JOB Y LA JUSTICIA DIVINA

De las religiones del mundo el cristianismo es la gran humanista. Según su visión, es a través del hombre que se llega a Dios. La divinidad no es distante ni inasible. Tampoco el hombre debe negar su naturaleza o transitar innumerables ciclos de reencarnación karmática para alcanzar la divinidad. La jugada antropológica del cristianismo infiere en el hombre una libertad de acción y pensar que le posibilita una relación personal con Dios. También le abre la posibilidad de aceptarlo o negarlo, de aplaudir su magisterio o discutir su accionar. Más aún, en el hombre mismo existe, en tanto cristiano, una persona divina y una humana. Ese es su don y su cruz. Desde esa encrucijada experimenta al mundo. Bajo esta visión cristiana, el Libro de Job, como todo el Antiguo Testamento nacido en el seno judío, adquiere una nueva visión, revolucionaria y profunda. La de un hombre completamente hundido en su si-no. Lugar desde donde se pregunta por la justicia divina, y se debate entre la solución espiritual o la respuesta intelectual. Atrapado ante la disyuntiva de una fe que trasciende la razón permitiendo el misterio, y un razonamiento que discierne el bien del mal, sirviéndole de vara para actuar según el dictamen divino, pero también para medir al divino dictaminador.

A manera de prólogo

Varios niños habían encontrado una bolsa repleta de nueces, y se sintieron muy felices. Pero esta felicidad duró hasta que decidieron repartir el contenido de la bolsa. De la algarabía se pasó al desacuerdo, y de allí, a una pelea cuerpo a cuerpo. Como no fue de esta manera hallada la solución, recurrieron, maltrechos, a la casa del Mulá Nasrudín, el gran maestro sufí del pueblo, para que oficiara de mediador y Juez.

Éste, tomando la bolsa de nueces, preguntó:

–        ¿Qué Ley deseáis que use para repartir estas nueces, la Ley de los Hombres o la Ley de Dios?

–        ¡La Ley de Dios! – contestaron todos al unísono.

El Mulá comenzó entonces la división dando dos a uno, un puñado a otro, tres a éste, cuatro a aquél y al resto no le dio nada. Inmediatamente, los que nada recibieron comenzaron a quejarse:

–        Pero Mulá, ¿qué clase de Ley has aplicado?

–        Mis niños –explicó Nasrudín-, he repartido según la Ley de Dios: a algunos mucho, a otros poco, y a algunos nada. Si ustedes hubiesen elegido la Ley de los Hombres, las cosas hubiesen sido muy diferentes.[1]

Job y la justicia divina

Como un moscardón molesto que se niega a abandonarlo, la pregunta vuelve a atormentar una y otra vez al homo religiosus. Y se trata de un cuestionamiento tan entrañable, tan visceral, que no abandonará su mente hasta no haber hallado respuesta…

¿Cómo permite Dios el dolor en el mundo?

En una primera instancia, nos sentimos tentados a plantear la noción de justicia. Según esta, el dolor aparecería en la creación como el justo castigo al impío, a aquel que, haciendo un mal uso de su libre albedrío, fuera contra las leyes divinas. Dios, entonces, utilizaría esta herramienta para corregir esa desviación.

Hasta aquí todo parecería encajar perfectamente, incluso veríamos como injusto que en tal caso el dolor no fuera aplicado. Y más aún, todo nos llevaría a suponer que “a partir del pecado, una especie de lógica interna lleva a una desdicha proporcionada. Por tanto, es en gran parte el propio pecador el que se castiga a sí mismo”[2].

Pero cómo podría mantenerse en pie nuestra deducción ante el terrible sufrir de un justo, o ante la cómoda y placentera vida de un impío. Y la historia del hombre está atestada de innumerables ejemplos. Aquí y allá, existen y han existido personas terribles viviendo “como reyes”. Aquí y allá, existen y han existido hombres de bien, sufriendo “como perros”. ¿Cómo sostener entonces ante esta realidad nuestra idea de justicia, nuestra noción de “lo que siembras, cosecharás”?

