Las desapariciones de varias niñas en Alto Hospicio, en el norte de Chile, desconciertan al protagonista de esta novela, el fotógrafo Torres Leiva, tanto como la turbia indiferencia de las autoridades. Rodeado, por motivos laborales, de policías inoperantes, de políticos oportunistas, de colegas de dudosa confiabilidad y de familiares desesperados y a veces heroicos, Torres Leiva se ve inmerso en un cuadro desolador, rudo como el desierto en que los hechos suceden, al tiempo que su propia vida da la impresión de estar cayéndose a pedazos. Escrita con fineza y precisión, Racimo, segunda novela de Diego Zúñiga, es una intriga llena de resonancias y escenas inolvidables que confirman a su autor como una de las voces jóvenes más sólidas y cautivantes de Latinoamérica.
Después del reconocimiento alcanzado en su debut, el autor presenta su segunda novela. Con Racimo nos propone dar vuelta la página y olvidarnos, por un momento, de su ópera prima Camanchaca. No obstante, en esta oportunidad se impone la pregunta:
Diego, ¿podrías señalar alguna relación entre ambas novelas de tu autoría?
Algo que se repite es el paisaje: Iquique, Alto Hospicio, el norte de Chile, el desierto. También está el tema de las relaciones filiales, de los silencios, del abandono en muchos sentidos. Pero, en realidad, me gusta mucho que las novelas no se parezcan tanto.
Hablanos del entramado, del lenguaje y, en ese marco, de la figura del narrador.
Me interesaba mucho apostar por ciertos cambios en el lenguaje con respecto a “Camanchaca”. Me interesan los silencios y sugerir, sobre todo, pero también quería probar un lenguaje más suelto, a ratos, y creo que en ciertos pasajes se logra. Tiene que ver, también, con los dos narradores que aparecen en el libro, uno más novelesco y otro mucho más periodístico, si es que se puede denominar así.
¿La relación buscada es entre el autor y el lector, o entre el lector y el texto?
Entre el lector y el texto, creo yo. A veces, cierta preponderancia de la figura del autor puede desvirtuar la lectura, para bien o para mal incluso. Por eso disfruto mucho las lecturas que se hacen de la novela desde otros países, donde soy un nombre desconocido. Son lecturas desprejuiciadas, que muchas veces logran descubrir conexiones más profundas y generar mejores lecturas. Al menos, eso pasó en gran parte con “Camanchaca”.
¿Qué gravitación pensás que tiene la memoria, los recuerdos, en la escritura? y; ¿en qué medida influye la coyuntura?
Hay una frase que me gusta mucho de Clarice Lispector que dice: “Escribir es tanta veces recordar lo que nunca existió”. Yo creo que la escritura, en general, está siempre influida por la memoria. Lo interesante es saber qué se hace con esos recuerdos –reales o inventados–: puedes apostar por una escritura autobiográfica o, al contrario, escribir sobre algo muy ajeno a ti en apariencia. Lo que a mí me interesa, como lector y como escritor supongo, es encontrar un pedazo de verdad en los libros. Y creo que esa verdad tiene que ver, justamente, con la memoria.
¿Hasta qué punto es cierto que una novela, directa o indirectamente, nos habla de su autor?
Yo creo que una novela siempre habla de su autor: de sus obsesiones, de sus experiencias, de sus gustos y disgustos, por más que el libro esté ambientado en Marte, no sé. Pero no creo que eso sea tan importante para uno como lector.
¿Qué representa la opinión del escritor en esa dimensión más amplia de la cultura en general?
No sé muy bien qué representa hoy y tampoco sé si deba representar algo. Antes, al parecer, los escritores tenían un rol más público, pero hoy eso no ocurre. Ahora, sí me interesan los escritores que intervienen en su campo cultural, o en el campo cultural en general. Digo, que intervienen a través de textos, de poner en discusión temas, de revalorar ciertos libros o autores olvidados, por ejemplo. No quedarse ajeno a dialogar, salir a tomar aire, compartir lecturas.
