Este libro empieza tres veces. Rubén, un geólogo que vive en el exterior, vuelve a la Argentina para acompañar a su madre durante sus últimas semanas de vida. Un colectivo-submarino de dos pisos conducido por mujeres, cuyo recorrido es Buenos Aires-La Pampa-California, y cuyo destino final es una isla infinita dirigida por una pareja diabólica. La rutina de un campo de detención durante la dictadura.
Los distintos puntos de partida de Soy un bravo piloto de la nueva China hacen que la novela pueda leerse como se mira una escultura, caminando a
su alrededor hasta creer que la hemos logrado ver por completo. Pero como los mejores escultores, Ernesto Semán consigue sorprendernos una y
otra vez con un ángulo desconocido, obligándonos a pararnos en una nueva posición para descubrir siempre algo inesperado sobre la familia Abdela,
las relaciones amorosas entre hermanos, amantes, padres e hijos, y la historia de una Argentina sombría.
La novela narra la historia de un hombre con padre desaparecido que busca reconstruir su historia, darle sentido a sus recuerdos. ¿Cómo influyó tu historia personal en la narración? ¿Cómo te relacionás con la militancia de tu padre?
Bueno, mi historia tiene una influencia clara en al menos dos sentidos, creo. Uno es el más general, todo lo que escribo, y supongo que todo lo que uno escribe, es una elaboración más o menos fantasiosa de la experiencia, una forma de darle sentido. Dicho de otro modo: a mí, que conozco mi propia historia, esa relación entre realidad y ficción me parece tan obvia en las novelas anteriores -aún si transcurren en San Juan y Moscú en los ’40- como en ésta. Son las preocupaciones de uno las que uno puede encontrar en la ficción, con la singularidad de que la ficción es el terreno en el que uno puede explorar otras vidas y otros destinos para ver esas preocupaciones desde un lugar distinto. Luego, en el sentido más particular del tema de esta novela, lo que podría decir es que en todo caso el personaje desarrolla una mirada sobre su historia personal, y también sobre sus padres y sobre lo que hicieron y lo que no, con la que yo interactúo. Pero bajo ningún concepto refleja lo que a mí me ha pasado o pasa. A veces es una idealización, a veces es un juego con cómo me hubiera gustado que las cosas fueran, a veces es una exploración de algo que jamás haría en la vida real, a veces son experiencias ajenas reconvertidas, otras vidas posibles. En eso, volviendo al comienzo de la respuesta, para mí la literatura es una forma de darle espacio a las fantasías sobre mi vida, más que a mi vida en sí, insistiendo en lo más simple, que es el esfuerzo por darle sentido a la experiencia de uno, poner las cosas que le pasan a uno en imaginarios que me permitan verlas desde lugares distintos y hasta imposibles.
La madre enferma aparece como memoria viva de la década del `70. ¿Metáfora o memoria?
En verdad, la misma pregunta pone de relieve no tanto el imaginario que se puede haber invertido en la novela, sino cuánto de ese imaginario se juega en la lectura que hacen los otros, vos en este caso. No se me había ocurrido esa relación entre la madre enferma y la década del ’70, ni como metáfora ni como nada. Y de hecho nadie me lo había sugerido hasta este momento. Pero recién ahora, frente a la pregunta escrita, me doy cuenta de que siempre tuve la sensación de que el cáncer que en la vida real se llevó a mi madre era una consecuencia de los dolores acumulados en la vida, a lo largo de los años, con o sin los ’70. Estirando un poco las cosas: en la novela no pensé en esa relación entre el cáncer y los ’70, pero quizás esa relación sí existió en la vida real, y no es tanto por la década como fenómeno político, sino como experiencia de vida de los individuos.
Hablando de la memoria de la década del ´70. En los últimos años hubo en nuestro país una reactivación de la memoria colectiva. ¿Cuál es tu lectura del actual revisionismo?