El justo sufriente. Tal es la problemática del Libro de Job. Un escrito que toma y expone de manera maravillosa este interrogante milenario y desesperado. Y que sea tal vez, cómo decía Thomas Wolfe, “la más trágica, sublime y hermosa expresión de la soledad”.

“Los poetas, cuando escriben novelas, acostumbran a actuar como si fueran Dios y pudieran dominar totalmente cualquier historia humana, comprendiéndola y exponiéndola como si Dios se la contase a sí mismo, sin velos, esencial en todo momento.”[3] El Libro de Job es considerado una escritura inspirada, y por tanto Sagrada. Si fue Dios quien, a través del puño del escriba, nos dejó este legado, debemos suponerlo didácticamente falaz: el escrito es abundante en preguntas, a las que el autor no corresponde con las pertinentes respuestas.

Los consecuentemente necesarios trabajos de interpretación parecieran perfilar dos grandes líneas de lectura. Por un lado, el punto de vista filosófico-teológico; por el otro, el religioso. La búsqueda de una solución intelectual al problema contrapuesta a la solución espiritual. Dos líneas que se apoyan en la doble naturaleza del hombre: la propiamente humana y la divina. El héroe de nuestra historia también se debatirá entre la creencia y el razonamiento. En todo hombre, ambas aparecen en tirante conflicto, y en momentos dramáticos, lejos de prestarse ayuda mutua, cada una suele vivir exclusivamente para martirio de la otra.

El cuento comienza así:

Había una vez un hombre que lo tenía todo: salud, dinero y amor. Era además extremadamente bueno, y su fortuna nunca se le subió a la cabeza. Por el contrario, Job, así se llamaba, siempre se mantuvo humilde y nunca perdía de vista la distancia que lo separaba de Aquel que lo había bendecido de tal forma. Por ello ofrecía regularmente holocaustos, llevaba a cabo diferentes purificaciones, y hacía todo lo que de un buen hijo de Yahveh se espera.

Así pasaba sus apacibles días, en el lejano país de Us[4], sin imaginar siquiera lo que su Padre Celestial, y el hijo más rebelde de éste, de nombre Satán, estaban maquinando.

Efectivamente, mientras el bueno de Job cuidaba de sus hijos y de sus ovejas, Satán le había hecho un desafío a su Padre, que estaba maravillado con su fiel seguidor.

–         Papá –le dijo- ¿por qué tanta admiración por ese pastorcito tuyo?  Es obvio que te adora porque está lleno de bienes. Te apuesto que si le quitas todo, te dejará de lado en menos de lo que tú crees.

Y Dios aceptó el reto y le permitió a su hijo hacer de los bienes de Job lo que quisiera.

Todo esto es tan sólo el comienzo del prólogo del libro, y ya aquí muchas son las dudas que asaltan al lector. ¿Cómo es posible que un Dios omnisciente, que conoce por lo tanto a fondo a su siervo Job, y que sabe además de su travieso hijo, Satán, se deje entreverar tan fácilmente en este tipo de acertijo?

“Yahveh, por razón de su omnisciencia, había podido tener una seguridad exenta de toda duda a este respecto, si hubiese consultado a aquélla. ¿Por qué, pues, hacer esta prueba, y concertar una apuesta sin garantía a costa de la impotente criatura con un calumniador desvergonzado? Es, en efecto, deprimente contemplar la rapidez con que Yahveh entrega a su fiel siervo al espíritu malo, y la indiferencia y la falta de misericordia con que permite que Job se hunda en el abismo de los padecimientos morales.

