La felicidad de Tomo-chan

Por Banana Yoshimoto

Acaba de editarse en nuestro país el nuevo libro de Banana Yoshimoto, Recuerdos de un callejón sin salida, en el que, con su particular sensibilidad para describir lo inasible, la autora nos presenta a cinco personajes que, tras vivir momentos dolorosos, se preguntan sobre el sentido de la vida, y sobre la posibilidad de ser felices. Banana Yoshimoto es, posiblemente, la autora más capacitada para retratar la desconcertada melancolía del presente.
 
Agradecemos a Paola Lucantis el permitirnos reproducir el siguiente texto.
 

Aquello que había estado esperando durante cinco años comenzaba a hacerse realidad.

La persona a la que amaba por fin parecía hacerle caso.

Tomo-chan intentaba no alterarse.

Aunque, de hecho, nunca había perdido la calma.

Simplemente, sentía una inmensa felicidad porque la persona que le gustaba había empezado a enviarle e-mails con regularidad e incluso la había invitado a comer.

El hombre que a Tomo-chan le gustaba trabajaba en una oficina situada en otro piso del mismo edifi­cio. Al parecer, publicaban revistas de viajes, pero a ella, que había viajado poco y apenas sabía nada del tema, no le interesaban demasiado esas revistas.

Tomo-chan trabajaba de administrativa en una pe­queña empresa de diseño, y cuando se sentaba delan­te de su mesa siempre escuchaba la radio. Si una can­ción le gustaba, se compraba el cedé en una gran tienda de música del barrio y, de camino a casa, la escuchaba una y otra vez mientras conducía. Luego probaba a tatarearla con su voz aguda y un poco nasal. En esos momentos solían venirle diversos recuerdos a la cabeza; entonces, detenía el coche junto al lecho del río que discurría por el barrio y se quedaba un rato en silencio escuchando el canto de los insectos.

Los instantes de silencio siempre habían sido muy importantes para su alma.

Últimamente le encantaba una canción ya un poco antigua: Puff, the Magic Dragón. Cada vez que la escu­chaba, pensaba en el pobre Puff, al que Jackie había abandonado, y se echaba a llorar. Además, no es que soltase un par de lágrimas, no; lloraba como una des­cosida, hasta tal punto que, por lo general, procuraba no pensar en la canción.

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Esos cambios y sacudidas emocionales constituían para ella suficiente «viaje», de modo que no necesita­ba viajar. Como máximo, cuando una amiga la invi­taba, iba a una estación termal y admiraba un paisaje que le resultaba inusual. Hasta entonces había tenido dos novios, pero, sobre todo por su tendencia a re­cluirse en casa, no le había ido bien con ninguno de ellos. Ambos coincidían en que Tomo-chan era una chica terca, que se negaba a cambiar la sencilla vida que llevaba, y no tenían ni idea de qué le pasaba por la cabeza.

Una chica que ha sido violada suele mostrarse aler­ta y desconfiada frente a los hombres.

Pero Tomo-chan, no.

A los dieciséis años, un amigo de la infancia, un chi­co mayor que ella, la invitó a dar un paseo en coche, paró junto al río, la hizo bajar del coche y la violó. Era, además, su primera experiencia. Sin embargo, por algún motivo, no conseguía odiar aquel lugar.

El paisaje que cambiaba con el paso de las estacio­nes, el viento que soplaba y el frío del banco desven­cijado en el que solía sentarse eran más fuertes que ese recuerdo.

Naturalmente, odiaba a aquel chico.

Cuando alguna vez habían comido juntos, ya su manera de zampar le había repugnado. «Come como si no le importara la comida», había pensado. A ella, que le gustaba comer con calma, esa manera de en­gullir la horrorizaba.

Antes de que su madre muriera, Tomo-chan había cultivado con ella una pequeña huerta en el jardín de la casa; se había acostumbrado a cocinar con todo es­mero y cuidado platos de verduras, y a comer judías para desayunar, almorzar y cenar, e incluso le apenaba tirar las patatas viejas o las partes verdes de los rábanos daikon. Por eso le desagradaba tanto aquel chico; sin embargo, no se había alejado de él, por un extraño ca­pricho, o quizá movida por la curiosidad, ella que no era especialmente curiosa. Para una chica de dieciséis años, estar a solas con un hombre era una experiencia novedosa, y saber qué pensaban los hombres le resultaba, por un lado, algo aburrido, pero, por otra, le pa­recía interesante. El hecho de que el chico tuviera unas manos o un cuello tan distintos al de ella también era una novedad. Por eso subió a su coche.

