Abrevando en la cultura pop, Leonardo Oyola supo construir una de las obras más seductoras del panorama argentino actual. Su oído musical para reproducir la oralidad de la periferia enlaza, en sus argumentos, con elementos del western, el noir y la historieta. El vértigo de su pluma, cercano al cine de acción, no va en desmérito de una vindicación social inherente a toda su obra.

Me gustaría que hablemos de la literatura de género en tu construcción ficcional.

Cuando yo empecé el taller con el maestro Laiseca y me empezó a tirar consignas para laburar, además de tener esas temáticas que él tiraba, yo lo fui llevando hacia diferentes géneros, y de a poco me di cuenta que donde mejor me sentía era en el policial.

Mis primeras lecturas, a las que fui volviendo una y otra vez y ahora con total impunidad, tienen que ver con el género. Me gusta muchísimo leer, no sólo policial, si bien es lo que más consumo. También ciencia ficción, terror ni hablar. Me parece que lo que más me gusta del género es que tiene unas reglas definidas. Entonces para uno que ya, al ser escritor full time, es muy fácil dispersarse, eso te ordena o por lo menos te orienta hacia donde tenés que llevar la historia y qué es lo que estamos esperando todos de ella.

¿Qué nos podés decir del policial argentino?

A mi me pasa que como escritor, cuando tengo la suerte de publicar y empezar a entrar en el ámbito literario, siempre me presenté como un escritor de policiales, porque siento que es lo que yo hago. Y hace diez años atrás cuando yo decía eso, tanto mi editor de ese momento como algún que otro colega, con muy buenas intenciones siempre, me recomendaban que dijera que era “escritor”, a secas, porque no era un momento por ahí para el género.

Después tengo esta suerte de ir a España, y bueno, allá es otro tipo de mercado, como más segmentado. Y todo lo contrario. El rótulo era algo que uno podía exhibir con orgullo.

En algún momento, es como que salimos todos del placard. Se armó una fiesta y volvió a tener una presencia tan grande el género, acá, que me parece hermoso. Y es bienvenido y creo que es liberador para muchos colegas poder hacerlo. Y esta suma y acumulaciones de festivales literarios, la mayoría dedicados al género negro. Y empiezan estas giras y estos encuentros en los que podemos hablar de nuestras pasiones, de nuestras lecturas. Y estar más cerca de los lectores, eso es lo que me parece más lindo: ver que hay muchos, pero muchos lectores de género, poder compartirlo y estar cercano a esta gente. El colega y el lector. Eso es lo que celebro de este momento de la literatura policial y la literatura de género en nuestro país.

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Hablame de la ruptura que genera Chamamé en tu obra.

Chamamé básicamente es un ajuste de cuentas entre dos piratas del asfalto. Dos personas que se consideraban hermanas, por más que compartieran rubro y laburo. Pero pensaban que jamás se iban a traicionar. Y bueno, uno lo mejicanéa al otro en pos de algo que quiere para su futuro. El tema de haberla laburado en terapia; yo había perdido un trabajo y me jorobaba. Los otros que habían perdido el trabajo habían arreglado una buena posición u otro nuevo cargo, u otras cosas… me embromaba mucho el tema de la traición. Entonces quería una novela que tocara ese tema. Y estuvo bueno porque fue mejor escribir doscientas veinte páginas que volver a dar un par de trompadas.

Yo tengo la suerte de haberme encontrado con una historia como Chamamé para escribirla, durante un momento que era muy malo en mi vida; y que, por primera y única vez, hice terapia. Fue fundamental para que saliera, no sólo esa voz sino esa historia y poder pasar ese momento. Con la terapeuta laburamos mucho el asunto de verlo como una oportunidad, más que como una tragedia; desdramatizar todo lo que es estar sin laburo y de haberme separado de la mamá de mi nene; de estar realmente en la lona y vivirlo como una oportunidad. Orientarme hacia qué quería seguir haciendo con mi vida. Y bueno, a mí ya me había ganado la escritura. Chamamé es muy loco, el esqueleto es como una road movie y justo yo la estaba escribiendo en tránsito. La laburaba mucho en cybers y la terminé de escribir en la casa de Selva Almada (ellos se iban de vacaciones y me prestaban la casa). Fue muy lindo poder terminarla ahí. También me parecía simbólico eso de que Selva es de Entre Ríos. Entonces es más o menos por donde empiezan las peripecias de la novela. Pero lo básico es como que ya estaba de salida, de donde me tocó criarme, de donde me tocó patear. Entonces con un poco de distancia, más inconsciente en ese momento, pude empezar a utilizar mucho la jerga. Conectar con la persona que fui en ese momento, cuando estuve allá, a evocar amigos que estuvieron ahí y que hoy ya no compartimos ni mesa ni trago, y a gente a la que le tocó irse primero. Entonces esa oportunidad de escribir esa novela, en esas condiciones, sin pensar qué me iba a dar a cambio. Sólo el hecho de escribirla y ser feliz mientras lo hacía. Y también mientras la leía en vivo. Eso creo que fue fundamental para Chamamé y para todo lo mío que vino después. Le estoy muy agradecido.