Yo no estoy tan seguro de que haya una reactivación, porque me parece que en general la memoria, tanto la individual como la política, ha sido permanente y estable a lo largo del tiempo en relación a la década del ’70 y de la dictadura militar. Lo que sí hubo son dos o tres cosas distintas. Una es una correspondencia entre esa memoria y la reactivación de las instituciones de justicia para ejercer una reparación a las víctimas y a la sociedad en su conjunto. Es algo que celebro no sólo en lo personal sino como parte de cualquier comunidad que quiera mirar hacia adelante con algo de paz interior y tranquilidad. Otra cosa que pasó fue un resurgimiento de los debates y del lenguaje de los ’70 en círculos políticos y en el espacio público general, aun si éste está reducido a las elites culturales y políticas de los grandes centros urbanos. Respecto de esto tengo más dudas sobre sus consecuencias. Por un lado, en lo específicamente político, hay un sobreuso del lenguaje de los ’70 y de las referencias a la agenda política de aquella época, que esconde más que lo que aclara, en al menos dos sentidos. Uno, porque evidencia las carencias del lenguaje para hablar del ahora, porque es evidente que las demandas y problemas y relaciones sociales de hoy son específicas de hoy y no de hace medio siglo ni de hace treinta años. La insistencia con la que el panorama actual se presenta como una confrontación entre actores «pro dictadura» y actores «pro democracia» no sólo produce una diacronía interesante e interesada (porque lo que se denomina la generación del 70 tenía muchas virtudes pero ellas no están ligadas a la construcción de una sociedad más democrática más allá del plano ideal), sino que aparte opera de una forma conservadora, porque discursivamente excluye a los actores y a los problemas de aquí y de ahora. Por lo demás, también es una forma en la que la política no se hace cargo de forma total de las demandas de la actualidad y de las formas en las que las va resolviendo. Dicho de manera directa: el gobierno habla de los ’70 y del imaginario social de los ’40, cuando la totalidad de su agenda es la de la transición democrática. La decisión oficial de que ese marco post-1983 tiene menos sex appeal genera una distorsión importante respecto de cómo interpretar lo que está haciendo, que es básicamente conciliar lo que han sido las cuatro grandes demandas de la transición democrática: el juicio y castigo a las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura, la cuestión social, las reformas estructurales del Estado, y la consolidación de las instituciones. En general, por último, me parece que los efectos de esa sobre-inversión en la retórica de los ’70 y la consecuente privación de un lenguaje contemporáneo tiene efectos que en el largo plazo pueden no ser buenos: perpetúa la condición de víctima de las víctimas, lo cual no sólo dificulta dejar de serlo, sino que también les extiende una autoridad moral y política que sigue subordinando al resto, a quienes no son víctimas o no coinciden con sus posiciones. En ciertos casos, la condición de víctima puede ser una posición de poder importante.
La decisión de estructurar la novela en esos tres escenarios que son La ciudad, El Campo y La isla, ¿viene de una arquitectura anterior al proceso de redacción o te surge como una necesidad del relato?
No, no es una decisión anterior, eso seguro. No sabría si ponerlo en términos de una «necesidad» del relato, pero al menos sí como un derivado de los recursos que yo tenía disponibles. Quiero decir, si yo pudiera, escribiría todo como una historia en un sólo plano. En este caso, quería que el personaje central explorara terrenos que no formaran parte de su «vida real», que fueran no tanto una fantasía en su estado onírico sino más bien un recorrido interior que debía hacer para entender aquello que ha vivido. Y al mismo tiempo, que pudiera ver todos estos otros terrenos con alguna ambivalencia y distancia, una experiencia que lo compromete pero que no es enteramente la suya. Y eso fue llevando a ese desdoblamiento de la novela en tres partes, tratando de que evolucionaran como una sola. En términos de estructura, pienso en una sola cosa antes de escribir: al momento de ordenar las notas y empezar lo que luego será una novela o un relato o un paper o un ensayo -en general antes de pasar el cuaderno a la computadora-, organizo el relato en cinco partes más o menos iguales en extensión, con los componentes básicos de la estructura de los sermones protestantes del siglo XVIII. Esa estructura tiene una forma y una fluidez y un ritmo y una cierta evolución de la historia con los que me siento cómodo. Eso ha sido así desde hace veinte años. No importa que después ese texto sea una novela de 17 capítulos o un paper de dos partes, la escritura se va produciendo dentro de esas cinco partes.
¿Podemos afirmar que desde una nueva perspectiva, Soy un bravo piloto… arraiga en la tradición de novelas políticas latinoamericanas? ¿Fue esta tu intención al iniciar su redacción?
No estoy tan seguro de si ese es el resultado, pero seguro que no fue mi intención al escribirla, por el valor que pueda tener esa intención inicial. Como te decía antes, la imaginé como una historia de amor, que obviamente fue evolucionando en ese «atravesar» el pasado en el que transcurre. Me siento más cómodo con la lectura que hizo Ricardo Piglia de la novela, que la vio dentro del género de las «cartas al padre», en este caso mediadas por la figura de una madre que es el vértice de toda la novela (y de la vida del personaje central). Para el personaje central, la política es más bien un obstáculo, algo que le obstruye el acceso directo a su historia, las respuestas a sus preguntas. Y en ese esfuerzo por desmalezar ese recorrido hacia atrás va enfrentando ese obstáculo que es la política, y eventualmente tratando de entenderla, porque no tiene otro remedio.