Sabía lo que eran las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer por las películas, pero también se daba cuenta de que, si no existía una atracción mutua o algún interés, era desagradable y humillante. A pe­sar de ello, se resignó en silencio pensando que había ido allí por propia voluntad y, por lo tanto, debía asu­mir las consecuencias.

Ese día, con las piernas repugnantemente humede­cidas, Tomo-chan, que no tenía fe pero en cierto mo­do era muy creyente, pensó: «Me ha hecho esto sin mi consentimiento. Ha utilizado su fuerza masculina de una manera tan vil… Estoy segura de que pagará por lo que me ha hecho». Ese pensamiento se convirtió en un maleficio que, si bien carecía de maldad, era puro y poderoso.

-Ojalá te ocurra algo horrible -le dijo Tomo-chan con una extraña voz gélida en el momento en que se separaron.

Una semana después, el chico sufrió un accidente de tráfico en el que se fracturó los huesos de brazos y piernas y perdió un testículo, y que le obligó a permanecer más de seis meses hospitalizado.

«Así que seis meses por un solo polvo», volvió a pensar Tomo-chan con la misma extraña frialdad.

Ni siquiera ella sabía por qué le gustaba Misawa.

Lo veía con frecuencia en la cafetería situada en la planta baja del edificio. Tenía unos cuarenta años, era alto y esbelto, estaba bastante calvo y en los dedos le crecía mucho vello. En suma, que no era muy gua­po. Pero Tomo-chan no podía apartar los ojos de él. Cuando lo miraba, sentía algo agradable que no tenía nada que ver con su aspecto.

A Tomo-chan siempre le llevaba tiempo hacer cual­quier cosa.

Pasaron dos años hasta que se toparon cara a cara y se saludaron.

Además, Misawa almorzaba a menudo con su novia.

Cada vez que los veía juntos, a Tomo-chan se le partía el corazón. Parecían muy unidos. La novia de Misawa no era precisamente un bellezón, pero tenía rasgos delicados, era alta, tenía buen porte, las pestañas largas, los ojos grandes y redondos, y era de ca­rácter tranquilo. Aunque no charlasen demasiado, se sonreían sin cesar.

«Seguro que se casan. ¡Qué suerte!», pensaba Tomo- chan.

Pero lo interesante era que a Tomo-chan, visto el grado de intimidad entre aquella pareja, ni se le pasa­ba por la cabeza la idea de inmiscuirse en su relación.

Se limitaba a alegrarse de que, a fuerza de cruzar­le con tanta frecuencia, hubieran empezado a salu­darse.

A Tomo-chan la idea de coger algo que no le per­tenecía le resultaba aborrecible.

Su padre las había abandonado a ella y a su madre y se había ido de casa tras enamorarse de otra. An­tes de que todo eso ocurriera, esa mujer, bastante anti­pática, se pasaba muchas veces por casa de Tomo-chan y de su madre porque trabajaba como secretaria del padre. En esas ocasiones, trataba de mostrarse agrada­ble con Tomo-chan e incluso se ofrecía a ayudar a la madre.

El padre, que se dedicaba a algo relacionado con la decoración de interiores, tenía tanto trabajo que regresaba a casa de noche; un día, se enteraron de que ella le preparaba la comida en la cocina de la oficina, y que cenaba con él, y que incluso iba a una escuela de cocina. Todas las noches lo llamaba para consultar­le cosas del trabajo y, si el padre debía guardar cama por una gripe, ella iba a visitarlo a su casa y le llevaba fruta. Cuando la madre de Tomo-chan y Tomo-chan iban a visitar a la abuela al pueblo, al padre, que ha­bría tenido que acompañarlas, siempre le surgía algún trabajo urgente de última hora.

-Hay personas que lo darían todo por los demás, ¿verdad? -decía sonriendo la madre, cuando su posi­ción era todavía sólida.

Entonces, el padre se rompió una pierna esquian­do durante un viaje con compañeros de la empresa y tuvieron que hospitalizarlo. Tomo-chan y su madre via­jaron a toda prisa hasta Hokkaido y, al llegar a la ha­bitación del hospital, se encontraron a la secretaria es­trechando su joven cuerpo contra el del padre mien­tras sollozaba. Había tomado la mano del padre y la apretaba contra su mejilla.

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-No llores así, sólo es una fractura -le decía él con voz melosa.

