CAZADOR DE CABEZA

Aunque el título de la presente narración, Cazador de Cabeza, pueda inducir al lector a suponer alguna ligazón con el moderno mundo psicoanalítico, la historia de este trabajo transcurre en el siglo XIX en el seno de las familias coloniales inglesas reinantes en India y Sarawak (noroeste de Borneo). Se trata pues de la continuación del cuento El Pavo Real, que publicáramos en la 4º edición de Revista Seda y que invitamos a leer precedentemente, para mayor entendimiento y disfrute.

Miraba a través de la ventana del carruaje y no veía nada. Era cierto que la tempestad de todos modos no lo permitía pero cuando uno está completamente ciego ello poco importa.

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Su ceguera, sin embargo, no era física, sino amorosa. Bien dicen que el amor es ciego, sobre todo si, como en su caso, se trataba del primer amor, aquel que jamás se olvida: el amor a sí mismo.

Con tan sólo 17 años de edad, había logrado su primera gran victoria; y era lo suficientemente inglés como para no reponerse de su éxito.

Si era hasta ayer que montaba pequeños ponies -o la espalda de algún sirviente indio- de quienes se tomaba con demasiada tenacidad (como todo jinete inexperimentado) de sus crines -o cabellos-.

Pronto había adquirido tanto en equitación como en las artes militares la destreza que se espera de todo inglés nacido en el seno de la familia real de la colonia. Aunque sin conquistar, compensatoriamente, ninguna virtud. Era sin dudas la oveja negra de una familia netamente gris.

Su desarrollo prematuro era motivo de orgullo por parte de su tío, el Virrey de la India. En los festejos del natalicio de la reina de Inglaterra, llevados a cabo con gran pompa en el palacio de Calcuta, Lord Charles John Canning llamó la atención de la locuaz audiencia tan sólo para “bautizar” socialmente al joven con el mote de “Adelantado”.

La aplaudida ocurrencia no pareció tener, a primera vista, el mismo efecto en la esposa del Virrey. En realidad, Lady Wembley solo atinó a murmurar algo en voz baja. Pero ello bastó para que, invitados de dudosa credibilidad, difundieran sus supuestas afirmaciones sobre “la lamentable confusión entre precocidad y genialidad”, y “el sinsentido del apuro en convertirse en un simple pedante”. Ella hizo caso omiso a los dañinos comentarios. Los chismes cortesanos le parecían una aberración, sobre todo si lo que buscaban era expandir noticias que eran indudablemente ciertas. Pese a su silencio, no podía ocultar su desagrado por los vicios tempranos del menor. Estos le asemejaban al nefasto arribo anticipado de invitados desagradables, o peor aún: aburridos.

Pero no obstante de su rápido desarrollo, el Adelantado arrastraba una característica de su recientemente abandonada infancia. Aquella que suele perderse con la llegada de la madurez: la capacidad de odiar repentinamente sin medida ni remordimiento. Ello le había traído ciertos problemas, días atrás, cuando en insólita reacción por una decisión de su tío, desahogó su enojoso desacuerdo arrebatando el sillón real del Salón Principal del Palacio. Lord Charles John Canning no hubiera tomado represalia alguna contra su amado sobrino por este acto de infantil vandalismo, de no ser porque en el momento de la substracción él se hallaba frente a una gran audiencia sentado precisamente en el sillón en cuestión.

De modo que obligó al joven a embarcase al momento rumbo a Borneo, sin brindarle más que una escolta y con la “imposible encomienda” de conseguir un permiso del mismísimo rajá de Sarawak para presentarse ante el sultán de Brunei. Según Lord Canning había explicado a su mujer, mientras disputaba con ella una partida de ajedrez:

– “La idea es que el fracaso de mi sobrino sosiegue su orgullo sobredimensionado”.

Lady Wembley, a la hora de rectificar al iracundo niño se inclinaba explícitamente por el castigo físico e implícitamente por ser ella misma la ejecutora. Pero su moción no había tenido en el Palacio la respuesta que esperaba (excepción hecha, claro, del callado apoyo de los sirvientes).

El Virrey movió su dama, y sin alcanzar a soltarla expresó:

– “Jaque al rey” –una sonrisa de satisfecha confirmación se esbozó en su rostro.

– “Por fin has movido, querido, por poco te tomas media mañana”- replicó su mujer, con marcado fastidio.

Estudió el tablero unos instantes. Luego, sin vacilar, tomó su alfil y arremetió contra la dama blanca enemiga. La estúpida sonrisa del Virrey desapareció como por arte de magia.