Considerada desde el punto de vista humano, la conducta de Yahveh es tan indignante, que uno se ve obligado a preguntarse si acaso detrás de todo esto no se oculta un motivo más importante. ¿Acaso abrigaba Yahveh una secreta hostilidad contra Job? Esto podría explicar su condescendencia para con Satán.”[5]

De esta manera Job, de un día para el otro, perdió su ganado, sus sirvientes y empleados, y hasta sus hijos.

“Entonces Job se levantó, y rasgó sus vestidos, y habiéndose hecho cortar a raíz el pelo de la cabeza, postróse en tierra, y adoró” Job 1:20

“Entonces Job se levantó, y rasgó sus vestidos, y habiéndose hecho cortar a raíz el pelo de la cabeza, postróse en tierra, y adoró” Job 1:20

“Entonces Job se levantó, y rasgó sus vestidos, y habiéndose hecho cortar a raíz el pelo de la cabeza, postróse en tierra, y adoró” Job 1:20

Pero increíblemente, ante toda esta tragedia, no se doblega y bendice el nombre de su Dios.

Sus palabras son: “El Señor lo dio; el Señor lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!”

¡Maravilloso! ¡Su agradecimiento es más grande que su dolor! Un dolor que lo lacera, y al que se entrega totalmente movido por una emoción humana -¡que tiene mucho de divino!-. Pues solo quien se rinde ante la terrible ausencia, no por desesperación sino en conciencia, es capaz de dar una respuesta al golpe con un corazón lleno de gratitud. Con sus primeras palabras, “Dios lo dio”, Job se postra ante el don que Dios le había otorgado y que ahora le era quitado.

“El Señor lo dio. Son unas breves palabras, pero para Job significaban mucho, pues la memoria de Job no era breve, ni su agradecimiento olvidadizo. Mientras la gratitud llenaba su alma con tranquila tristeza, se despidió de todo con amistad y mansedumbre, y en la despedida todo se desvaneció como un hermoso recuerdo; más aún, parecía que no hubiera sido el Señor quien ´lo quitó´, sino Job que se lo hubiera devuelto.”[6]

La primera prueba había sido superada, Yahveh, a costa de su siervo, había ganado la apuesta, había “confirmado lo que sabía”, pero ¿por qué decimos “primera” prueba? ¿Es que acaso Dios sigue dudando?

Dijo Dios

–         Bueno hijito, creo que has perdido la apuesta. ¡Ni sacándole todos sus bienes e hijos has logrado quebrantar la fe de mi siervo!

–         Ay papá –replicó Satán- no seas crédulo, ¿es que no te das cuenta que aún así le has dejado lo más importante?

–         ¿Lo más importante?

–         ¿Qué no daría un hombre por su vida? Pon tu mano, ya no sobre sus cosas y afectos, sino sobre él mismo, y verás como te maldice.

Y entonces ¿adivinan que hizo Dios?

Sí, aceptó la apuesta.

Nuevamente nos encontramos con un Dios que accede con una facilidad asombrosa a las insinuaciones de Satán. “Si es verdad que Yahveh se fía totalmente de Job, nada sería más lógico que tomarle bajo su protección, desenmascarar al maligno difamador y hacerle pagar con creces su difamación del fiel siervo de Dios”[7].

Pero nada de esto sucede, incluso hasta resulta singularmente notorio el hecho de que una vez demostrada la inocencia de Job en la primer prueba, Yahveh ni siquiera haya reprimido, desaprobado, o cuanto menos desalentado, a Satanás en su segundo intento. ¿Es que acaso aún puede Yahveh dudar de la fidelidad de Job? Dios pareciera mostrarse en una forma amoral. ¿No será la presteza de Yahveh para entregar a su siervo al ataque criminal de Satán una demostración de la proyección sobre Job de su propia tendencia a la infidelidad?