El quiebre importante en lo profesional fue lo inesperado: que la compraran en España. Que me llevaran allá. Y que eso terminara siendo espejo acá y se terminaran interesando en mi laburo.

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Sigamos con Gólgota. Me gustaría que hables de la musicalidad de las voces marginales que reproducís.

Gólgota es una novela que arranca durante el 9 de Julio de 2007 que es el día de la nevada; y cuenta una de las historias tristes que pasan ante el frío. Porque por ahí había quedado todo en la anécdota de “nevó y jugamos y nos tiramos las bolas de nieve”, pero para varios lugares que ya de por sí sufren con el clima, este tema fue bastante fulero.

Una adolescente que se practica un aborto clandestino y la madre, en su desesperación, mientras la chica se está desangrando, no sabe si llevarla directamente al Hospital Paroissien o llevarla con una curandera. Una persona que es religiosa y que, en teoría, cura con la fe, ahí en la villa. Y se la juega por esta última. Pero esa mujer, tratándose de un aborto, decide no atenderla porque a los ojos de Dios es una atrocidad y la chica termina falleciendo.

Eso termina desencadenando un efecto dominó entre un policía que supo ser el gran amor de la vida de la madre de la chica y que le toca ir a buscar el cadáver luego del suicido de esta madre. El tipo se empieza a plantear si la chica era su hija o no. Y aunque no fuera su hija, para honrar ese gran amor decide no dejar las cosas como estaban y buscar a los responsables de toda esta tragedia, que, para él, en su enceguecimiento por el odio y el dolor de esta pérdida, el responsable es la persona que dejó embarazada a la chica. Como policía él sabe que puede hacer cosas que están por fuera de la ley y quedar impune. Y es su idea.

Obviamente todo eso desencadena cosas mucho peores.

A mí, como escritor, me pasa que considero que soy un tipo que no tengo mucha imaginación. Pero soy un tipo que está atento, que escucho mucho. Siempre cito esa de Mark Twain que es muy buena y que decía también Groucho Marx: “Como uno parece estúpido más vale no abrir la jeta para no confirmarlo”. Entonces a mí me gusta escuchar mucho y evocar la forma que tiene de hablar la gente. Cosas que a mí me gustan, que me llaman la atención de esas expresiones. El caso específico de Gólgota tiene que ver por ahí con una temporada y, sobre todo, con empezar a hacerme cargo en ese tiempo de la edad. Que si bien yo me consideraba bastante joven, veía que había un abismo importante con los que en ese momento eran “los pibes”. Esos pibes que hoy ya son hombres ¿no? Porque todo es muy veloz. Es veloz la vida de por sí, en el siglo XXI con todas sus cosas, por lo menos a mí me pasa por encima.

Y bueno, era evocar a esos chicos ahí y en Los Patanegras, en Calavera y en Lagarto un poco más a mi generación, un poco más a los míos.

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Vamos ahora con Hacé que la noche venga. ¿Cómo funciona el cruce de géneros entre el terror, el fantástico y el policial?

Hacé que la noche venga surge de las investigaciones que dejé de lado en la novela anterior que había escrito, que era El Tigre Harapiento, que tenía que ver con las excavaciones de los subtes. Ahí vi que había otro mundo para contar y me empecé a adentrar en eso.

Mientras escribo los primeros capítulos, todavía sin saber a dónde me iba a llevar la novela, me entero que voy a ser papá. Y creo que todo eso hace que la novela se vuelva mucho más luminosa que esos tres primeros capítulos. Y que de manera inconsciente empezara yo a jugar con todas las cosas que quería compartir con mi hijo. Más cuando me enteré que iba a ser varón. Y ese es un gran error con Hacé que la noche venga, porque considero que es mi novela más “varonera”, y, sin embargo, las que más me escriben son mujeres. Se ve que a todos nos gusta por igual el tema del western.