«¿Qué está pasando aquí?», se preguntó Tomo-chan. «¿Acaso mamá y yo, que estamos aquí plantadas, que antes de ir al aeropuerto hemos ido a comprar para papá todas las cosas que le gustan, estamos menos preocupadas por él? ¿Cómo es posible? ¿Cómo es que papá no se da cuenta de lo que ocurre?»

Un poco antes, en la cafetería que había al lado de la recepción del hospital, Tomo-chan había visto a la secretaria fumando, mientras comía un omurice con una mano y con la otra hablaba alegremente por el móvil. Tomo-chan se había quedado pasmada al ver hasta qué punto y con qué rapidez la secretaria había cambiado de humor. Nadie podía decir que realmen­te no estuviera triste. Pero sin duda había algo en ella que a Tomo-chan le resultaba grosero.

-Perdonad que me eche a llorar así. Estaba tan pre­ocupada que me he emocionado -respondió la secretaria.

-Trabajas demasiado -dijo la madre de Tomo-chan en tono seco. Tomo-chan adoraba a su madre cuando actuaba de ese modo. Y como sentía lo mismo que ella, le tomó la mano y se la apretó con fuerza. Tomo- chan y su madre se sentían allí como un barco a pun­to de naufragar.

«Yo buscaré un hombre que sepa valorar el calor humano, y que sepa reconocer estas comedias, porque estoy segura de que existe», se dijo a sí misma Tomo- chan, grabando en su corazón la abochornante esce­na que se desarrollaba en la habitación del hospital.

Es posible que Tomo-chan se enamorara de Misawa tras oír una conversación entre él y su novia.

-Pues si tengo que elegir entre el perro agonizante y la empresa, le doy prioridad al perro, porque la empresa siempre estará ahí. Trabajo cada día con ahínco, y la reputación no se pierde por una tontería así.

Parecía que Misawa quería pedir una baja de dos días para cuidar de su perro en sus últimas horas.

-Estoy de acuerdo -dijo su novia, enternecida.

-Shishimaru lleva conmigo desde mi época de es­tudiante. Si no lo cuido ahora que está a punto de morir, me arrepentiré toda la vida -dijo Misawa.

«¡Qué buena pareja hacen!», pensó Tomo-chan. Más que envidia, sintió deseos de encontrar a un hombre así.

Aun suponiendo que los hombres sean propensos a perder la cabeza delante de las chicas jóvenes, la de­bilidad del padre consistió en arrastrar ese vicio una vez casado.

La madre de Tomo-chan no le pidió el divorcio de inmediato. Decidió esperar tres años; si después de ese tiempo no volvía, se divorciaría.

Entretanto, la secretaria se quedó embarazada del padre. Estaba claro que puso en ello todo su empeño, con tanta energía que le daría dolor de cabeza a cual­quiera y esforzándose al máximo para confundir al padre.

-¿Por qué has hecho todo esto? -le preguntó Tomo- chan a la secretaria la última vez que se vieron.

La ma­dre no había tenido coraje de verse cara a cara con ella, así que Tomo-chan se presentó en su lugar con la demanda de divorcio firmada.

Tomo-chan tenía pocos amigos, pero apreciaba cien­tos de cosas: sus compañeros de trabajo, sus padres, su periquito, el potus que cuidaba, las películas románti­cas… Todo lo que ella consideraba importante cons­tituía un bello círculo a cuyo alrededor giraba su vida.

-Yo me esfuerzo por conseguir a toda costa lo que quiero, así vivo yo, y no conozco otro modo -le es­petó la secretaria.

«¡Por fin ha dicho de una vez lo que piensa! Si hubiera sido así desde un principio, a lo mejor hasta me habría caído bien», pensó Tomo-chan.

Seguramente era el bebé que llevaba en el vientre lo que la hacía hablar con esa franqueza. Al pensar eso, Tomo-chan decidió dejar en paz a su padre. In­cluso llegó a la conclusión de que su padre quería decididamente apartarse de su madre, y de que, para él, siempre deseoso de modelar a los demás, de sacarles lo mejor que tenían, su madre era demasiado perfecta.

Durante algún tiempo, cada vez que en los anun­cios de la televisión salían imágenes de Hokkaido, a Tomo-chan le entraban náuseas y en alguna ocasión había llegado a vomitar. Se imaginaba que aquel aire húmedo y gélido le azotaba las mejillas, y en su mente revivía lo ocurrido en aquella habitación de hospital. Resurgía aquel lacerante dolor que había experimentado tiempo atrás, cuando el lugar donde habría debi­do sentirse más «en casa» que nunca le había resultado insoportable pero del que, pese a todo, no había po­dido alejarse.