“Los imprevisibles caprichos y los devastadores ataques de ira de Dios eran conocidos desde antiguo. Yahveh se manifestaba como un celoso guardián de la moral y era especialmente puntilloso en lo relativo a la justicia. Por ello había que ensalzarle siempre como ´justo´, pues, al parecer, esto le importaba mucho a Yahveh.”[8]

Pareciera como si Dios necesitara de los hombres para confirmar su justicia. Y la reiterada infidelidad de éstos no hacía más que resaltar su moral. Pero ¿qué pasaba cuando entonces entremedio de tantos infieles aparecía un justo? ¿Hasta que punto se tornaría incómodo este Dios que en muchas ocasiones se mostraba sumamente irritable?

Ahora, una vez que lo ha despojado de sus rebaños y que ha matado a sus siervos, sus hijos e hijas, el hijo travieso de Yahveh hiere a Job “con una llaga maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza”.

El fiel servidor, casi al borde de la tumba, deberá soportar encima, la embestida de su mujer, incitándolo a maldecir a Dios.

“¡Estás hablando como una impía!” -le grita entonces Job- “¿Es qué acaso has dejado de creer en la bondad de Dios? ¡Sal de mi vista, mujer!”

Las palabras de Job son una clara respuesta ante una persona que pierde la fe, y en cuyo maldecir, niega la gratuita belleza de todo lo amado. Job había sido bendecido más allá de toda medida, y haber disfrutado de ello valía con creces la ausencia actual. Pero ¿por qué la irritación? ¿No cabría aquí esperar una actitud de tristeza ante la falta de reverencia de su mujer hacia lo perdido? El enojo de Job presagia su quiebre religioso.

Es entonces cuando aparecen los tres amigos. La primera semana desde su llegada tanto los amigos como el mismo Job se mantienen en un absoluto silencio. “Los siete días y siete noches introducen simbólicamente la duración en el sufrimiento, y es entonces cuando Job empieza por fin a parecerse a nosotros”[9].

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¡Ay, como cambia entonces el bueno de Job!: maldice primeramente el día en que nació, luego lanza al aire sus primeros “¿por qué?”, para volver finalmente sobre su desgracia personal.

Sus “amigos” se desligan del problema y lo sermonean terriblemente, poniéndose del lado de Yahveh.

“Los amigos de Job empezaron sentándose en tierra con él, en silencio; su actitud parecía honrada. Pero después se pusieron a discutir con él, es evidente que fracasa entre ellos la amistad. Su palabra viene de lejos. Llegan con sus evidencias y sus certezas, con los argumentos de aquellos que saben de antemano y que proponen un consuelo sin haber escuchado las quejas. Para ellos, el sufrimiento de Job se reduce al caso general. Y sobre todo no tiene que escapar a la ley conocida de la retribución: si Job sufre, es que ha pecado; si es probado, es porque ha sido reprobado.”.[10]

La postura de los visitantes es clara: en vez de presentarse ante Yahveh parándose al lado de Job, se sitúan por comodidad de antemano al lado de Dios. De esta manera, sin arriesgar su fe, creen cumplir con los preceptos de Yahveh, pero este no verá con buenos ojos, a la postre, dicha actitud. Y Job tendrá que renunciar al espejismo de la amistad.

Job no hará finalmente mucho caso a sus amigos (al fin y al cabo, por miedo a las represalias, éstos no hacen otra cosa defender a este Dios culpable de transgredir los mandamientos que el mismo había impuesto).

Seguirá entonces quejándose, prosiguiendo el diálogo con el ausente (por tal un monólogo), y exigiendo una entrevista con este Dios que parece estar demasiado ocupado como para atenderlo.

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Pero este deseado encuentro es, a la vez, el encuentro más temido. Puesto que, paradójicamente, Yahveh es para Job su testigo y su juez. Job no tiene otra salida que la de buscar como abogado defensor a aquel que lo está acusando, o como dice Jean Léveque: “tiene que ir a Dios a pesar de Dios”[11].

