Fin de la guerra. Un exhumador y un fotógrafo giran alrededor de aquella realidad que emerge entre tantos rostros de tantos muertos.
La construcción de nuevos cementerios y la reconstrucción de los hechos. Entre maderos cruzados por la memoria y el olvido, y entre cruces torcidas, se alza la vida envuelta en aquel final violento. Un duelo colectivo y un sagrado silencio frente al muerto anónimo, frente al muerto de todos y cada uno de los vivos. Una manera de recordar la guerra, poniendo el acento en la dignidad de los héroes; rindiéndole homenaje a ese “Soldado Desconocido”.
Del otro lado de la vida y de la muerte, el que lleva la marca y los ejércitos en marcha. Fantasmas de la guerra, espectros y ronda de espíritus. Bosques de muerte, ánimas atadas a ese lugar de la muerte y huellas de la muerte. Entonces todo parece muerte, y entonces todo vuelve. Creencias, azar y esperanzas; leyendas y también milagros. La cruz en movimiento; el calvario.
El tiempo de los caídos y el abismo. Duelo y olvido.
Y entre tanto árbol centinela, con un pañuelo blanco en la cabeza, aquella vieja loca salta tumbas procurando encontrar vestigios, de su propia historia, en algún cementerio de la guerra.
¿Por qué la guerra es un tema recurrente a lo largo de toda tu obra?
La verdad es que a esta altura tengo que echarle la culpa por esa vocación a mis lecturas infantiles. Desde Salgari en adelante, colección Robin Hood mediante, la cuestión de la guerra y la historia vinieron juntas atravesadas por el placer de las lecturas de aventuras. El cine tuvo lo suyo, con esas películas en blanco y negro de los sábados interminables, y estas eran casi todas sobre la Segunda Guerra Mundial, que también era un tema presente en mi casa. En ese tiempo mi acercamiento al tema bélico era bien fierrero y fáctico. Muchos chicos de mi generación tenían eso de ver la serie “Combate” y querer saber sobre la guerra, como si la Segunda subsumiera a todas. Y ni hablar de las historietas de las revistas de Columba: Águila Negra, Chindits, Aquí, la legión, Dax, Cabo Savino, Gilgamesh…, o el Corto Maltés: esos muchachos me tiraron de cabeza a la Historia. A medida que fui creciendo, encontré otras cosas, preguntas más complejas, sobre todo a partir de mi formación como docente e historiador. El costado “social” del asunto, digamos. Y esto, mezclado con nuestra historia reciente, me llevó a Malvinas, que a la vez era un tema presente en mis recuerdos de infancia. Es decir que esa presencia se debe, puedo verlo ahora en perspectiva, a una construcción holística tanto del tema como del investigador. Para bien y para mal me fui formando dentro de la guerra como tema. Con algunas contradicciones, además, porque en el contexto particular de la post dictadura interesarse por los temas militares podía ser visto prejuiciosamente. Esto último me acompaña, aunque cada vez menos, hasta hoy.
Con la Primera Guerra Mundial, en cambio, mi acercamiento es un poco más tardío. Digamos que hasta que terminé la secundaria lo único que conocía de ella es lo que contaba Erich María Remarque en Sin novedad en el frente (no es para nada un mal comienzo). Pero un día me encontré, en uno de esos fascículos que uno compraba semanalmente usados en parque Rivadavia o por semana en los quioscos, una referencia a un poeta, Siegfried Sassoon, que se refería a la ofensiva del Somme como un avance en una “imponente mañana veraniega”. No sé por qué la imagen me sacudió por la potencia… Yo prácticamente no sabía inglés por entonces, y la poesía de guerra, lamentablemente, está casi sin traducir. Así que empecé a aprovechar viajes propios y de otros para hacerme mi biblioteca de “War Poets”, aprendí inglés leyendo sobre la Gran Guerra, y se me abrió un mundo.
El capitán Morris Llwyfen y el fotógrafo Iván Bawtree son el puente que ofrece dos miradas y dos voces sobre el crimen de la guerra. ¿A estos personajes los capturaste o te capturaron ellos a vos?