En los fragmentos destinados al campo de detención hay una ruptura con la forma en la que la tradición literaria argentina aborda estos temas, como un corrimiento del binomio bien/mal. ¿Cómo encaraste este tema en la narración? ¿Fue una decisión literaria concerniente a la ética o a la estética del relato? ¿Cómo construiste el personaje de Capitán? y ¿cómo te relacionaste con él desde lo ficcional?
Bueno, para mí fue una exploración. Lo que el personaje de la novela intenta hacer es descentrar un poco su propio relato y poder pensar en él del otro, también en el otro «radicalmente» otro, como es el hombre que torturó a su padre. Y no ver a ese otro sólo desde su propio dolor y desde sus propias preguntas, sino desde los dolores y preguntas del otro, de sus motivaciones, por más abominables que estas fueran. En general no me interesa mucho la literatura que tenga respuestas muy claras a estos temas, y aquellas que implican alguna forma de adoctrinamiento o lección política en lugar de abrir nuevas preguntas. Más bien al contrario, me atrae aquella escritura que puede decir aquello que la política no se permite, que puede explorar límites que la política establece. No me parece que eso diluya las diferencias entre el bien y el mal, en términos generales o específicos. Al contrario, si hay una ética en el personaje de la novela es la de poder desentenderse un poco de su propio lugar y de su propio dolor para poder desarrollar una mínima empatía hacia el otro. Eso es una ética, es lo que yo entiendo como un acto de amor genuino, ese esfuerzo por estar entero por dentro para poder trascenderse y pensarse como parte de una comunidad más grande. Eso, en todo caso, se pone a prueba en una situación límite en la que los personajes que forman parte de su vida incluyen a quien ha torturado a su padre. En cuanto a cómo me relacioné con ese personaje del torturador, creo que aplica lo mismo que para el resto de los personajes: estoy seguro de que debe haber múltiples relaciones y consecuencias en mi escritura, pero yo no tengo registro de ellas. En mi caso al menos, la escritura tiene mucho más que ver con la disciplina y el trabajo y el esfuerzo por superar las limitaciones que uno tiene cada día para escribir, técnicas, de tiempo y de cualquier otro orden.
¿Y en cuanto a ese tercer escenario que fuerza sin romper la tensión realidad/ficción; el del colectivo anfibio y esa isla/purgatorio en la que vivos y muertos buscan reconciliarse: ¿Se trata del infierno al que está destinado el inconciente colectivo de todos los pueblos que deben saldar un genocidio?
No tengo idea de cómo responder a esta pregunta. Piglia dijo que era un «infierno benigno»… puede ser. Es cierto, estas narraciones pueden ser leídas en términos de infierno/purgatorio, en la medida que es una matriz de escritura (y de lectura) muy poderosamente instalada. A mi la figura del purgatorio no me seduce, implica un perdón blando y renovable, una rutina por la que una persona o un pueblo pasa para lavar sus pecados. Es la mirada más católica del asunto. Y tampoco me seduce el componente más general que concibe a la religión como una fuerza de coerción exterior al individuo, sobre el que pesa siempre el castigo potencial del purgatorio. Una moralidad basada en el miedo y el castigo sólo puede sacar lo peor de uno, no lo mejor.
No imagino a La Isla como purgatorio a menos que esa definición incluya muchas enmiendas. Y sobre todo, no creo que el inconsciente colectivo esté condenado a dicho purgatorio. Quizás, en todo caso, las sociedades que pasaron por estas experiencias que pueden ser definidas como «hechos imperdonables» requieren de una enorme inversión en la verdad, la justicia y el amor al prójimo para que ese pasado ominoso también pueda dar el fruto de una comunidad mejor para quienes la habiten en el futuro. En ese sentido, La Isla no es un espacio de castigo ni de redención, sino de reconciliación con el pasado. No de «reconciliación» en el sentido político desastroso que ha adquirido en la Argentina, sino en el sentido de asumir que la historia es la suma de todas las memorias, de poder respetar todas esas otras memorias sobre la base de la verdad y la capacidad de comprender al otro. Y me parece que ese esfuerzo de acercamiento tiene que contar con la ayuda de la política y del funcionamiento de la justicia, pero es centralmente un acto de amor y generosidad que los miembros de una comunidad hacen como apuesta al futuro, sin pedir nada a cambio. La Isla es, en ese sentido, un lugar donde los personajes exploran su capacidad de amar al prójimo en los contextos más difícil de imaginar.