¿Qué es lo que Job quiere poner en tela de juicio? La justicia divina. En realidad, Job da por verdadera aquella ecuación que sus amigos profesan: sufrimiento igual a castigo. Sus quejas contra Dios son un claro ejemplo de esta convicción. Pero a diferencia de aquellos, Job se sabe justo, siendo que el único culpable de la trasgresión a dicha ecuación es el mismo Dios, que no paga con felicidad al que obró siempre bien.

Job ya no confía en un Dios justo, no puede mantener una sola fe (en Dios y en la justicia), puesto que su fe en la segunda no tiene ya el respaldo de Yahveh. Entonces toma partido, y se juego por la justicia.

Pero “sin confesarlo demasiado, Job vislumbra, al menos en determinados momentos, que entre la acción visible y la intención invisible de Dios debe dejarse algún espacio para su libertad y su misterio. Bajo sus blasfemias, por así decirlo, Job sigue afirmando lo que su fe le dice de Dios y sus desafíos no son más que la otra cara de una lealtad que no desea desmentir. Por eso el mismo Job no se engaña ante sus propios desatinos.”[12]

“¡Al viento las palabras de un desesperado!” (6:26)

Es por eso que, al final de su gran monólogo, Job se auto somete a un examen moral, en donde supera ampliamente en extensión a los reproches que le hicieron los visitantes y a las acusaciones imprecisas que él estuvo refutando a lo largo de los diálogos.

Pero otra vez la lucha entre su naturaleza divina y su naturaleza humana entra en juego:

Está bien –dijo Job a sus amigos- me rindo, analicemos mi actuar.

De esta manera, dando una ojeada minuciosa a su pasado Job comienza un largo juramento que, a manera de examen de conciencia, hace un inventario de catorce faltas.

Los amigos se sonríen entre sí: ¡por fin Job deja de defenderse y se sincera de una buena vez!

“Veamos… –comenzó Job-  ¿se me acusará de malos deseos carnales?

Soy inocente.

¿Se me cree culpable de falsía y astucia?

Soy inocente.

Así, falta por falta, Job escribe sobre su frente un “no culpable”.

La forma literaria en que Job expone cada una de las faltas tiene orígenes remotos, se trata de señalar la falta con un condicional del tipo “si he caminado con falsía” ó “si mis pasos se han desviado del camino”. Para luego, ligar a cada evocación, con una auto-maldición, como por ejemplo “que yo siembre y otros coman” o “que mis plantas se sequen de raíz”.

Esta manera de expiación era propia del pensamiento semita de antaño, aunque en muchos casos lo que seguía a la primer parte no era una declaración de auto maldición sino directamente un pedido de perdón. Cuando un hombre caía enfermo, o recibía algún tipo de desgracia, consideraba a esta un castigo divino por una falta que, en la mayoría de los casos, desconocía. De esta manera, el hombre listaba las posibles faltas y pedía perdón por cada una de ellas, sabiendo que entre estas estaría la verdaderamente cometida.

Inclusive, en su forma politeísta, se llegaba a desconocer contra qué Dios uno estaba “pecando”, por lo que, por el mismo sistema, se le pedía perdón a unos cuantos.

Pero como vemos, lo que en primera instancia parecía una conversión, terminó siendo todo lo contrario. El camino penitencial sigue los siguientes pasos: primero se comete la falta, luego uno, tras un examen de conciencia se declara culpable, entonces pide perdón y cumple con una penitencia. Job, sin embargo, revierte dicho procedimiento: su sufrimiento es clara demostración penitencial, luego pide perdón, y más tarde, se supone que llegará el mea culpa.

Mas el mea culpa nunca llega, porque lo único que logra Job con su examen es reafirmar su inocencia, convencerse de ser intachable para con Dios, lo mismo que lo era para con los hombres.

De esta manera Job invita a Dios a ir contra sus argumentos:

“¿Quién hará que El me escuche?

Esta es mi firma. ¡Que Shadday me responda!

El libelo que ha escrito mi adversario,

Seguramente lo llevaré a las espaldas,

Me lo ceñiré como corona.

