En el anterior número de Seda, acercábamos a nuestros lectores dos divertidas historias de la profusa cuentística tibetana (ver link a http://www.revistaseda.com.ar/seda_13/nota_08.htm).
Varios lectores se animaron a escribirnos para felicitarnos por la iniciativa, y también –tal vez por esa extraña mecánica que encadena la adulación al pedido- para solicitarnos más material.
De modo que, reincidiendo –tal vez por esa extraña mecánica que encadena el éxito a la repetición- hemos elaborado una segunda entrega de cuentos, traducidos por primera vez al español por gentileza de Irene Lo Coco.
Se trata del “Cuento del tigre y el hombre” y “La historia de la buena fe”, dos relatos conectados que vuelven a poner de relieve el humor tibetano y su clara exaltación de la picardía.
El cuento del tigre y el hombre
Había una vez una pareja de tigres que vivían en cierta selva y que formaban una familia con sus tres tigrecitos.
El Padre tigre se puso viejo y empezó a flaquear, y justo antes de su muerte mando a llamar a sus tres hijos y les hablo de la siguiente manera:
“Recuerden, hijos míos, que el tigre es el Señor de la jungla; capaz de recorrerla a su voluntad y cazar animales a su antojo sin que nadie pueda contradecirlo. Pero existe un animal del cual deben siempre guarecerse. Sólo él es más poderoso y astuto que el tigre. Ese animal es el hombre, y quiero prevenirlos solemnemente antes de morir, para que se cuiden de él, y que por ningún motivo intenten cazarlo o matarlo.”
Dicho esto, el tigre giró sobre su lecho y murió.
Los tres jóvenes tigres escucharon con respeto las palabras de su padre moribundo y prometieron obedecerle. Así lo hicieron los hermanos mayores, hijos obedientes que fueron cuidadosos al seguir su consejo. Limitaron su atención a la cacería de ciervos, cerdos, y otros pequeños animales de la selva; y eran muy cuidadosos cuando reconocían la cercana presencia de un ser humano, retirándose rápida y sigilosamente de tan peligroso vecindario. Pero el tigre más joven era por naturaleza más independiente y curioso. En la medida en que fue creciendo y haciéndose más fuerte, comenzó también a hacer oídos sordos a las restricciones que se le habían impuesto años ha.
“Después de todo”, pensó para si mismo, “que tan mala puede ser esta criatura, el hombre, que no puedo cazarlo si así lo quisiera. Me han dicho que no se trata más que de un ser indefenso, que su fuerza no puede ser comparada con la mía, y que sus garras y dientes son deleznables. Yo puedo derribar el más grande de los venados, o afrontar al más feroz jabalí con impunidad. ¿Porque, entonces, no podría yo ser capaz de matar y devorar al hombre también?”
Poco después, el tigre decidió en su necia vanidad, abandonar su delimitado territorio dentro de la selva y aventurarse al campo abierto en la búsqueda de su nueva presa: el hombre. Tanto sus hermanos como su madre intentaron persuadirlo de tal idea, recordándole las palabras de su padre moribundo, pero sin éxito; y finalmente una mañana, a pesar de sus ruegos y suplicas, partió el tigre solo en su búsqueda.
No se había alejado mucho cuando se encontró con un viejo y agotado buey de carga, flaco y demacrado y con las marcas de muchas antiguas cicatrices en su lomo. El joven tigre no había visto nunca a un buey antes, y se acercó a él con curiosidad.
“¿Que clase de animal eres tu, presa? ¿Eres un hombre por casualidad?”
“No, de ninguna manera”, contesto la criatura; “soy un simple y pobre buey”
“Ah!”, dijo el tigre. “Bueno, quizá puedas contarme que clase de animal es el hombre; ya que estoy tratando de encontrar uno y matarlo.”
“Ten cuidado del hombre, joven tigre,” contestó el buey; “se trata de una criatura peligrosa y desleal. Mírame a mí, por ejemplo. Cuando era joven era un servidor del hombre. Transportaba su carga en mi lomo, como podrás ver por mis cicatrices, y por muchísimos años fui un fiel y buen servidor. Mientras fui joven y fuerte, el hombre me cuidó y valoró; pero en cuanto me hice un poco mayor y débil, y ya no fui capaz de hacer su trabajo, me abandono en esta selva sin pensarlo, sin importarle mi edad o la dificultad para abastecerme de alimento. Te advierto solemnemente que dejes al hombre tranquilo, y no intentes buscarlo ni matarlo. Es una criatura muy astuta y peligrosa.”
