En estas últimas semanas ha sido distribuido en las librerías nacionales Un día cualquiera, editado por Alfaguara. Todos los relatos de este libro narran un día cualquiera, un suceso cualquiera, “como si todo fuera importante e irrelevante a la vez”. La frase, en boca de la protagonista del cuento que da título al libro, resume el arte narrativo de Hebe Uhart. Es que todos sus relatos son pequeñas historias que se atienen a las pequeñas cosas: siestas o juegos de la infancia, visitas a parientes o vecinos, primeros alejamientos de la casa, experiencias de la vida laboral o estudiantil, caminatas urbanas, visitas a un café o al zoológico.

Anécdotas nimias en las que lo que importa es la mirada: una mirada extrañada, corrida de lugar, siempre al sesgo, que partiendo de lo pedestre, doméstico y cotidiano y sin apartarse nunca de allí busca raras conexiones y se formula preguntas esenciales que la transforman en una meditación de dimensiones filosóficas, económicas, sociológicas.

La protagonista y narradora de estos cuentos es una niña nacida en Moreno, más tarde adolescente y maestra temprana, que se va apartando del modelo familiar y de la medianía de la clase media para sumergirse en la literatura y la filosofía y convertirse en una escritora que camina por el barrio, pasea por el centro y cocina escuchando radio o mirando algún partido. “No se trata de una mera disposición autobiográfica”, dice Martín Kohan, “sino de la convicción (…) de que no existe escritura hasta que no existe encarnadura en la experiencia”. Una escritura con la sabiduría afable y el tono inconfundible de Hebe Uhart.

Agradecemos a Verónica Barrueco el permitirnos reproducir las siguientes páguinas.

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Después de comer, cuando mi mamá hacía la siesta, yo me sentaba junto a la radio para escuchar a Antonio Tormo. Tenía permiso para no dormir la siesta; ya no hacía ruido ni iba a despertar a nadie. Eso sí, era una hora en que me daban ganas de po­nerme dentro de algo, por ejemplo en el zaguán, o debajo de un árbol de mandarinas. Una vez, me comí toda la producción del árbol. O me iba a leer al zaguán, con las piernas en alto, como aconsejan las re­vistas, y en un rinconcito de la cocina escuchaba a Antonio Tormo. Tenía una voz finita y sonaba como si lo estuviera rondando un resfrío, pero no me pare­cía un defecto, le añadía un ingrediente interesante. Esa voz era como un reclamo, como una queja sote­rrada. Yo me sabía casi todas sus canciones y no me importaba escucharlas veinte veces porque quería descifrar la letra. Una era:

Cuando pa´ Chile me voy,

cruzando la cordillera,

late el corazón contento

una chilena me espera.

(A la vuelta lo esperaba una cuyana.) Y terminaba:

Vivan la chicha y el vino,

vivan la cueca y la zamba.

Dos puntas tiene el camino

y en las dos alguien me aguarda.

La parte de vivas a la chicha y al vino me gustaba, siempre es lindo alegrarse. Ahora yo tardé en entender que en cada punta lo esperaba un amor, cuando em­pecé a escucharlo pensé que se refería a que en cada lado había como unos grupos de personas que lo es­peraban: siempre es lindo ver gente. Pero descubrí que él tenía dos. ¿Se puede alegrar una persona por tener dos o debe preocuparse? Me tranquilicé porque pensé que ellas no se iban a enterar nunca porque las sepa­raba la cordillera. A lo mejor en la cordillera se usaban esas cosas; en Moreno, no. Aparte me parecía extraor­dinario que cruzase la cordillera; qué lindo debía ser. Después había otra canción que empezaba así:

Caballero del ensueño, llevo pluma por espada.

Eso encerraba dos enigmas. Caballero del ensue­ño, ¿vendría a ser como caballero de los sueños? Sí, eso me gustó. ¿Pero por qué pluma por espada? Llevaría una pluma en el sombrero. Esa canción seguía así:

Tengo un primo, él es rico, poderoso y bien querido,

yo soy pobre, soy enfermo, pienso, escribo y sé soñar.

Cuando empecé a escucharlo cada frase era una re­velación; después empecé a unir las partes; tarde me di cuenta de que la pluma tenía que ver con escribir. Pero decía que era pobre y enfermo. ¿Todos los que escriben serán pobres y enfermos? No puede ser. Igual me daba pena que cantara eso de enfermo. Lo hacía con esa voz triste, como de resfrío. Esa canción seguía así:

Y una noche, de esas noches tan amargas que he sufrido,

mis harapos con su smoking se rozaron al pasar.

(Se cruzaba con un primo rico.) A esa parte yo no le daba bolilla; me parecía muy natural que si era po­bre llevara harapos y el rico smoking. No entendía el porqué de tanta amargura. Por eso no sabía de memo­ria todas las canciones, sólo unas frases. Pero la que aprendí de memoria porque me produjo honda im­presión toda entera fue «El linyera»:

Linyera soy,

lo que tengo lo gasto o lo doy.

El único linyera que yo conocía era un viejo, lo llamaban Pato. Le preguntaban: «¿Cómo te llamás?». Y él contestaba, lo más sonriente, con el nombre que le habían puesto. Del nombre verdadero no se sabía nada, de su pasado, tampoco. Más bien parecía que él tampoco conocía su pasado ni su nombre verdadero, y además, que le importaba muy poco todo eso. Siem­pre decía cosas ininteligibles con una risita estúpida. Pero este linyera de la canción decía con voz bien cla­ra que era linyera, vendría a exhibir una gran valentía, digamos, como si se sintiera orgulloso de serlo, lo que era notable. Y además «Lo que tengo lo gasto o lo doy», ¿pero qué plata puede tener un linyera? Pato to­maba vino y no le daba nada a nadie porque no le alcanzaba, pero además la cabeza no le daba para darle algo a alguien, y además nadie hubiera recibido dinero de él porque estaría sucio, contaminado de roña como su grasiento sombrero. La otra estrofa decía:

No sé soñar ni en la vida deseo triunfar.

No tengo norte, no tengo guía,

para mí todo es igual.

Y es que no tener sueños debía ser una cosa terri­ble. Porque el poeta llevaba harapos pero era soñador, era otra cosa. Ahora, «Ni en la vida deseo triunfar», ¿qué sería eso de triunfar en la vida? ¿Triunfar sería algo así como ganar? Eso lo entendía para jugar a la paleta. En general mi amiga siempre me ganaba, siem­pre triunfaba sobre mí. Y una vez en que estaba por triunfar yo, la dejé ganar porque me estaba mirando con odio y bronca. No, yo tampoco deseaba triunfar porque después todos te odian. Pero, pero, yo no soy como el linyera, yo no soy linyera, entonces ¿qué soy? Y así, sin ruido ni drama se anunciaban los quién soy y los cómo soy. Ya vendrían después las mismas pre­guntas con ruido y drama.

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