La Torres Gemelas, la fábrica de bombas de racimo y, también, el calefón. Detrás de estas imágenes ofrecidas, como fotografías logradas por el personaje principal para ser vistas o pensadas por el lector, estaría tu intención más íntima; ¿cuál sería esa intención?
Me gusta pensar que los lectores son muchísimo más inteligentes de lo que se piensa. Me parece genial que hables puntualmente de esas imágenes, por ejemplo, pues me gusta que los lectores se detengan en esos detalles y de alguna forma le den ellos un valor particular. Me interesa más ese valor que lo que yo haya pensado al escribir esas imágenes. Me acuerdo que en el colegio me tocó leer mucho a José Donoso, pues mi profesor era fanático de él. Y más de alguna vez tuvimos que leer entrevistas que le hicieron a propósito de algunos libros puntuales, como “El obsceno pájaro de la noche” o “El lugar sin límites”, que son dos novelas impresionantes. El asunto es que en esas entrevistas Donoso intentaba explicar todo, todo lo que había hecho y qué significaba cada cosa, y eso me pareció que era absurdo, pues los libros eran muchísimo más interesantes que sus explicaciones. Mucho más complejo y fascinantes, entonces no sé, creo que las intenciones de uno como escritor son muy válidas, obviamente, pero me gusta que los lectores sean activos y completen y descifren ellos lo que uno escribe.
Hablanos de la iglesia católica en tu novela y en la realidad chilena.
Estudié en un colegio católico, mi familia era católica y mis abuelos, Testigos de Jehová, así que el tema religioso era algo que siempre estuvo ahí. Supongo que por eso aparece en lo que he escrito. Me interesa el discurso que arman, las palabras que usan, las formas que tienen para convencer a la gente de que crean en lo que ellos creen. Es muy literario, en algún sentido. Y como crecí en Iquique, que es provincia, siento que ahí se vive de forma más intensa la religión, está la fiesta religiosa de La Tirana, que es muy particular. Digo, si iba a escribir sobre el norte era difícil que lo religioso no apareciera.
¿Desde dónde partís al tiempo de iniciar una construcción narrativa y cómo opera en vos ese proceso?
No lo tengo tan claro, todavía, lo que es bueno y malo: bueno, porque escribir siempre se vuelve algo inesperado; y malo porque escribir siempre se vuelve un problema cuya solución, a veces, uno se demora mucho en encontrarla. Pero creo harto en el poder de las imágenes y en la acumulación de éstas. Ahí, cuando ya están, te exigen una estructura que las sostenga, y uno va probando. A veces, también, ciertas palabras o frases que aparecen sirven para detonar una historia. Nunca nada es tan planificado, lo que le da siempre mayor interés al proceso de escritura.
Hay en la novela un espejo retrovisor, una exploración externa y otra interna; te pido una reflexión.
En general, yo desarrollo más la exploración externa y sólo sugiero la interna, y ahí es cuando espero un lector activo, que logre entrar en los personajes, en los detalles que van apareciendo y que deberían invitar a descifrarlos. Seguramente, no siempre lo logro o no siempre quedan tan claros y los personajes pueden parecer difíciles de entender. Pero es un riesgo que al menos por ahora me interesa correr.
Entre los personajes principales ocupa un espacio destacado, obviamente, el fotógrafo Torres Leiva pero, sin embargo, encuentro otra fuerza en García, quien parecería en cierta medida ser un personaje más potente; ¿cómo manejás los protagonismos?
García fue tomando fuerza en la medida que avanzaba la escritura de la novela. Tenía mucha más claridad con Torres Leiva, sobre todo porque el narrador iba a estar enfocado en él, pero García fue ganando protagonismo y me exigió plantearlo con los matices necesarios. Por eso, también, él se convierte en narrador en una parte de la novela, porque me pareció importante que su voz tuviera una presencia concreta en la historia. Y que moralmente fuera tan ambiguo como lo es en algún sentido Torres Leiva.