Pero el joven tigre se rió de las advertencias del buey y siguió su camino. Poco después se encontró con un viejo elefante errando solitario por la selva, recogiendo con su trompa algunas hojas de los árboles para alimentarse. El animal tenía la piel muy arrugada y ojos pequeños y llorosos, y detrás de sus grandes orejas tenia muchas marcas y cicatrices demostrando el lugar exacto donde se lo chuzaba con regularidad.
El joven tigre observó al animal con sorpresa, y acercándose lentamente le dijo:
“¿Puede decirme, por favor, que tipo de animal eres tú?; no eres un hombre, ¿no es cierto?”
“No, de ninguna manera,” contestó el Elefante; “soy tan solo un pobre y agotado elefante.”
“Un elefante entonces…,” dijo el tigre, “pero quizá puedas decirme algo sobre el hombre, que clase de animal es, ya que estoy buscándolo con la intención de matarlo y devorarlo.”
“Ten mucho cuidado de como cazas al hombre, joven tigre,” contesto el elefante; “es un desleal y peligroso animal. Te doy mi caso como ejemplo. Auque soy el Señor de la jungla, el hombre ha sabido domesticarme y entrenarme, y me convirtió en su servidor por muchos años. Puso una montura en mi lomo e hizo de mis orejas sus estribos, y solía golpearme en la cabeza con una vara de metal. Mientras fui joven y fuerte me valoro con grandeza. Me brindaba el alimento, tanto como quisiera, y hasta tenía un asistente personal que me acicalaba a diario, satisfaciendo todas mis necesidades. Pero cuando me vine viejo y débil para seguir trabajando, me trajo a esta selva y me dejo aquí para que me cuide por mi mismo. Si sigues mi consejo, dejaras al hombre tranquilo, o será mucho peor para ti al final.”
Pero el joven tigre se rió con desdén y siguió su camino. Y cuando hubo caminado un rato escucho el sonido de ramas rompiéndose y acercándose sigilosamente vio que se trataba de un leñador en plena tarea de derribar un árbol. Luego de observarlo por un tiempo, el tigre salió de su escondite y aproximándose al hombre, le preguntó que clase de animal era.
El leñador contestó: “Pero que ignorante tigre eres, ¿no te das cuenta que soy un hombre?”
“Con que eres un hombre,” dijo el tigre; “que suerte la mía, entonces, ya que estaba buscando uno para matarlo y devorarlo, y tu eres el candidato ideal”
Al escuchar estas palabras el Leñador comenzó a reír.
“Matarme y comerme a mí…,” contestó, “¿acaso no sabes que el hombre es demasiado inteligente para ser matado y comido por un tigre como tú? Ven conmigo y te mostraré cosas que solo el hombre conoce, pero que te serán muy útil aprenderlas.”
El tigre creyó que era ésta una muy buena idea, entonces siguió al hombre por la selva hasta que llegaron a su casa, que estaba firmemente construida con vigas de madera.
“¿Qué es este lugar?”, preguntó el tigre cuando la vio.
“Este lugar se llama casa,” contestó el hombre; “y te voy a mostrar cómo la usamos.”
Y diciendo esto entró y cerró la puerta. “Ahora,” dijo el hombre desde adentro de la casa; “puedes ver que tonto animal es el tigre comparado con el hombre. Ustedes, pobres animales, viven en un hueco en el medio de la selva, expuestos al viento, a la lluvia, al frío y al calor; y todas sus fuerzas no son capaces de construir una casa como esta. Mientras que yo, que soy mucho mas débil que tú, puedo construirme una hermosa casa, donde vivo a mi antojo, indiferente al clima y seguro de los animales salvajes.”
Al escuchar eso, el tigre se encolerizó. “¿Qué derecho,” dijo; “tiene una criatura indefensa y desagradable como tú, de tener tan hermosa casa? Mírame a mí, con mi bello pelaje, y mis grandes dientes y garras, y mi larga cola. ¡Soy mucho más merecedor de esta casa que tú! Sal de ahí de inmediato, y entrégame tu casa.”