La otra vez un tipo me estaba no sé si queriendo sacar un beso, o no, pero decía que el western es más o menos como el melodrama para los hombres, y no estaba tan errado aparentemente.

Entonces me parece que el policial, como género, lo mejor que tiene es que es híbrido. Se puede bancar coquetear con otros géneros. Entonces en Hacé que la noche venga era jugar un poco con el terror, también con lo fantástico y después, en el final, cada lector diga con qué visión se queda.

Por un lado, con ella del narrador principal, la del Tres, que él sí está coqueteando más con lo fantástico. Pero no nos tenemos que olvidar que es un borrachín, que, por ahí, puede ser que esté loco, quién no; y por el otro lado, Manzotti, que él es la fuerza más racional. De ahí también la cita y el juego con Edgar Allan Poe y su obra. Porque también en ese momento yo necesitaba homenajear toda esa literatura que a mi me hizo tan feliz. Me pasa como autor que no me pongo a analizar lo que estaban queriendo hacer así o no… yo soy como Bonavena, tengo un botoncito que dice sí y otro que dice no, y funciono así. A mí me pasa que me gustó, no me gustó o me gustó muchísimo. Eso quise hacer en Hacé que la noche venga .

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Contanos de qué se trata la saga de la Víbora Blanca, cómo surge y cómo surgen los personajes en ese cruce entre lo fantástico y una mitología marginal, y, a su vez, el rescate de cierta mitología argentina.

Tengo la suerte que me convocan para la colección Negro Absoluto. Para mí era un honor porque la dirige Juan Sasturain y era una oportunidad de laburar con él. El tema es que nos convocaban a seis escritores para escribir una saga de libros con personajes que ya venían predeterminados por parte de la gente de la editorial. Entonces yo no pude elegir el personaje de los detectives que había. Yo fui el último que entró y los otros ya habían elegido. A mí me tocaba una “parapsicóloga en los `90”. Empecé a negociar. Porque mi maestro Laiseca en teoría sabe bastante de ese tema, pero yo también pensaba que hay mucha gente que está adentrada en eso y entonces no la podía dibujar. No me podía hacer el loco y decir “bueno, hoy hay luna en mercurio entonces matamos”. No sé, tenía que incorporar eso y para los plazos que nos daba la editorial, calculaba que no iba a poder llegar a asimilar un conocimiento así. Entonces lo que yo les propuse es hacer una vidente, una “bruja”. Y jugar con el tema de la santería, que era algo que yo había dejado afuera de Chamamé. En Chamamé me doy cuenta que en cuanto al pastor, cuanto menos me metiera en la religión, cuanto menos explicara, tenía más fuerza su locura. Tenía más fuerza, incluso, el corazón que él pela para su objetivo final. Y a la vez, como Chamamé tenía esa velocidad de ir por las rutas, era no detenerme en algo tan fundamental como es, en esas zonas, las santerías. Y hablar del Gaucho, hablar de San La Muerte, me había quedado un poco con ganas de eso. Entonces traté de orientar ese encargo por ahí. Y resultó, valga la redundancia, algo divino. Porque si bien fue por encargo, creo que La saga de la víbora blanca es uno de mis libros más personales. Y estoy muy agradecido de poder haber escrito Santería, Sacrificio y ahora esperamos terminar Aquelarre y escribir Amén. Básicamente así fue la génesis de esta saga y ya la pensé como saga. Estuve pillo en que nos contrataban por tres libros y nos pagaban muy bien. Y yo me hice el loco porque la estructura de la saga, en cada libro los capítulos son doce y representan las hileras de cómo te tiran las cartas. La primera fue sobre el pasado de La víbora blanca, la siguiente sobre el presente, la de ahora va a ser sobre el futuro y la última sobre las cosas que podrían haber cambiado. Entonces yo argumenté que pensaba que la saga, en su totalidad, tenía que ser por cuatro libros. Y por suerte me contrataron para los cuatro. Así que salió, yo tenía miedo que me digan “¿qué te pensás que sos la Rowling para hacer una saga así”? Porque además los finales son claramente abruptos, para que se enganche un libro con otro. Pero pudo aparecer.

También, con la convivencia con estos mundos que aparecieron con La víbora blanca, pude evocar un montón de cosas que me gustaban entre las que me contaban cuando era chico. Mi mamá, mi tía, incluso mi papá, con estos seres que ellos traían de sus lugares de origen. Mi viejo de Tucumán, mi mamá y mi tía de Paraguay, como el Pombero, la Solapa, el Quiesta, engendros…cosas de ellos que me daban mucho mucho miedo cuando era borrego.