En primavera, Misawa empezó a almorzar siempre solo.

Tomo-chan percibió enseguida el cambio. Tenía una expresión sombría y estaba ojeroso. Y parecía desanimado.

Si bien, por una parte, Tomo-chan pensaba que quizá tenía ahora una buena oportunidad, por otra no quería aprovecharse de alguien que no pasaba por su mejor momento, y se limitó a mantenerse a distancia y a observar. Aun con la preocupación de que alguien pudiera adelantársele, Tomo-chan observaba a Misawa, cada vez más delgado, con la sensación de que no era el momento adecuado, que sería como atiborrar a un pájaro enfermo.

No lo miraba como un halcón acechando a su presa, sino tranquilamente, como quien mira un brote que, con el paso del tiempo, florecerá.

Un buen día ocurrió algo inesperado.

En medio del comedor atestado de gente, Tomo- chan, Misawa y una pareja, colegas de Misawa, coincidieron en la misma mesa.

Misawa le dijo a Tomo-chan: «¿Nos disculparás que tengamos que sentarnos aquí? Hoy está lleno». Ella son­rió dulcemente, en silencio. Las palabras de Misawa ha­bían sido tan corteses que sólo pudo contestar con una sonrisa.

Al principio Misawa y la pareja de colegas charlaban mientras Tomo-chan comía lentamente su soborodon[1] paladeando aquel momento de dicha, pero al cabo de un rato la pareja se puso a hablar entre sí so­bre los planes de un viaje y Misawa, apartado de la conversación, posó por primera vez su mirada en Tomo-chan, y ésta se dirigió a él:

-Trabajas en una revista de viajes, ¿verdad?

Misawa asintió. En ese momento Tomo-chan se pre­guntaba: «¿Cómo es posible que me guste todo de él, incluso el vello de sus dedos y esas uñas largas?».

Le ocurría como con su periquito: a Tomo-chan, que amaba los pájaros, ni siquiera le repugnaba la pequeña hendidura que el periquito tenía en el cuello.

-Por casualidad, ¿no conocerás algún lugar que pueda hacer que Hokkaido me guste? -le preguntó Tomo-chan.

-Bueno, si te casas conmigo podría llevarte a Otara, a casa de mis padres -dijo Misawa, y se rió.

Tomo-chan sintió que el corazón le daba un vuel­co, pero él no parecía sentir vergüenza alguna y, tran­quilamente, sonreía.

-Yo nací en Otara. Lo de antes lo he dicho en bro­ma, pero la verdad es que es precioso. Hay mucho que ver. ¿No te gusta Hokkaido?

-No. La impresión que me dejó la única vez que fui no fue buena.

-Sí, a veces ocurre. Pero esa impresión hay que cambiarla, porque a mí Hokkaido me encanta.

Misawa tenía una sonrisa simpática. Era como si, a través de su sonrisa, quisiera transmitirle lo mejor de Hokkaido. Tomo-chan le dio su dirección de correo electrónico y empezaron a mantener correspondencia.

La primera vez que salieron a comer juntos, fueron a un acogedor local situado a quince minutos del edificio donde trabajaban.

Aunque estaba siempre muy atareado, Misawa le llevó en su maletín un montón de folletos sobre estaciones termales, fotografías y números atrasados de la revista que él editaba.

-Con sólo alejarse un poco, se encuentran cientos de alojamientos con unas vistas asombrosas. ¿Vas a ir con tu novio? -le preguntó Misawa.

-La verdad es que quería llevar a mi madre. Pero murió hace poco y ahora he decidido ir sola. Siento que, si voy y Hokkaido me gusta, mi madre podrá des­cansar en paz -contestó Tomo-chan.

-¿De qué murió?

-De una hemorragia cerebral. Fue algo repentino.

Aquella noche, en el hospital, Tomo-chan estaba sola. Ardía en deseos de llamar a su padre. Pero hacía tanto tiempo que no se veían que el padre que Tomo- chan quería que acudiera ya no existía; ese padre cari­ñoso del pasado había desaparecido. El de ahora era tan sólo un hombre que vivía en otra casa y que en sus mo­mentos de ocio veía la televisión con su nueva familia.

