Pasaron varios días, días que se convirtieron en semanas y semanas que creo incluso se convirtieron en meses que no me pongo a escribir. Escribo, sí. Escribo tuits sin sentido y escribo frases sueltas a mano en un cuaderno medio feo que tengo. Me lo compré porque me había cansado de los cuadernos lindos, raro ¿no? Como si un cuaderno lindo me inhibiese un poco.
Sucedió hace algunos días también la inserción de un nuevo objeto en mi vida, objeto al que ingenuamente le echo la culpa de mi falta de inspiración. Pobre i phone. Él no se introdujo en mi vida para hacerme ningún daño, claro que no. Pero maldita sea la distracción que produce. El aparato tiene como función principal la de efectuar llamadas, recibir llamadas e incluso recibir y efectuar mensajes escritos. Está la forma paga y está la forma gratuita de hacer esto. No sólo mensajes a una persona puntual, sino distintos grupos de varias personas que pueden intercambiar mensajes y opiniones, discutir diversos tipos de asuntos organizativos o simplemente comentar la última película que vieron o las últimas novedades de algún romance. No es suficiente acaso? Viéndolo con perspectiva desde ya que sí. Todas esas funciones parecen ser suficientes para un solo aparato. Pero este ente va por más. Nos ofrece la posibilidad de sacar fotos y compartirlas en distintas redes sociales. Redes destinadas únicamente a la fotografía, redes destinadas a pequeños comentarios en ciento cuarenta caracteres, redes más generales, sin una función especifica. El i phone también posee un cronómetro, una calculadora, un convertidor de dinero, una brújula. Una linterna. La posibilidad de bajarse juegos. Un aleph, bah.
Cada una de estas ventanas, cada una de estas posibilidades viene aparejada de distintas señales que emite el celular. Comentarios que llegan de aquí y de allá. “likes”, corazoncitos que indican que a alguien -quizás en otro barrio, quizás es un amigo o alguien desconocido- detrás de su pantalla observó el contenido de lo que compartiste y le gusto. Usó sus deditos para mostrar su aprobación ante el contenido compartido.
No quiero crear un texto que expire resentimiento ante las redes sociales y las nuevas tecnologías, ese se lo dejo a TN o a la señora que fue a mi escuela a dar una charla sobre las adicciones. Qué absurdo sería! Regale el i phone si tanto le molesta, señorita Sticotti. Es sólo que detesto haber sido tan débil, haber caído tan fácilmente. Haber permitido que cada señal que me da el celular, cada una con un sonido distinto y dulce me distraiga tanto de lo que me voy a atrever a llamar la “vida real”. Lo pongo entre comillas por que creo que esos dos planos que antes estaban bien delineados ahora están cada vez más juntitos, más mezclados. El mundo material, tangible, el mundo en el que vamos a un recital de una banda que nos gusta y algo de eso nos atraviesa únicamente por que estamos ahí parados, siendo partícipes de la situación. Junto con esa otra nube que está por encima, esa cosa amorfa que está en ningún lugar y en todos lados, ese mundo virtual. Esas señales de wifi que atraviesan nuestras ciudades y seguro son ultra dañinas.
Me distrae de esto que estoy haciendo en este momento, escribir. Escribir conlleva un momento de separarse de esa distracción, implica estar creando algo sin ningún fin en particular, sin ninguna pretensión de likes o retuits. Un momento de teclear palabra tras palabra intentando generar un sentido solo para mí, moldeando una bajada de mi conciencia hacia la computadora sin el fantasma de ese “otro” virtual.
Puf. Esta vez me costó.
Violeta Sticotti nació en Buenos Aires en 1997. Está en quinto año del colegio Paideia. Vive en Colegiales y le gusta escribir.