Hasta que así, de casualidad, a los nueve vi a un tipo dispararle a otro, entonces dije: “mirá, me cago en El Pombero, me cago en lo otro, a mí lo que me da terror es un tipo con un chumbo”.

Lo que no quita que si aparece una criatura le pida perdón, por ser escéptico.

SACRIFICIO

Hablemos de lo fantástico en tu escritura, y la influencia de las historietas, el tema de los superhéroes y tu libro Kryptonita, en base al cual ahora sale una película.

En algún momento a mí se me dio por querer escribir una novela, y en la que pudiera también homenajear otras de mis lecturas y cosas que para mí fueron importantes, digamos como póster, como íconos que tenían que ver con los superhéroes.

Y en alguna charla con Sasturain me explicó lo que era el concepto de Elseword: lo de trasladar un personaje conocido a otra realidad, a otro tiempo incluso. Me dieron ganas de escribir una novela que fuera con un Superman que se crió acá. Un Superman que se crió en el barrio, en donde me crié yo. Qué hubiera pasado con ese bebé de chiquito, que en lugar de caer en la granja esa de Estados Unidos y que lo críe Kevin Costner, hubiera caído en el terreno baldío ahí cerca de una villa en Isidro Casanova y lo criaran mi mamá y mi papá. Eso básicamente es Kryptonita.

Para mí era importante que entrara lo fantástico, porque creo que es de los pilares de este tipo de historias, pero no alejarme del registro policial que vengo laburando desde hace un tiempo y que me interesa. Para mí explorar siempre tiene como puntapié inicial algún hecho social, algo que es real. Y de ahí laburarlo hacia la ficción. Entonces, una serie de circunstancias llevan a que el narrador principal de Kryptonita, si bien aparecen otros que van recomponiendo la historia de nuestro Superman matancero, sea un médico. Un médico, no sólo por lo racional, sino por el lugar, el escenario donde está contado lo que está pasando. Y un médico que también tiene esa percepción de la realidad trastocada porque es un nochero, está sin dormir hace varios días. Y el tipo toma un cóctel como para mantenerse despierto y eso hace que alucine.

Yo siempre pensé que la gente podría hacer un poco como con Hacé que la noche venga, con el Tres y con Manzotti, elegir: si está alucinando el médico o si de verdad se encontró con La Liga de la Justicia de La Matanza. Lo más loco es que toda la gente prefiere creer que se encontró con La Liga de la Justicia de La Matanza, o sea, por algo es un signo de los tiempos que los noños hoy sean legión. Todos queremos eso…

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¿Qué nos podés comentar de la adaptación a la pantalla grande de Kryptonita?

Tuve la suerte que un director se interesara en uno de mis libros y lo llevara a la pantalla grande. Nicanor Loreti compró los derechos de Kryptonita y laburó mucho, mucho, durante tres años para poder concretarlo. Y estoy muy feliz de esa experiencia.

Lo primero que noté en Nic fue su entusiasmo, después el amor que tenía por la novela. Y haber visto cómo pudo trasladar eso y presenciar el rodaje fue muy motivador. Me encantó ver a la gente tanto delante como detrás de cámara, porque de ellos aprendí muchas cosas que quiero asimilarlas para tratar de contar desde otro lado. Creo que me dieron un par de herramientas que todavía no las domino, pero cuando sepa usar la bazuca, no sabés cómo voy a contar. Para eso fue importante haber estado en la cocina de esto, en el rodaje, ni hablar ahora que estamos viendo los cortes definitivos. Y puedo decir que estuve ahí, puede ver qué decisiones se tomaron, qué procedimientos se utilizaron, pero hay algo, por más cliché que suene, que es magia, hay algo que es alquimia, y que lo tenemos todos los que nos dedicamos a contar. Si tratás de racionalizar todo, de buscarle una explicación, no va a tener vida. Pero sí es necesario, obviamente, tener un background teórico, un montón de cosas para poder llegar a eso último, y en medio de todo, está eso que no se puede decir en palabras, no se puede definir. Y en Kryptonita se vivió bastante de eso.

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¿Cómo te involucrás con la literatura zombie?