La abuela y la tía del pueblo tardaron en llegar, y además, cuando Tomo-chan acudió al hospital, su madre ya había dejado de respirar, incapaz de soportar los sucesivos embates. Estaban en urgencias, y todos a su alrededor se movían a un ritmo frenético. Al ver cómo llegaban ambulancias con pacientes que luego regresaban a sus casas sanos y salvos acompañados de su familia, se le saltaron las lágrimas.

«Ah, pensar que también podríamos haber vuelto a casa juntas…», se decía Tomo-chan.

Pero apoyada contra un árbol del sombrío jardín del hospital, y mirando hacia el cielo, se repitió una y otra vez a sí misma: «Ya no hay remedio, no queda más que resignarse». Las ramas de los árboles se recor­taban contra el negro cielo formando una bella silueta trémula semejante a una pieza de encaje. La corteza del árbol estaba caliente.

Al recordar aquel día, a Tomo-chan se le llenaron los ojos de lágrimas.

-Ya veo… Debió de ser muy duro -dijo Misawa-, Te voy a ayudar a organizar un viaje fantástico. Puede que esto suene a empleado de una agencia de viajes, pero lo cierto es que dispongo de la misma informa­ción que ellos.

Tomo-chan asintió con la cabeza.

Misawa caminaba con el paso seguro propio de quien viaja de un lugar a otro, informándose para lue­go escribir sus artículos, y de quien tiene el vigor sufi­ciente como para cargar consigo, sin el menor esfuer­zo, aquel pesado maletín.

«Si fuera contigo, estoy segura de que adoraría Hokkaido.» Las palabras se le quedaron trabadas en la garganta y al final fue incapaz de decírselas.

Tan sólo se ruborizó, mientras se imaginaba a sí misma pronunciándolas.

Finalmente, la historia tomó otro rumbo.

La que esto escribe no es Tomo-chan, sino una no­velista que pudo asomarse a la vida de Tomo-chan. Esta novelista, en realidad, no escribe por iniciativa propia, sino llevada por una fuerza muy grande que, por pura conveniencia, llamaremos Dios.

«¿Por qué yo? ¿Por qué estas cosas sólo me suceden a mí?» Miles de personas en todo el mundo se ha­cen cada día esta desgarradora pregunta. Sí, Dios no hizo nada por ellos. No pudo abrirle los ojos al padre de Tomo-chan, y tampoco envió un rayo del cielo para evitar que la violasen; cuando Tomo-chan lloraba a so­las en el jardín del hospital, no acudió de repente para abrazarla.

Nada nos permite suponer que las cosas vayan a salir bien entre Misawa y Tomo-chan. Quizá viajen juntos a Hokkaido, pero puede que Misawa se sienta decepcionado al ver el pecho plano y los pezones oscuros de Tomo-chan, o tal vez, quién sabe, quede fas­cinado por la enigmática aura mística que la rodea. Si se siente irremediablemente atraído por ese misterio, tal vez se casen. Pero eso no implica que Tomo-chan vaya a ser siempre feliz. Quizás un buen día Misawa huya con una mujer más joven, igual que el padre de Tomo-chan.

En cualquier caso, Dios no hará nada por ellos.

Sin embargo, una mirada, de un poder demasia­do insignificante y modesto como para llamarla Dios, siempre ha estado vigilando a Tomo-chan. No ha ha­bido apasionadas muestras de afecto, ni lágrimas, ni apoyo, pero ha seguido a Tomo-chan, observando des­de la invisibilidad, sin perderla nunca de vista, mien­tras ella, paso a paso, acumulaba algo muy valioso.

Ha sido testigo de la atracción del padre por la secretaria, del profundo dolor que, de noche, hacía que Tomo-chan se revolviera en la cama una y otra vez, con la espalda encogida. Ha sido testigo de la áspera dureza del suelo, la misma que notó Tomo-chan cuan­do la arrojó allí el deseo de su amigo de la infancia, en el lugar en el que ambos habían jugado juntos de pequeños; de su rostro atónito y desolado cuando regresó caminando sola a casa.

Y cuando su madre murió, aun en medio de la oscuridad de la noche más solitaria de su vida, Tomo- chan sintió que algo la abrazaba. El esplendor aterciopelado de aquella noche, el viento que soplaba con suavidad, el titilar de las estrellas, el canto de los insectos…, cosas como éstas.

En lo más hondo de su ser, Tomo-chan lo sabía. Por eso nunca, ni por un segundo, estuvo sola.


[1] Cuenco de arroz cubierto de carne de pollo picada y huevo. (N. del T.)

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