Creo que la pregunta tiene todo el sentido si pensamos en lo que te venía contando. Morris Llwyfen es un personaje ficticio, pero que construí con tanta información histórica como pude. Iván Bawtree fue un fotógrafo oficial que trabajó para el gobierno británico registrando el trabajo de exhumación e identificación de restos. Para escribir la novela tuve que investigar mucho, muchísimo. Pero a la vez, al momento de escribirla, ya me había construido como historiador y especialista en estos temas. Así que de algún modo más que “atraparnos” nos fuimos construyendo juntos. En lo que a mí respecta, esta es una novela “formativa”, porque el historiador y el novelista que conviven en mí se pelean mucho. Casi que el primero es el superyó del segundo… Y de alguna manera eso aparece reflejado en ambos personajes. En todo caso, la mayor creación que hay en Los muertos de nuestras guerras es ubicar a esos dos hombres prácticamente solos, en Flandes, a confrontar en una tierra devastada con los muertos y lo que hacemos con ellos, que creo que es lo que al día de hoy pienso que constituye el oficio del historiador (y tal vez, del novelista).
Hoy las aguas se dividen, quedando de un lado quienes proponen olvidar el pasado y, del otro lado quienes se niegan a perder la memoria. Esta tensión, que no es ajena a los intelectuales, en nuestro país lleva ya tres décadas de debate. ¿Qué reflexión te merece el tema?
Pienso que las características que ha tenido la discusión sobre el pasado reciente en la Argentina dificultan alcanzar algún tipo de síntesis. Por “síntesis” no me refiero a un relato monocorde, sino el reconocimiento de ciertos “pisos conceptuales” a partir de los cuales se podrían profundizar las discusiones. Creo que hay un gran egoísmo generacional, fruto entre otras cosas de las características de los enfrentamientos de los setenta y la represión posterior, que no nos deja salir. Pienso que el debate sobre el pasado esconde, en realidad, una tremenda incapacidad para pensar estratégicamente. No con la idea de “olvidar” (aunque no podemos perder de vista que el olvido es constitutivo de la memoria), sino más bien de darle un sentido a ese pasado en disputa.
No pretendo su aplastamiento, ni es esto una reivindicación del relativismo –entre otras cosas porque ideológicamente estoy convencido de que esto no es posible- sino más bien de aprender a convivir con el pasado y con los muertos. No nos deben dominar, ni nosotros a ellos. Históricamente, convivimos.
Que las discusiones públicas vuelvan una y otra vez a tópicos ya trabajados histórica, literaria, judicial y políticamente, evidencia también dos elementos centrales: un tremendo nivel de “facciosidad”, y una escasa predisposición a la interdisciplinariedad. Por esto entiendo tanto el respeto al específico aporte de los distintos saberes y modos de relación con el pasado, como a la construcción democrática de este.
¿Qué diferencia sustancial podrías marcar entre la historia y la política?
Desde mi perspectiva, la Historia, bien hecha y escrita, no se lleva del todo bien con la política coyuntural. No debería, por lo menos. Sí, en cambio, con la política en el sentido amplio del término, es decir, con la construcción de relaciones entre actores, conformación de relatos públicos, cuestionamiento de ciertas matrices generalizadoras que en general implican exclusiones. Pienso en una frase de Viñas refiriéndose a Walsh: escribió que este era un “aguafiestas”. Creo que el historiador que incorpora esta idea y cuida su lugar para la crítica experimenta esa sensación, que tanto satisface como genera exclusiones. La historia crítica debe ser aguafiestas. En cuanto se transforma en vocera de sectores dominantes o partidos debe forzosamente perder parte de esa condición. Y es que tiene esa dualidad: es tanto una herramienta de liberación y resistencia como de dominación.
Se trata de tareas en dos planos distintos: uno el del día a día, o el del corto plazo, que nos deja más o menos satisfechos. Desde su función pedagógica, digamos, la Historia no puede llevarse bien con la política, que al menos en el campo de las enunciaciones sobre el paso debe achicar tanto como puedan los matices en las miradas sobre el pasado.
Los desaparecidos, los caídos, “los muertos de nuestras guerras”: ¿héroes o mártires?
Es la gran discusión entre Bawtree y Llwyfen. En algún momento, en la novela digo que “lo menos injusto, lo único cierto” es que los muertos están muertos. Cada generación se relaciona a su manera con los que han desaparecido físicamente.
Cualquiera de esos nombres, entonces, es un posicionamiento ante el pasado, en el presente, y hacia el futuro. Es un posicionamiento político. Pero los muertos son polisémicos, y lamentablemente no están en condiciones de defenderse de sus usos.