– “Lo que tiene este juego” –agregó ella con naturalidad- “es que uno debe pensar muy bien la estupidez que luego realiza”.

Luego, como si su frase anterior fuera una desviación del tema, agregó:

Respecto del joven John. Cuídate, querido, que tu idea no sea más que unaencomienda imposible, y tu encomienda imposible sólo una idea.

Las blancas, ya sin su dama, no tenían posibilidad de victoria, de modo que Lady Wembley se retiró a los jardines, y dejó que su marido se convenciera de la derrota.

Días después el díscolo sobrino abandonaba su orgullo caprichoso, a favor de otro mucho más fundamentado y duradero, consecuencia de un triunfo milagroso en su poca probable misión.

En efecto, la sentencia de Lady Wembley había sido profética. Aunque a decir verdad, humilde en el cálculo de las proporciones. Los chicos de la edad y condición social del William Canning creían que el poder lo era todo, en cambio él ya lo había comprobado. Ahora iba por más: en lugar de regresar a India a fin de dejar a su tío la gestión del contacto, decidió embarcarse directamente hacia Brunei.

James Brooke, hasta el momento el único hombre blanco con poder en Borneo, prefería desde ya postergar el encuentro de cualquier autoridad del Virreinato de las Indias con el Sultán de Brunei, ya se tratase del propio Virrey, de su amado sobrino o del más servil de sus lacayos. Tal vez inconscientemente por esta razón, con la que creyó ser la más honesta de sus buenas intenciones, exhortó al joven a regresar a Calcuta, a la espera del cese de los fuertes vientos monzónicos que azotaban la región.

Pero los consejos que ayudan más a quienes los dan que a quienes lo reciben se escuchan con desconfianza, y el Adelantado, sin verse atemorizado en lo absoluto refutó -no sin razón- que el monzón del sudoeste no era menos favorable para la navegación hacia Oriente que rumbo a Bengala. Dedujo además que si debía esperar el cese de la tempestad lo lógico sería hacerlo en Sarawak.

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El monzón sobre el mar

La idea de seguir albergando por tiempo indeterminado al terrible muchacho fue suficiente para que ahora fuera el Rajá el atemorizado. Una cosa era que el vendaval y las amenazantes nubes convirtieran el exterior en un lugar inhóspito y hasta peligroso, y otra muy distinta era tener la tempestad bajo techo.

Brooke pensó que podría desembarazarse de la situación, con otro elemento persuasivo con el que contaba, y que utilizó, esta vez en plena consciencia de su verdadera intención: los cazadores de cabezas. Eran estos, según explicó, hombres bárbaros que habitaban la mayor parte de la isla. Sus sanguinarias costumbres incluían el cercenamiento de cabezas (lo que los había dotado de su escalofriante nombre) y una cultura alimenticia de tendencias claramente carnívoras y más precisamente antropófagas.

“Al parecer”, agregó el Rajá con fingida naturalidad, “la carne de hombre blanco les resulta más sabrosa que la malaya”.

La puntillosidad de la descripción espantó verdaderamente al muchacho (es bien sabido que los seres de carne y hueso suelen tener mucha más efectividad amedrentadora que el más espeluznante de los seres imaginarios: no existe fantasma o monstruo que asuste tanto como un salvaje belicoso que mira nuestro cráneo como un trofeo -pavor acaso comparable con el que nos generan los locos, los asesinos, las fieras salvajes y los idiotas con poder-).

Con cierto esfuerzo el joven alcanzó a reponerse:

– “Mi estimado Lord Brooke, le agradezco sus advertencias, sin embargo no olvide usted que cuento con la compañía de Maratha, el guerrero rahula que mi tío me brindara como escolta personal. Él podrá fácilmente evitar los territorios de cazadores de cabeza y llevarme hasta la costa.”

Era claro que el obstinado muchacho no claudicaría en su postura. Por otra parte, hubiera sido ocioso que James Brooke explicara al joven su error respecto del escolta. Ni tan siquiera Rahula, el guerrero maratha, se molestó en aclarar cuál era su nombre y cuál su estirpe.

Horas más tarde el carruaje partía del Palacio de Sarawak rumbo a la bahía. En su interior, William Canning, completamente henchido de sí, apretaba con fuerza la carta de recomendación, recién timbrada por el Rajá de Sarawak. Haber conseguido la rúbrica de Brooke, era todo lo que necesitaba para poner al Sultán de Brunei a sus pies. Ni su tío había conseguido logro tan temprano. ¿Qué importaba si afuera el monzón soplaba en forma inusitada para esta época del año? ¡Que se cayera el cielo abajo! ¡que la tierra se abriera en dos! ¡He aquí el nacimiento de un nuevo Dios!, ¡la nueva promesa del Imperio Británico!

