongado, con la consecuente ruptura ideológica entre los individuos portadores de la tradición viva de ese pueblo y nosotros, lo cierto es que sólo podemos recuperar su pensamiento religioso por medio de los datos que ellos mismos nos acercan a través del más de medio millar de tablillas desenterradas por los arqueólogos. La pregunta es: ¿Cómo comprender las realidades ocultas detrás de estos textos a través de los condicionamientos conceptuales impuestos a nosotros por más de tres mil años de historia?
Para comenzar Oppenheim plantea la necesidad de tener en cuenta la estratificación social existente a lo largo de la historia de la Mesopotamia, separando así la religión del rey de la del hombre corriente y estas dos de la del sacerdote, para lograr aunque más no sea una lectura más honesta de la religiosidad del pueblo en cuestión. Por otra parte, retomando su razonamiento negativo, considera dudoso que alguna vez podamos superar la barrera intelectual que nos suponen las religiones politeístas.
“Esta barrera conceptual supone, en realidad, un obstáculo mayor que la razón comúnmente aducida, a saber, la falta de datos e información específica. Pues aun cuando se hubiese conservado más material, incluso con una distribución ideal en cuanto a contenido, tiempo y espacio, no obtendríamos mayores resultados ni conocimiento (más bien nos crearía mayores problemas). El hombre occidental no parece ser capaz ni, en el fondo, estar dispuesto a comprender estas religiones si no es desde el punto de vista desvirtuador del anticuario interesado y de las pretensiones apologéticas. Desde hace un siglo aproximadamente, ha intentado sondear estas dimensiones extrañas con los patrones de teorías animistas, del culto a la naturaleza, de mitologías estelares, de ciclos de vegetación, del pensamiento pre-lógico, y de panaceas similares, para exorcizarlas por medio del abracadabra del maná y el tabú. Y los resultados han sido, en el mejor de los casos, síntesis pedantes y carentes de vida, así como sistematizaciones llanamente escritas y adornadas con una masa de comparaciones y paralelismos excesivamente ingeniosos, obtenidos tras deambular por todo el mundo y a lo largo de la historia documentada del hombre”.[10]
CONCLUSIÓN
Tomamos entonces dos posturas testigo en lo que a pensamiento religioso mesopotámico se refiere; ambas desarrolladas por eminentes asiriólogos. Poco más de una década las separa y, sin embargo, se ubica cada una en un extremo opuesto del razonamiento antropológico.
En el caso de Jacobsen, la categorización de varios de los dioses mesopotámicos han sido revisadas o corregidas por autores como Botteró, Cassin, Kramer; mientras que la teoría central del escrito, la que hace referencia a un Estado Cósmico organizador, no ha sido tomada por ninguno de los autores consultados como lecturas complementarias para el presente artículo. Botteró y Cassin mencionan la obra de Jacobsen tan sólo como referencia del pasado y para hablar de la democracia arcaica. Comprendemos entonces el silenciamiento de una teoría tan seductora como ésta, como evidencia de que ha sido descartada por los profesionales del medio, tal vez por considerarla como un exceso de optimismo por parte del autor.
Oppenheim por su parte se puso en contra a gran parte del medio en cuanto fue publicado su trabajo. Es obvio para cualquier lector, incluso para los no iniciados, que su análisis, poco lúdico y por momentos demasiado extremo, peca de un racionalismo fundamentalista, aunque hay que aclarar que no pareciera ser la intención final del autor el negar la religiosidad del individuo mesopotámico, sino mas bien, el negar la posibilidad de acceder a una comprensión fehaciente de ésta. Lo que debemos destacar de su teoría es que plantó la semilla de una duda que de alguna manera llegó hasta nuestros días, de hecho, esa duda y algunos elementos de su análisis se hacen evidentes en los escritos más recientes, como es el caso de Roux, quien cuando aborda el tema afirma que el elemento básico de la religiosidad mesopotámica son las relaciones entre el individuo y sus dioses y el impacto de lo divino sobre la vida cotidiana. “No hay ninguna duda de que estas relaciones varían según se trate de reyes, de poderosos dignatarios, de sacerdotes o del común de los mortales, pero sería ir demasiado lejos el sostener, como se ha hecho, que el pueblo bajo y medio ‘vivía en un clima religioso muy tibio’ y que no tenía contactos con la divinidad mas que a través de la mediación del clero, o como espectador en las grandes fiestas”[11]. En éste párrafo le está respondiendo el embate a Oppenheim veintiún años después de la publicación de su libro, pero deja también en claro que su sugerencia de fragmentar el estudio de la religión según la estratificación social, era correcto.
Nos encontramos entonces frente a un campo de estudio en progreso continuo, en el que éste tipo de contradicciones y contramarchas es frecuente no sólo en el ámbito religioso sino también en el económico, social, urbanístico y literario. El avance en los estudios asiriológicos no está delimitado tan sólo por los descubrimientos dados en el trabajo de campo, sino más bien por el ingenio y la inteligencia lúdica de los arqueólogos y antropólogos que les dan sentido a los mismos. En este sentido, la cultura mesopotámica, al no cristalizarse en un modelo cerrado, es la más viva de las civilizaciones arcaicas.
BIBLIOGRAFÍA
Botteró, Jean y Kramer, Samuel Noah; Cuando los dioses hacían de hombres; Ediciones Akal, Madrid, España, 2004.
Eliade, Mircea, Historia de las creencias y las ideas religiosas 1, de la edad de piedra a los misterios de Eleusis; Ediciones Paidós, España, 1999.
Oppenheim, A. Leo; La antigua Mesopotamia. Retrato de una civilización extinguida; Editorial Gredos, Madrid, 2003.
Jacobsen, Thorkild; Mesopotamia; en El pensamiento prefilosófico 1, Egipto y Mesopotamia, Fondo de Cultura Económica, México, 1954.
Roux, Georges; Mesopotamia. Historia política, económica y cultural; Ediciones Akal, Madrid, España, 1987.
Botteró, Jean y Cassin, Elena; Mesopotamia; en Diccionario de las Mitologías Vol I Desde la prehistoria hasta la civilización egipcia, colección dirigida por Bonnefoy, Yves; Ediciones Destino, Barcelona, España, 1996.
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[1] En éste sentido, Botteró lo asimila al latín de la Europa medieval.
[2] Roux, Georges; Mesopotamia. Historia política, económica y cultural, Págs. 100 y 101.
[3] Designación dada por los escribas de Asurbanipal al dios Ashur en sus alabanzas.
[4] Jacobsen, Thorkild; Mesopotamia; en El pensamiento prefilosófico 1, Egipto y Mesopotamia, Pág. 174.
[5] Existe edición en castellano: Oppenheim, A. Leo; La antigua Mesopotamia. Retrato de una civilización extinguida; Editorial Gredos, Madrid 2003.
[6] Oppenheim, A. Leo; La Antigua Mesopotamia, retrato de una civilización extinguida; Pág. 171.
[7] Oppenheim, A. Leo; La Antigua Mesopotamia, retrato de una civilización extinguida; Pág. 175.
[8] Manifestado por ambos autores en la introducción de Cuando los dioses hacían de hombres;
Ediciones Akal, Pág. 92.
[9] Oppenheim, A. Leo; La Antigua Mesopotamia, retrato de una civilización extinguida; Pág. 176.
[10] Oppenheim, A. Leo; La Antigua Mesopotamia, retrato de una civilización extinguida; Pág. 181.
[11] Roux, Georges; Mesopotamia. Historia política, económica y cultural, Pág. 114.