Alguien puede ser héroe y mártir de la revolución, y a la vez víctima de la dictadura, por ejemplo. Quién era, en alguna medida, va a ser algo que siempre se nos va a escapar. Como señala Levi al hablar del exterminio en Auschwitz: los únicos que nos podrían decir qué hay del otro lado, los eliminados, no pueden hacerlo. Ese momento último, ¿puede ser elegido? No podemos saberlo. Podemos ofrecer explicaciones más o menos plausibles acerca de esto, desde la reconstrucción histórica, y en mayor medida, creo yo, desde la ficción. Pero queda un espacio que deja tanto a la esperanza como a la desilusión, a la literatura, al arte, a la historia y a la política.
Hipólito Yrigoyen, siendo presidente de la Nación, se negó a intervenir en la “Gran Guerra” y ello generó fuertes presiones internas y externas. ¿Qué opinión tenés sobre aquella postura asumida por el caudillo radical?
Creo que la neutralidad que mantuvo Yrigoyen –la había anunciado el presidente Victorino de la Plaza, su predecesor,- respondía coherentemente a la línea de la política exterior argentina, que imaginaba para el país un lugar de relevancia en la política regional. Sin embargo, fue muy resistida, tanto por las potencias aliadas (fundamentalmente Inglaterra) como por la clase dominante argentina, militantemente aliadófila en su gran mayoría. Hubo movilizaciones a favor de la ruptura de relaciones, sobre todo en ocasión del hundimiento de naves por submarinos alemanes, y también, bueno es decirlo, cuando los británicos detuvieron naves argentinas para control.
Tu novela por momentos se acerca a una realidad que nos es propia. ¿Cómo registraste en tu memoria la década del ´70 en Argentina?
Yo pertenezco a una familia que transitó esos años –al menos en mi recuerdo- con poca consciencia de lo que sucedía. Estábamos muy inmersos también en una cuestión familiar que nos alejaba del contexto, por decirlo de alguna manera. El paso del tiempo me permitió ver indicios de lo que pasaba en el país presente en mis propios recuerdos, pero eso es bastante después. Los años de la dictadura no dejaron huellas en mí por el dolor de lo que sucedía dentro de la sociedad. Supongo que eso también me ha condicionado mucho en mi mirada sobre el pasado. A diferencia de muchos colegas y amigos, la mía no era una familia politizada, ni de tradición de izquierdas, o intelectual. No tengo ese background que construye redes y pertenencias. Teníamos la lectura como un valor, y no mucho más. Después, ya como historiador, literalmente, descubrí una desaparición en la familia. Uso el verbo “descubrir” y no sé si es justo. Siempre estuvo ahí ese dato, solo que no se hablaba, y convivíamos con él. Así que en realidad sí, descubrí a ese desaparecido, o sea que, si me pusiera en místico, mi formación me permitió volver a ese pasado familiar. Pero esta intelectualización, esta reconstrucción, es varias décadas posterior. Volviendo a esos años, el niño que fui los pasó como si nada, preocupado por otras cosas, por lo menos hasta el año 1982.
Has abordado temas, como la guerra de las Malvinas como historiador y como novelista. En tu caso particular, ¿cuál es la distancia entre estos dos mundos, estas dos disciplinas?
La verdad es que la relación entre estos dos mundos, el del novelista y el del escritor, es cada vez más promiscua. Entro y salgo de una a otro pero no a conveniencia, no me “escapo”. Trato de escribir lo que pienso y me gusta a caballo de ambos mundos. Mi saber como historiador, me ayuda a darle verosimilitud a lo que cuento; a la vez dentro de la ficción puedo detenerme en hilos que tal vez por incapacidad como historiador no puedo formular en un “paper”. Creo que desde ambos espacios puedo dar espacio a mi mayor pasión, que es la fascinación por el relato, por la trama dramática del pasado.
Alguna vez, sobre todo en relación con Malvinas, me han descalificado como historiador diciéndome que debía dedicarme a la ficción. Creo que sin querer les estoy haciendo caso, y en realidad, en esta mirada de largo plazo sobre el pasado que trato que ordene mi trabajo, el efecto de la ficción es poder ser mucho más corrosivo que el de la historia más crítica. Decir esto no quiere decir que le asigne una función política a la literatura, o al menos, no escribo pensando en desempeñarla. Pero entiendo que funciona así.