Mientras el Adelantado se autoconsagraba Señor de Inglaterra y Amo del Universo, el valiente maratha, que conducía el carruaje a través del penetrante viento, seguramente por no haber pisado jamás las islas británicas, prefería elevar sus rezos a divinidades locales. Solo su fe explicaba el lento pero milagroso avance a través de la furiosa oscuridad de viento y polvo. Trecho a trecho, contra todo pronóstico, el carruaje, tirado por dos hermosos caballos blancos, se acercaba a la costa.

Un grito de alarma despertó al joven inglés de su encantamiento. Todos sus sentidos se agudizaron al momento. Esperó un segundo aviso, una confirmación. Como si a fuerza de repetición terminara por creer las palabras que aún resonaban en su mente: “¡Cazadores de Cabezas!”.

Si existía algo peor que volver a escuchar esa advertencia escalofriante, era precisamente no recibir ninguna. Rahula parecía haberse silenciado por completo. Los oídos atentos del joven solo distinguían el silbido del viento y los cascos de los caballos, que lentamente aminoraron su marcha, hasta detenerse.

Por unos instantes aguardó a que su puerta se abriera y el escolta explicara la situación. Pero se ve que el maratha no estaba dispuesto a seguir el protocolo en momentos de gran peligro. William Canning se envalentonó e intentó enojarse –tarea, esta última, para la cual poseía un don innato-.

Colérico gritó:

– “¡¿Por qué nos detenemos?!”

Pero al escucharse supo que tenía miedo.

Salió lentamente del carruaje, y comprobó, como sospechaba, que no había rastros de Rahula.

– “¿Por qué faltando tan poco para llegar a destino se te ha ocurrido detenerse a alimentar a los indígenas?”-dijo en voz alta, casi desesperado.

Cazador de Borneo

Cazador de Borneo

Pero el miedo le devolvió la lucidez y comprendió la inutilidad y el peligro de llamar a su guía. Intentó controlarse y le ordenó a su cuerpo que se moviera. Lo primero que atinó a hacer fue amarrar a los animales a un arbusto. Ellos serían su salvación y por el momento los únicos seres vivos con los que contaban. Luego eligió una loma considerablemente elevada y comenzó a ascenderla. La visión nocturna no era buena con tanto viento, pero al menos la altura le ofrecería una perspectiva más completa y real de su situación.

Los fieles musulmanes de la región solían repetir un dicho: “En una noche negra, sobre una piedra negra, una hormiga negra. Allah la ve.”  El flamante Dios británico, en cambio, había apenas escalado unas decenas de metros y no lograba divisar a sus corceles blancos.

El esfuerzo por alcanzar la cima, sin embargo, lo premió con la más esperanzadoras de las visiones: ¡el mar!

-“¡No debe estar a más de cinco kilómetros de distancia!” –pensó mientras sonreía.

Entonces volvió su cabeza en la dirección del carruaje, y su sonrisa explotó en carcajada: una señal primero pequeña pero cada vez más discernible le traía la buena noticia del regreso de Rahula. El fiel escolta había logrado encender fuego en medio de la ventosa noche, preocupado seguramente por el paradero de su amo.

El Adelantado, corrió con la misma rapidez con la que se desprendía de sus miedos. Pero a medida que se acercó al carruaje su alegría se transformó en curiosidad, su curiosidad mudó a extrañeza, su extrañeza dejó paso al temor, y el temor profundizó hasta establecerse en un claro pavor. No había rastros del maratha. Y ahora: ¡tampoco de los caballos! Era el carruaje lo que ardía, siendo -como pensaba- una potente señal, aunque no precisamente de su sirviente.

El holocausto, tal vez como símbolo de su precaria situación, lo dejó absorto por unos instantes. Pero bastó el más leve ruido para postergar hasta un momento más propicio su práctica contemplativa. Corrió tanto que el pecho parecía a punto de explotarle. Le faltaba el aire, y pensó en detenerse cuando observó con horror que lo seguían de cerca. La desesperación lo llevó a tropezar. Cayó por un barranco y quedó tendido en medio del lodo; golpeado y… ¡casualmente camuflado!

Durante largas horas no atinó a moverse. No podía. No quería. Algo lastimado, bastante dudoso, muy desorientado y totalmente temeroso, optó finalmente por salir de su escondite. Solo alcanzó a dar unos pocos pasos. Escuchó un ruido -¿un soplido por una cerbatana?-. Unos segundos después recibió el agudo pinchazo.