¿Sos un piloto de la nueva China? ¿Cómo surge la idea del juguete?
No, no lo soy. Bravo Piloto tiene las reverberancias de una figura más poderosa que la que uno podría atribuirse. No tengo muy claro cómo surgió la idea del juguete, pero podría ser la combinación de varios elementos. Un objeto que se transforma en una especie de totem familiar que recorre medio siglo de historia de los Abdela y tiene alguna permanencia y proyección al futuro, el regreso a la niñez como ese refugio que busca el personaje en un momento de dolor tan importante, y el viaje en el tiempo de una «nueva China» que en el ’70 tenía una significación muy específica y que hoy tiene otra.
En tu novela está muy presente la problemática de los hijos de los desaparecidos, uno de los saldos dejados por la década del ´70. En comparación, la década del ´90 dejó como saldo a los hijos de los desocupados, problemática que aún no encuentra una solución definitiva. ¿Cómo ves el futuro de esta realidad?
No tengo una idea muy precisa. Vivir afuera hizo que pierdara detalles de la discusión cotidiana, y una parte importante de esos debates se juega justamente en los detalles. En términos generales, los debates y las políticas que emergieron desde el 2001 en adelante tienden a poner un mayor énfasis en la necesidad de conciliar derechos políticos y derechos sociales, en la mejor tradición latinoamericana, en lugar de colocar a la libertad individual como principio organizador de la vida social. Eso me parece saludable y relativamente estable en el tiempo, pero es difícil saber cómo se traduce exactamente en términos de políticas públicas. Hay muchos elementos muy alentadores que a uno desde afuera lo entusiasman, hay que ser muy necio para no celebrarlos, y son todos los conocidos, desde la asignación universal por hijo hasta la ley de matrimonio igualitario, pasando por la ley de inmigración, la ley de medios o la política de derechos humanos. Cualquiera sean las motivaciones o los procesos en los cuales estas políticas están inscriptas, la contribución que hacen a un orden social más justo es descomunal. Quizás lo interesante es explorar qué otros elementos quedan sin abordar o aparecen como más problemáticos. En los social, me parece que la insistencia en la «cultura del trabajo» y la mitología peronista de las décadas del ’40 y ’50 deja poco espacio para ver la realidad de un sector estructuralmente excluido de esa «cultura del trabajo,» que lleva ya más de una generación en otro horizonte que debería definirse como algo más que la mera negatividad de «no ser trabajador.» El paso de la marginalidad a un status distinto no es sólo un efecto del lenguaje, obvio, pero es necesario ver qué pasa por fuera de los índices y los números, en ese mundo en el que millones de personas construyen su vida desde un lugar muy distinto al de «ocupado/desocupado.»
Como periodista, muchos de tus lectores admiran tu tratamiento de la realidad y la política estadounidense. ¿Cómo te relacionas con ese país?
Me relaciono bien, diría. Es decir, al igual que en Buenos Aires, uno tiene una relación muy mediada con «el país,» y una relación más cotidiana con la «patria pequeña» de uno, que son las relaciones cotidianas, los afectos, un arco cada vez más amorfo que incluye desde el barrio y los colegas hasta aquellos que viven en la Argentina o en otros lugares y con los que uno tiene una relación diaria. Con esa dimensión de «vivir acá,» me llevo muy bien, estoy donde quiero estar. Luego, Estados Unidos como país me parece abominable y fascinante, su cultura me atrae, mucho. Y la sensación de que el país tiene un núcleo fanático conservador que lo está llevando a una experiencia antidemocrática inédita despierta la curiosidad analítica de uno, pero ningún tipo de entusiasmo.
Vivir allá, ¿transformó tu lecturas política de la realidad argentina? ¿Qué reflexión te merece nuestro país en la actualidad?
No lo sé. Creo que sí se puede haber transformado en el sentido de adquirir una mirada menos exasperada sobre la vida cotidiana, una menor crispación y una menor atadura a esa hiperpolitización de la vida social que caracteriza a la Argentina y que tiene su costado debilitante, tóxico. No porque viva en Estados Unidos, donde la oposición compara al presidente con Hitler y lo considera como no-norteamericano por el color de su piel, sino porque el hecho de estar afuera de tu propia comunidad te da esa libertad que perdés cuando te integrás plenamente. Si esa posición distinta es la base sobre la que cambió mi mirada de la Argentina, no es algo que yo mismo pueda responder.