Le daré a conocer el número de mis pasos;

Como un jefe, me presentaré ante él.” (31,35-37)

Con prepotencia Job provoca a Dios, lo insta a aparecer. “El escrito firmado por Job invalida cualquier acta firmada por Dios, y él se presenta a su juez blandiendo como un trofeo esa justificación que ha logrado él solo”.[13]

Sin embargo, aunque su naturaleza humana parece llenarse de orgullo y de fanfarronería, su naturaleza divina sigue escondiendo una secreta esperanza. Desde este punto de vista, la provocación a Yahveh busca en definitiva el encuentro con éste, y esto, detrás de toda esa supuesta carencia de humildad, le da un tinte totalmente distinto y más profundo a su ataque.

Y por fin Dios, después de escuchar tantos mensajes de Job grabados en su contestador, se decide a llamarlo de una buena vez.

Pero se ve que el día que lo llama no estaba de muy buen humor…

El momento dramático del encuentro al fin llega. Pero si se espera que Dios se dirija contra el calumniador, uno se llevaría una gran sorpresa. Yahveh ni intenta hacer responsable a su hijo, el cuál lo engañó, ni siquiera piensa resarcir la mala pasada que Job, debido a ello, tuvo que aguantar, aclarándole su comportamiento para con él.

“Yahveh respondió a Job desde el seno de la tempestad y dijo:

¿Quién es éste que empaña el Consejo con razones sin sentido?”

(35,1-2)

El lector no puede menos que fruncir el ceño al leer estas líneas. Con todo su poder, Yahveh sólo intenta amedrentar al ya amedrentado Job.

¿Y cómo es eso de “empañar el Consejo”? Si éste se ha oscurecido de alguna manera es precisamente por el cruel juego que Dios y Satán han tenido.

Además, las razones de Job lejos están de carecer de sentido. Como mucho pueden catalogarse de ingenuas al suponer que el mismo que lo castigo tan fríamente pueda ser, sin embargo, de una infinita bondad. El siervo fiel solo pretendía la aparición de su juez, y ello debido a que lo supone trasgresor de sus propias leyes.

Igual caso encontramos en los Salmos (89,46-47,49) en donde David grita:

“¿Hasta cuándo, oh Yahveh?, ¿te esconderás por siempre?

¿Arderá tu ira como el fuego?

Acuérdate de cuán corto sea mi tiempo.

¿Por qué habrás criado en vano a todos los hijos del hombre?

…..

Señor, ¿dónde están tus antiguas misericordias,

Que juraste a David por tu verdad?”

Si pasáramos a un lenguaje más humano diríamos:

“Presta atención por fin a lo que haces, y deja de encolerizarte absurdamente. Es realmente grotesco que te irrites contra las pobrecillas plantas, que, si no crecen, es también por culpa tuya. Podrías haber sido antes más inteligente y haber cuidado bien el jardincillo que tú mismo plantaste, en lugar de pisotearle.”[14]

Pero claro está, en su estado, Job se ve imposibilitado de seguir los pasos de David. Ello podría provocar más aún la cólera de Yahveh.

Yahveh se explaya largamente entonces hablando de lo maravillosa que es su creación, y deja bien explícito que la hizo solito, esto es: sin la ayuda de Job (¡vaya novedad!).

Al creador del mundo no se le ocurre mejor discurso que el de proclamar a viva voz su poder ante su víctima, la cual se encuentra tirada entre las cenizas rascándose sus úlceras, y siendo muy consciente, desde hace mucho tiempo, de estar entregada a una violenta fuerza sobrehumana. ¿Cuál es la necesidad de volver a convencer a Job, hasta la saturación, de este poder?

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Dios sabe muy bien que la queja de Job siempre se había referido al campo de lo moral. El poder de Yahveh nunca había estado en discusión. ¿A qué viene toda esta exposición? Ella no da ninguna respuesta a Job, porque el problema nunca estuvo en el tema de la fuerza, sino en la forma en qué esa fuerza era utilizada.