“Oh, muy bien,” dijo el hombre; y salió de la casa dejando la puerta abierta para que el tigre entrara.
“Ahora, mírame,” dijo el vanidoso y joven tigre desde adentro; “¿no me veo hermoso en mi casa?”
“Muy hermoso, por cierto,” respondió el hombre, y echándole el cerrojo a la puerta desde afuera se fue caminando con su hacha, dejando al tigre morir de hambre.
La historia de la buena fe
El tigre pronto se cansó de estar sentado en la casa, y trato de forzar la salida; pero la casa estaba muy bien construida y sus paredes eran tan fuertes que no le permitían ni siquiera dejar marcas de sus garras; de modo que pronto abandono su tarea y comenzó a sufrir severamente el hambre y la sed.
Dos o tres días habían pasado y el tigre se encontraba ya en un terrible estado, cuando vio a través de una abertura entre los troncos que formaban la pared, a un pequeño ciervo que tomaba agua en un arroyo cercano. Cuando el tigre divisó al ciervo, lo llamó con fuerza:
“Oh, hermano ciervo, por favor, ¿podrías acercarte y abrir la puerta de esta casa? Me he quedado encerrado, y como no tengo nada de comer ni beber, temo morir de hambre aquí dentro.”
El ciervo se asustó al escuchar la voz del tigre, pero cuando pudo entender de qué se trataba la situación, se sintió seguro y contestó:
“Oh, tío tigre, lamento mucho tu desgracia. Pero me temo que si yo abro esa puerta y te dejo salir, me matarás y comerás.”
“No, no, no lo haré,” le dijo el tigre “puedes confiar en mi. Te prometo fielmente que si me liberas te dejare ir sin hacerte daño.”
Escuchando esto, el ciervo se acercó a la puerta y quito el cerrojo, y el tigre saltó fuera con júbilo. Y apenas hubo estado afuera, se abalanzó sobre el ciervo y le dijo:
“Lo lamento mucho por ti, hermano ciervo, pero el hecho de estar tan hambriento me deja sin otra alternativa más que comerte inmediatamente.”
“Esto es realmente muy malo,” contestó el ciervo; “después de haberme prometido fielmente que no lo harías, y después de haberte concedido el beneficio de la libertad, deberías ser leal conmigo y cumplir con tu palabra.”
“¡Lealtad!” dijo el tigre. “¿Que es la lealtad?, no creo que exista eso que llamas lealtad.”
“Con que no existe?”, contestó el Ciervo “bueno, hagamos un trato: le preguntaremos a los primeros tres seres vivos que nos encontremos si creen que existe o no la buena fe. Si ellos dicen que no, entonces estás en tu derecho de matarme y comerme; pero si dicen que sí, entonces deberás dejarme ir.”
“Muy bien,” dijo el tigre, “trato hecho”.
Entonces partieron juntos y luego de haber recorrido una pequeña distancia se encontraron con una gran árbol creciendo al costado del camino.
“Buen día, hermano árbol,” dijo el Ciervo; “nos gustaría hacerte una pregunta.”
El árbol movió sus ramas en el aire en señal de saludo y contesto con voz apacible. “¿Cual es tu pregunta, hermano ciervo? Daré lo mejor de mi para ayudarte.”
“El caso es éste,” respondió el Ciervo “hace un rato nada más me encontré con este tigre encerrado en la casa de un leñador, en el medio de la selva. Me llamó desesperado y me pidió que le abriera la puerta, prometiéndome que si lo hacía, me dejaría ir sin hacerme daño. Entonces le abrí la puerta y lo deje salir; pero apenas hice esto se abalanzó sobre mi y amenazo matarme; y cuando le reproché estar faltando a su promesa, me contestó que no creía que existiera en el mundo tal cosa como ser leal, o tener buena fe. Entonces hicimos un trato y acordamos preguntarle a los primeros tres seres vivos que encontremos su opinión respecto a este tema. Si creen que no existe la buena fe, el tigre podrá matarme y comerme; pero si acuerdan conmigo en que si existe, entonces yo seré libre. ¿Puedes entonces, darnos tu opinión respecto si existe o no existe la buena fe?”
