texto 09- 1 tapa libro

a james joyce

Abriendo la ventana de su habitación con estudiada y fingida espontaneidad -hacía meses que en silencio y minuciosamente imaginaba los pormenores de esa esperada ceremonia-, Brian Kendall apoyó los codos sobre el marco de madera y observó como el mar verdoso y el rezagado amanecer se disputaban el dominio de la costa de Dublín.

Antes de abandonar la ventana, la brisa suave elevó la bata amarilla prolijamente desceñida, y recién entonces recordó que su caracterización primera lo transformaba en Buck Mulligan, y que por lo tanto su habitación era -en el cómplice juego de la fantasía- la fortificada torre circular de Sandycove. Sabía que su representación era pueril y hasta intrascendente, pero poco le importaba. Ingresó al baño y antes de afeitarse la barba débil de su adolescencia tardía, entonó, previsiblemente:

-lntroibo ad altare Dei.

Al terminar, se enjuagó la cara y observó el reloj: las ocho y tres minutos. Volvió a la habitación y mientras se vestía, sacó del bolsillo lateral del saco el grueso folleto donde se detallaban las actividades oficiales del día para conmemorar el centenario ficcional del Ulysses. Llegó al borde de la escalera, y antes de bajar encendió la vela que estaba al pie de la foto de Joyce, la iconográfica imagen en la cual se lo ve inclinado sobre un escritorio escrutando un texto con una lupa. Al llegar a la cocina su idiosincrasia ya estaba acaparada por la figura de Leopold Bloom. Antes de salir lo esperaba un desayuno con té y riñón de cerdo asado.

En un primer momento solo decidió trasladarse hasta el centro de la ciudad, sin convencerse todavía a formar parte de una actividad determinada. Su única decisión previa fue la de vestirse íntegramente de negro, por si durante el transcurso de la mañana le daban ganas de participar en el apócrifo y ya cíclico entierro de Paddy Dignam. Ya en camino, volvió a observar la hora en un antiquísimo reloj que había pertenecido a su abuelo y al fin optó por visitar el cementerio. Sabía muy bien que el instante culminante tendría lugar a las once, cuando el lugar se vería abarrotado de gente y murmullos; sin embargo esto no lo condicionaba porque desde hacía ya unos años visitaba solo algunos de los puntos neurálgicos del itinerario joyceano y en horarios cambiados, para escaparle al ruido y al chauvinismo de los dublineses, quienes optaban por el bullicio festivalero del feriado sin importarles el mero acontecimiento literario; así, Kendall había hecho del Bloomsday una cuestión estética, ya que al desechar algunas posibilidades y enaltecer otras, se sentía parte del ritual de una forma más legítima y duradera.

Si bien no eran más de las nueve, en el cementerio ya había demasiada gente. Todos hacían tiempo y conversaban incómodos con sus trajes de época. Un mimo de a pie y otro con zancos sazonaban la espera con su acostumbrado patetismo y en detrimento de un espeso colchón de flores que sobre un fondo verde hacía resaltar en naranja y blanco la inscripción Bloomsday 2004. Desde un costado, una viuda auténtica, arrodillada y llorosa, observaba la escena con esperable recelo.

Tomó varias fotos y salió. Caminó durante horas, llevado por la lenta felicidad de observar las manifestaciones populares, que después de todo eran bastante pintorescas. Sin darse cuenta desembocó en Parnell Square, donde se sentó a descansar y a tomar a sorbos la litúrgica Guinness, siempre observando atentamente lo que sucedía a su alrededor pero sin involucrarse demasiado.

Después de un largo rato y ya habiendo perdido la noción del tiempo, tomó O’Connell Street en busca del puente y el Liffey. La llovizna de siempre lo sorprendió al cruzar Abbey Street, y Brian abrió feliz el paraguas porque desde siempre pensaba que la conjunción de Dublín y la lluvia daba a las calles un aspecto que, a falta de una palabra más atinada, él llamaba literario. Al llegar al puente, un joven ebrio de cara roja que a juzgar por su abrigo intentaba en vano ser el misterioso señor MacIntosh, intentó arrebatarle la cerveza.

Cruzó el puente y deteniéndose en un costado se puso a observar la caída lateral de la lluvia que ya arreciaba sobre el río. Comenzó a observarla con detenimiento, porque la lluvia en Dublín es un espectáculo digno de ser observado, porque es un manto que fluye sucesivo, desvanecido y unánime, una ráfaga lenta de agua, tiempo, musgo y piedra, un rostro poco frecuentado de la felicidad, la misma estirpe y prestigio de un crepúsculo veneciano. Él exaltaba estas notorias cualidades, pero sabía que hacerlo lo emparentaba con el fanático localismo que lo rodeaba y que él mismo se encargaba de criticar.

El viento manipulaba a su antojo la caída del agua, que ahora era todavía más sesgada y le empapaba los zapatos. Entendió que permanecer en esa posición y con el paraguas sobre la cabeza era poco menos que una ironía. Del otro lado del puente y desde lo bajo brotaba un humo denso. Ahora avanzaba pegado al muelle observando el vuelo huidizo de las gaviotas, que parecían surgir desde las paredes oscuras. Siguiendo su aleteo acompasado y débil, tropezó con el puesto de manzanas de una anciana, que, estoica, resistía los embates de la lluvia. Esquivó a un enigmático hombre de oscuro que arrojaba galletas a las gaviotas extasiadas y continuó, confundido por el estrépito que parecía manar de su paraguas. Sin volver a mirarlos, Kendall pensó que en la ambigua y arbitraria realidad de la ficción, esos dos personajes tan bien caracterizados eran, a su modo, perfectos y reales. Conjeturó por un segundo la idea de volver el rostro para observarlos nuevamente, pero siguió adelante, llevado por su sorda confusión; su atención se perdió ahora en la observación de los infaltables hombres-sándwich de Hely’s, que avanzaban en fila graciosamente. Ahora la lluvia era un golpeteo sordo que lo colmaba y cegaba. La fila quedó atrás y Kendall continuó, buscando el castillo de Dublín. El señor Bloom, desentendido, continuaba con la cabeza gacha e inmerso en sus hondas cavilaciones, mientras observaba distraídamente el alboroto producido por las gaviotas. Antes de llegar a la esquina Kendall comenzó a percibir el estrépito creciente que producían los cascos de los caballos al retumbar en el empedrado húmedo. Ensimismado, dejó atrás la estrecha vereda y antes de dar un segundo paso percibió un relinchar seco y una creciente sombra negra que lo libraron de ser arrollado.

Junio de 2004

gonzalo feijó

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