Pero ¿cómo poder dialogar con un Dios que para darse a entender solo se le ocurre mostrar su garrote?

Job se ve obligado a jugar el papel de manso corderito.

–         Ya mismo me estoy callando –alcanza a decir Job, mientras se tapa la boca con una mano y con la otra cruza los dedos.

Ante la tempestuosa aparición de Yahveh, Job se muestra atinado. Se arrodilla adoptando una postura de profundo arrepentimiento, mientras asegura no volver a importunar a Dios con palabras necias. Pero ¿tan rápidamente ha cambiado de parecer? Job parece estar diciendo que sí con la cabeza a los argumentos divinos, mientras que un “no” rotundo se escondería en su corazón.

Job calla, reservando su pensar. Un retiro consciente al nivel más alto de su razón, que evita que su vida corra peligro. Esta actitud lo coloca de manera oculta en un escalafón superior a Dios, tanto en el plano intelectual como en el moral. Job ha aprendido una lección. Antes era un ingenuo que soñaba con un Dios “bueno” y justo, lo mismo que fiel y veraz. Pero ahora cae en la cuenta que la justicia de Yahveh no es una justicia humana. En cierta manera, es mucho menos que humana, es amoral.

Yahveh, el Dios omnisciente no se da cuenta de que el hombre “juega” con él. Pareciera en cambio como si viera en Job un ser tan poderoso con el que tendría que medir su potencia. De esta forma, amenaza:

“Ahora ciñe como varón tus lomos;

Yo te preguntaré, y hazme saber tú” (28,3)

“Habría que elegir ejemplos grotescos para explicar la desproporción que existe entre ambos contendientes. Yahveh ve en Job algo que nosotros no atribuiríamos a éste, sino más bien a Yahveh mismo. Dios ve en Job una fuerza igual a la suya, que le obliga a desplegar ante su interlocutor todo el aparato de su poder en un desfile impresionante. Yahveh proyecta sobre Job el rostro propio de un ser que duda, rostro que a Yahveh no le gusta porque es el suyo propio, y porque este rostro le contempla con una mirada tremendamente crítica. Yahveh teme este rostro, pues sólo frente a algo que provoca nuestro miedo hacemos alarde de nuestro poder, de nuestra fuerza, de nuestro valor, de nuestra inflexibilidad, etc….

Mas ¿qué tiene que ver todo esto con Job? ¿Es digno de un ser fuerte asustar a un ratón?”[15]

Pero dejemos hablar a nuestra naturaleza divina. Ella nos dice:

¿Un ratón? ¡Más bien podríamos hablar de un ratón que se cree elefante! Y es que un extraño orgullo se le había subido a Job al corazón. Es este pecado, nuevo para el fiel pastor, un pecado más radical que todos los que hubiera podido cometer, poca cosa sería entonces el haber cometido las catorce faltas de su lista, puesto que la novedad aquí consiste en ocupar el lugar de Dios como norma del mundo y de la historia.

“Job se ha acercado al árbol prohibido…arrogándose el derecho de criticar la sabiduría de las reacciones divinas y declarando poseer un criterio al que habrían de someterse las decisiones de Dios. Esta pretensión humana al conocimiento total tenía que condenarla Dios. Y lo hace…con el humor suficiente para borrar la angustia del corazón de Job.[16]

–         Vamos, ciervo sabelotodo –dijo con ironía Yahveh- aplasta a todo ser arrogante con tu propia mano y entonces cambiaremos de roles: yo seré el siervo y tú el Dios al que debo adorar.

Muy astuto de su parte. Yahveh le paga a Job con su misma moneda. Ahora el que deberá responder, el que tendrá que hacerse responsable de la situación será Job.  “Yahveh extrapola aquí hasta el absurdo la rebeldía de Job para llevarlo al silencio, revelándole el desatino y lo ridículo de su audacia”[17].