Al escuchar estas palabras, el árbol movió sus ramas lentamente en la brisa, y respondió de la siguiente manera:
“Estoy muy interesado en tu historia, hermano ciervo, y te ayudaría con gusto si pudiera; pero me veo obligado a contestarte honestamente de acuerdo a mi experiencia de vida. Considera ahora mi caso. Yo crezco aquí, al costado del camino, extendiendo mis ramas sobre la polvorienta ruta listo para otorgarle refugio y sombra a los caminantes. Los viajantes que recorren estos pasajes se gratifican con un descanso bajo mi fresca sombra. ¿Y después que pasa? ¿Me agradecen el reparo que les he concedido? ¿Les sirvo al menos de ejemplo y los inspira a ser generosos con otros? Lejos de eso, me temo. Cuando ya están descansados y frescos, siguen su camino y no solo no me agradecen por mi hospitalidad, sino que además rompen mis ramas para usarlas como bastones o fustas para azotar a sus cansados animales. ¿Puede esa conducta ser catalogada como buena fe? No. Estoy obligado a decir que mi experiencia me lleva a creer que no hay tal cosa como buena fe en el mundo.”
El pobre ciervo escuchó al árbol con tristeza, y junto al tigre continuó su camino, hasta que poco después avistaron a una vaca y su ternero pastando tranquilos en un amplio y verde campo. Notaron que la vaca se contentaba con los pastos más secos, mientras que le mostraba a su ternero el lugar de los mejores pastos; y que se privaba de ellos con gusto, para proveer mejor a su pequeño.
El ciervo y el tigre se acercaron a la vaca, y el primero se dirigió hacia ella diciendo:
“¡Buen día, tía vaca!, tigre y yo tenemos un pequeño asunto que nos gustaría contarle, para que nos de su opinión.”
La vaca los miro sorprendida con sus grandes ojos, y después de rumiar un rato contesto lentamente:
“Dígame usted, hermano ciervo, estoy lista para darle mi opinión en lo que usted me pida.”
“Bueno,” dijo el Ciervo; “este tigre estaba encerrado en una casa en la selva, e imposibilitado de salir, corría riesgo de morir de hambre y sed. Pasaba justo por ahí, y el tigre me llamó, pidiéndome por favor que lo ayude a salir de allí, prometiéndome que si así lo hacía, me perdonaría la vida. Entonces abrí la puerta y lo liberé. Pero apenas hubo estado en libertad, se abalanzó sobre mí para matarme y comerme; y cuando le reproché estar actuando de muy mala fe, me contestó que no creía que existiera tal cosa como la buena fe. Fue así que hicimos un trato y acordamos preguntarle a los primeros tres seres vivos que encontremos su opinión sobre este asunto. Si ellos creen que no existe la buena fe, el tigre podrá matarme y comerme; pero si creer que realmente existe, entonces yo seré libre. Ahora, ¿podría usted decirnos su opinión?”
Mientras escuchaba estas palabras, la vaca seguía rumiando y cuando hubo terminado respondió muy seria:
“La ayudaría con gusto si pudiera, hermano ciervo, pero debo contestarle desde mi propia experiencia. Estoy considerando el caso de mi ternero y yo: mientras el ternero es joven y tierno, hago todo lo que este a mi alcance para alimentarlo y cuidarlo. Primero le doy mi propia leche, más luego como puedes ver, lo animo a buscar los mejores pastos, privándome yo alegremente de ellos con tal de que mi pequeño tenga lo mejor de todo. Pero, ¿qué pasa después, cuando el ternero crece grande y vigoroso? ¿Se acuerda de su madre con gratitud, prometiendo cuidarla en su edad madura? Lejos de eso, me temo. Tan pronto se convierta en un gran animal, me empujara fuera de estos terrenos en que ahora pastamos, para quedarse él con todo. ¿Puede eso llamarse lealtad hacia la madre? No; mi experiencia me hace creer que no existe tal cosa como la lealtad o buena fe en este mundo.”