Las piernas le flaqueron y cayó sobre tierra. El entorno se desvanecía, la selva se borroneaba. Varios hombres lo rodearon -¿o era sólo uno?-. Apenas si los distinguía, tampoco entendía lo que decían, no podía focalizar. Lo arrastraron por la selva. Poco después se desvaneció.

Cazador de Borneo con cerbatana

Cazador de Borneo con cerbatana

La lluvia cayendo sobre su cara lo despertó. Su confusión era clara. Tardó largos minutos en reaccionar. Sus captores no lo habían atado -¿habrían pensado que no despertaría tan rápido o no consideraron la posibilidad de la tormenta?-. El maltrecho y aturdido William, descubrió, a escasos pasos de donde se encontraba, a otro cautivo fuertemente amarrado.

-“Pero.. ¡si es Maratha!” –pensó o dijo, con sorpresa (aún no alcanzaba a distinguir si hablaba o pensaba).

Se acercó hasta él, sin dejar de observar con desconfianza en derredor.

-“Soy yo, valiente rahula, no tengas miedo”-le dijo en voz baja.

El fiel escolta no podía creer en su suerte. “Namasté, Namasté”, repetía como un mantra: no dejaba de agradecerle. Sangraba en varias partes: seguramente había dado una buena batalla antes de ser capturado. Las cuerdas que lo amarraban con tanta justeza también daban prueba de ello, el debilitado inglés luchó mucho por liberarlo, por desenmarañar los intrincados nudos.

Cubiertos por la fuerte tormenta pudieron escapar sin ser vistos. Luego siguió la alocada carrera hasta el mar. Ruidos peligrosos los acecharon en todo el trayecto, pero Rahula guío al joven a través de la jungla, lejos de las inseguridades del camino. Alcanzaron la playa al amanecer. El capitán de un navío inglés los reconoció, a pesar de su estado, y les brindó auxilio.

Aún exhausto, el valiente y optimista maratha intentó convencer a su amo de seguir rumbo a Brunei, tal como habían proyectado en el Palacio de Sarawak. Pero el joven ya había tenido demasiada aventura y se negó rotundamente. Rahula, no obstante insistió.

“Si sigues proponiéndome que me interne en esta isla, le diré al Virrey que has actuado en contra de sus órdenes: la de volver a Bengala ni bien consiguiera la carta de recomendación.” –amenazó el joven, sintiéndose importunado.

El maratha enmudeció el resto del viaje de regreso a India. Sin dudas temía más a los ingleses que a los salvajes de Borneo.

En Calcuta, Lord Charles John Canning organizó una gran fiesta, en honor al Adelantado y su exitosa misión. El evento fue un éxito, aunque faltó a él su invitado principal: William Canning no había regresado con el humor suficiente como para recibir honores, y no quiso salir de su habitación por una semana.

Por su parte, Rahula, cautamente omitió hablar de su apoyo a los sueños individualistas del joven y recibió su recompensa de la mano de Lady Wembley.

“Aquí tienes, valiente indio” –le dijo entregándole su suculenta paga-, “no me has defraudado”.

Cuando el maratha se retiró, el Virrey, sorprendido por la intervención de su mujer, le preguntó:

“Realmente, querida, veía muy improbable la misión. Sin embargo… ¿no decías tú que sería directamente una situación imposible?”

“Así es” –contestó ella- “creer en los imposibles siempre me resultó más fácil que hacerlo en los improbables”.

Mientras Lord Canning buscaba comprender las palabras de su mujer, esta se le adelantó:

“Me dijeron que ya estás alistando el barco con el que navegarás hacia Brunei”.

“Sí, ya casi está listo. No veo la hora de entrevistarme con Muda Hassim, el sultán.”

“¿Has pensado en llevar a Rahula a tu nueva expedición?”

“¿Cómo?” –dijo entre risas el Virrey-. “El maratha es un excelentísimo rastreador y guerrero en tierra, pero… ¿arriba de un barco?”

“Yo le daría una oportunidad, si nuestro sobrino pudo conseguir el permiso de Lord Brooke, a lo mejor tu hombre de confianza resulta también ser un gran navegante.” –dijo con firmeza Lady Wembley.

“¿No crees que se quedaría atónito como un niño frente al más simple nudo marinero?”

“En lo más mínimo, querido, ¡Rahula sería capaz de amarrarse a sí mismo!”

 

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