Con hábiles palabras quedan al descubierto las limitaciones de Job. Él es incapaz de salvarse por su propia mano, es por lo tanto más sensato aceptar su finitud y acogerse a el plan de Dios, sea cual fuera este.

Y es que en el fondo, la aceptación de la finitud, y por lo tanto de la providencia, y la aceptación del obrar divino, no pueden estar disociados. ¿Cómo puede alguien que ha recibido prestado absolutamente todo, exigir que el verdadero dueño no reclame sus bienes o no haga con ellos lo que le plazca? ¿En qué medida somos dueños de nosotros mismos, si no elegimos tan siquiera venir a la vida, si nuestros cuerpos, nuestra mente, nuestro entorno nos ha sido dado? Pero la arrogancia, propia de la naturaleza humana, crea una distancia a franquear entre providencia y justicia divina. Solo nuestra naturaleza divina, accesible a través de la fe, podrá salvar esa distancia, podrá cruzar ese puente, y entender la lógica del discurso de Yahveh. “El justo doliente se ve invitado serenamente a inclinarse bajo la mano poderosa de Dios y a realizarse en el dialogo de la fe. De este modo, Dios le da la razón situándolo en su sinrazón. En efecto, estuvo equivocado al exigir esta teofanía, aquello fue una debilidad de su fe, pero (…) Dio habló, y el poder de Dios tomó el relevo de la impotencia de Job, para introducirlo en la verdadera sabiduría”[18].

Job deberá hacer por segunda vez silencio. Pero este silencio es ya diferente, él ha cambiado de sentido. Si antes era un silencio fruto del miedo ante el despliegue prepotente del todopoderoso Yahveh; ahora es un silencio esclarecedor. El primero era un falso silencio: Job callaba externamente pero su mente seguía peleando. Este nuevo silencio es absoluto, es el mutismo de quien se ve por primera vez, de quien comprende sus limitaciones y aceptándolas, paradójicamente, las trasciende.

“Renunciando a las evidencias demasiado cortas de su sabiduría humana y dejándose cuestionar por sus límites de criatura, Job pudo convertirse del Dios agresivo que se había hecho a su propia imagen, al Dios que es, al Dios que era su amigo y que vino a él en medio de la tempestad. Yahveh puede callarse de nuevo. Job lo ha visto, y esto le basta. Ahora puede también callarse Job; su silencio es el mejor lenguaje de su fe.”[19]

[1] HALKA, H.D. (rec.); Cuentos-Enseñanzas del Maestro Sufí Nasreddin; Dervish International; Buenos Aires; 1993; pág. 90

[2] LEVEQUE, Jean; Job. El libro y el mensaje; tr. Nicolás Darrícal; Navarra; Editorial Verbo Divino, 1993; pág.18

[3] HESSE, Hermann; Demian; Alianza; Madrid; 1984; pág. 9

[4] Se cree que se trata de una zona ubicada al sur de Edom

[5] JUNG, Carl; Respuesta a Job; tr. Andrés Pedro Sánchez Pascual; Fondo de Cultura Económica; México D.F.; 1998; pág. 23

[6] KIERKEGAARD, Soren; El Señor lo dio, el Señor lo ha quitado; en La hora de Job; s/n (edit); tr. Nelly Bonomini; Monte Ávila Editores; Caracas; 1970; pág.213

[7] JUNG, Carl; op.cit.; pág. 40

[8] Ídem.; pág.17

[9] LEVEQUE, Jean; op.cit.; pág.11

[10] Ídem.; pág.21

[11] Ídem.; pág.30

[12] Ídem.; pág.29

[13] Ídem.; pág.43

[14] JUNG, Carl; op.cit.; pág.19

[15] JUNG, Carl; op.cit.; pág.29

[16] LEVEQUE, Jean; op.cit.; pág.57

[17] Ídem.; pág. 55

[18] Ídem.; pág. 58

[19] Ibídem.

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