Cuando el ciervo escuchó esto se desalentó mucho, y creyó que podría ser muerto y comido en cualquier momento; pero le imploró al tigre una ultima oportunidad, diciéndole que estaba sumamente preparado para soportar la respuesta de la tercera persona que cuestionaran.
El tigre dio su consentimiento, y luego de caminar una corta distancia, se encontraron con la liebre, saltando por el camino en dirección a ellos.
“Buenos días, hermana liebre,” le gritó el ciervo; “¿podrías otorgarnos un momentito de tu tiempo para darnos tu opinión respecto de una disyuntiva que tenemos el tigre y yo?”
“Por supuesto,” respondió la liebre frenando su andar “estaré encantada de darte la mejor repuesta que pueda.”

En los relatos tibetanos la liebre suele ser el personaje inteligente y perspicaz, del mismo modo que el zorro suele serlo en las cuentística occidental.
“Bueno,” dijo el ciervo; “los hechos son los siguientes: estaba yo bebiendo agua del arroyo cuando me encontré con este tigre encerrado en la casa del Leñador. La puerta tenía puesta el cerrojo desde fuera, de modo que no podía salir y estaba en serio peligro de morir de hambre y sed; entonces me pidió por favor que lo ayudara a salir, prometiéndome que si lo hacía, me perdonaría la vida. Por consiguiente, le abrí la puerta; pero apenas hubo salido de la casa, se abalanzó sobre mi diciendo que estaba tan hambriento que no podía hacer otra cosa más que comerme allí mismo. Y cuando le reproché estar actuando de muy mala fe, me contestó que no sabía lo que la buena fe era, y que de hecho, no creía que existiera tal cosa en el mundo. Entonces hicimos el trato de preguntarle a otras tres criaturas su opinión sobre este tema, si ellos creían o no en la buena fe. Si la respuesta es positiva, soy libre de irme; pero si es negativa, entonces el tigre esta en su derecho de matarme y devorarme. Ya hemos consultado a dos personas antes que a ti, y ambas han opinado que no existe tal cosa como la buena fe en este mundo. Tú eres el tercer y último en dar su opinión, y de ella depende mi vida.”
“Oh, Dios,” respondió la Liebre; “es esta una historia muy extraña, y antes de dar una opinión en un tema tan delicado es necesario que entienda exactamente como se sucedieron los hechos. Déjenme ver. Dices tú que estabas encerrado en la casa del leñador.”
“No, no,” interrumpió el tigre; “era yo quien estaba encerrado en la casa.”
“Oh, ya veo…,” dijo la liebre; “entonces el ciervo debe haber sido quien te encerró.”
“¡No, no!” interrumpió el Ciervo. “Parece que no estás entendiendo nada; eso no fue lo que sucedió.”
“Bueno,” contestó la Liebre; “es una historia tan complicada que es difícil de seguir con exactitud. Así que antes de tomar una decisión, propongo que vayamos los tres al lugar de los hechos, para que puedan explicarme con precisión lo que sucedió.”
El tigre y el ciervo estuvieron de acuerdo, y partieron entonces los tres, y caminaron hasta llegar de la casa del leñador.
“Ahora,” dijo la Liebre, “explíquenme ustedes lo que realmente sucedió. ¿Dónde, por ejemplo, estabas tú, hermano ciervo, en el momento en que el tigre te habló?”
“Yo estaba aquí, bebiendo agua del arroyo; así.” Respondió el Ciervo, y diciendo esto fue hasta el punto exacto en cuestión.
“¿Y donde estabas tú, tío tigre?” preguntó la liebre.
“Bueno, yo estaba dentro de la casa, aquí.” Contesto el tigre entrando a la casa.
“Y la puerta, presumo, estaba cerrada así, ¿no?” dijo la Liebre. Y diciendo esto, cerró la puerta y puso el cerrojo; y ella y el ciervo se fueron por el camino por el que vinieron, seguras, y dejando al tigre encerrado en la casa, donde poco después murió de hambre.
“El cuento del tigre y el hombre” y “La historia del buena fe” fueron extraídos de O`CONNOR, W.F. (Comp. y Tr.); Folk tales from Tibet; Hurst and Blackett; Londres; 1906; págs.6-19
Ambas historias fueron traducidas del inglés al español por Irene Lo Coco.