Ya antes habíamos aprovechado este espacio para nuestros ejercicios literarios. Así publicamos una adaptación dramática de un cuento de Lu Xun y también una creación dramática original inspirada en tres cuentos de Kawabata. En el siguiente texto hemos intentado hacer el camino inverso. Hemos tomado el maravilloso cuento del genial Wolfgang Borchert, Nachts schlafen die Ratten doch (De noche las ratas duermen), y hemos intentado extrapolar la historia a un contexto asiático. Esperamos que lo disfruten, y como siempre, que este humilde escrito los incite a abrevar en las fuentes.
El presente trabajo busca destacar, en rápido repaso, a estos elementos conforme tomaron relevo del papel central en materia política. Una suerte de historia del Axis Mundi japonés, que puede resultar verdaderamente pragmática al neófito que se enfrenta por primera vez con las particularidades de la historia del país del Sol Naciente.
El viejo caminaba grave junto a su bicicleta. Esquivaba en lo que podía las piedras, y cuando se topaba con demasiadas, trababa el pedal contra la vereda y se tomaba unos minutos para despejar el camino. Había llevado su pequeño teatro de imágenes por media ciudad, pero no había logrado vender casi ninguna golosina. Los cartones desteñidos ya no atraían a los niños. Pensaba en cambiar pronto de historia, pues le parecía que aquella en particular ya había sido contada demasiadas veces.
Al doblar la esquina se encontró con una gran montaña de ladrillos y madera. Los escombros cubrían todo el ancho de la calle y se adentraban en los solares ahora derruidos. Por inercia, por costumbre tal vez, siguió caminando hasta el pie de la montaña y, aunque sabía que debía volver sobre sus pasos, observó exhausto a ambos lados para ver si podía rodearla.
A su derecha, no muy lejos, le pareció ver una cabecita negra sobre las piedras. Se estiró sobre la punta de sus pies y estiró el pescuezo para mirar mejor. Dejó su bicicleta y su pequeño teatro y se acercó tratando de no hacer ruido.
En efecto, un niño pequeño se encontraba sentado sobre lo que parecía haber sido una gruesa pared. Tenía junto a él un balde lleno de guijarros y pequeños pedazos de concreto. Golpeaba repetidamente el piso con una larga ramita de bambú sin hojas. Se acercó unos pasos hasta que fue imposible que el niño no lo hubiera notado. Carraspeó. Lo observó con detenimiento. A pesar del frío, llevaba un yukata[1] gastado de algodón azul, una prenda demasiado grande para él.
– Buenas tardes – saludó el viejo.
El niño entornó los ojos sin levantar la cabeza.
– Se está haciendo de noche – sentenció el viejo dando un largo vistazo alrededor. – ¿Estás solo?
Pero nadie respondió.
– Este no es lugar para un niño. ¿Dónde están tus padres?
El pequeño contestó con un ligero movimiento del hombro.
– En el refugio, supongo. Allí vivimos ahora.
– ¿Y qué haces tú aquí? ¿Necesitas ayuda para llegar a ese refugio?
– No, yo no me puedo ir.
El viejo sorprendido intentaba encontrar la mirada del niño para ver si así lograba comprenderlo mejor, pero éste la tenía clavada en el piso.
– Debo trabajar – agregó el pequeño al cabo de un rato.
– Oh, ¿trabajas? Hubiera pensado que eras muy pequeño para trabajar.
– ¡Yo no soy pequeño! Tengo ocho.
– Oh, claro, disculpa a este viejo tan tonto que ya tiene ochenta y olvidó lo que es ser un niño.
El viejo sacó un cigarrillo torcido de la manga de su kimono y lo encendió. Luego de dos largas pitadas se lo ofreció al niño.
– ¿Quieres terminarlo?
– Claro – se apresuró el pequeño, y por primera vez dejó de golpear con su ramita de bambú.
– ¿Y de qué trabajas? ¿Se puede saber? – sintió curiosidad el viejo.
– Cuido.
– ¿Cuidas los escombros? – dijo el viejo divertido.
El niño dio una pitada para ayudarse a absorber las lágrimas.
– Cuido a mi hermanito.
– ¿A tu hermanito? – interrogó el viejo lanzando miradas en todas direcciones.
– Sí, a mi hermanito – dijo el pequeño exhalando humo entre los dientes de leche. Y ante el silencio y desconcierto del viejo agregó:
– Esta era mi casa. Cuando sonó la alarma, todos salimos corriendo hacia el refugio y yo me olvidé de mi hermanito.
El silencio del viejo inundó el aire, que se volvió pesado. El niño prosiguió:
– Lo cuido de las ratas. No voy a permitir que las ratas se lo lleven.
Y diciendo esto tomó un pedacito de ladrillo del balde y lo lanzó con destreza hacia el vidrio de una ventana, que sonó roto.
El viejo deseó no haber preguntado, y deseó no haber usado aquel tono burlón. Quiso decir algo, pero no supo bien qué, así que calló. Se sentó junto al niño un momento, pero se puso de pie enseguida. Después de un rato, el viejo metió la mano en su bolsa.
– ¿Sabes qué tengo aquí?
El niño negó con un solo movimiento de cabeza. Entonces el viejo sacó sus hyoshigi[2] y los hizo retumbar en aquel callejón.
– Atraen a los vivos y espantan a los espíritus – dijo. – También tengo golosinas. Se las vendo a los niños que quieren escuchar mis historias. ¿Hace cuánto que no pruebas una?
El pequeño se acomodó en su lugar, interesado.
– Pero a ti te las voy a regalar, si es que me crees lo que te voy a decir.
E hizo una pausa para darle suspenso a sus palabras. Luego sentenció:
– De noche las ratas duermen.
– ¿En serio? – preguntó rápido el niño.
– Claro, claro, estoy seguro. De noche las ratas duermen. Así que tú también deberías dormir.
– Yo… no lo sabía.
– Puedes irte tranquilo a descansar con tu familia. Mañana volverás a primera hora a seguir cuidando.
El viejo sacó un puñado de golosinas de su bolsa y las depositó en las manitos cóncavas del niño.
– ¿Ves? Ya bajó el sol. Tu hermanito está seguro ahora.
El niño agradeció al viejo por las golosinas, trepó corriendo la montaña de escombros y se perdió de vista. El viejo volvió a su bicicleta, y retomó su camino por donde había llegado.
[1] Kimono de verano.
[2] Generalmente, dos pedazos de madera unidos por una cuerda que los cuentistas de kamishibai utilizaban para anunciar su llegada.