Por Chamamé tengo la suerte de viajar a España, y en ese primer viaje que hice tuve mucho tiempo libre porque me agarró Semana Santa. Para mí era un flash ir a los lugares que había visto en películas. Yo quería ir, por ejemplo, al edificio donde nace el hijo en El día de la Bestia, de Alex de la Iglesia. Vi un montón de lugares así y quería ir a la plaza de Átame. Ahí donde iba a buscar falopa Antonio Banderas, si lo embocaba Rossy de Palma y toda la historia. Y todos me dijeron que ni a palos, porque ese lugar se había puesto “cutre”. Usaban la palabra “cutre” y me gustaba la jerga de ellos. Y un día dije “me mando igual para la plaza”. Y ahí vi lo que me habían dicho y se habían quedado cortos. Esa plaza había quedado enganchada para los yonkis. Y realmente eran zombies, lo perdidos que estaban. Era como transpolar otra cosa, venía de otras calles, otros mambos, pateando por Madrid. Y ver eso, y que lo dejaran así, me pareció muy terrible.

En el medio empieza a tener que ver todo lo que era la jerga en el barrio de acá. Hablar de “fantasmear”. De los pibes que no pueden ser utilizados como soldados, ya sea para una mara, un puntero o lo que sea, destrozarlo porque si no el pibe va a ser un rival. Y volverlo adicto. Y todo como le dice la calle con “la corta” o “baja”. Los medios le han puesto el paco. Entonces me di cuenta que quería hacer algo con eso, con la “zombificación”. Y como todo lo que te empieza a agarrar a vos, tiene que ser dos historias que se cruzan.

Y a mí me habían contado una de un dealer, al que le van cuatro pibes a tirar la casilla en busca de dosis. Porque en la jerga, el adicto terminal del paco tiene algo que se llama “el impulso”. Que es que, previo a colapsar todos los sistemas del cuerpo, se les da por correr de manera frenética, incluso morder. Entonces yo pensaba “ese es el zombie siglo XXI”. Ese es el zombie de la remake de Zack Snyder, de la película de Danny Boyle, lo que los puristas consideran una blasfemia.

Y había pensado eso, a esa anécdota, exagerarla: treinta pibes con “el impulso” yéndole a tirar el rancho abajo a este tipo.

A su vez me habían contado, por otro lado, de un dealer que era bastante gallito y que no tenía códigos, porque tenía de amante a un policía. Entonces el policía lo defendía ahí adentro.

Y que el tipo tenía su mujer e hijos, que estaban ahí, pero bueno, obviamente, cuando le soltó la mano a su amante fueron y lo hicieron cagar.

Entonces yo pensaba, voy a contar una historia de dos amantes que se están separando y que en el medio de la separación se les arma este bardo.

Ese fue el puntapié inicial para lo que termina siendo Ultratumba. Después me doy cuenta que este libro quiere hablar de la separación en sí, más allá de que aparezcan zombies y demás.

Explorar las separaciones que yo tuve de pareja, explorar las separaciones que tuve de amigos, el dolor que hay ahí. Incluso en una relación que se sigue por años es una relación que es zombie.

Entonces me parece que los zombies, del Romero en adelante (ese iba a ser el título original de la novela en honor a George), no sólo son el terror, o los miedos que pueda producir. Sino la crítica social que se sabe hacer a los sobrevivientes, a lo que uno se deshumaniza para poder vivir en ese apocalipsis.

Fue un proceso largo, pero del que estoy contento porque en el medio por Kryptonita, por Santería y por Sacrificio, inesperadamente empecé a ir a unidades penitenciarias.

Y empecé a estar en contacto con personas privadas de su libertad.

Y entonces, porque siempre cuando estás escribiendo quedás muy enganchado a la novela anterior, yo notaba que Romero (como se llamaba en ese momento la novela) repetía un montón de cosas que yo ya había transitado en Kryptonita y ni hablar en la Saga de La Víbora Blanca . Entonces me doy cuenta que el asunto, el riesgo, era trasladarlo a otra cosa que no había contado todavía.

Y fue transpolar esta historia a una unidad penitenciaria. Y estos amantes que fueran una persona privada de su libertad y un guardiacárcel.

En el medio también, me entero de algo muy triste, y que lamentablemente parece que es una práctica institucionalizada: y es que en algunas unidades penitenciarias hablan del “Pabellón D” ( el “D” viene de desahuciados ), que junta a muchas personas que tienen enfermedades infectocontagiosas. Entre ellos adictos. Y lo hacen para que ese proceso se acelere y es un sistema de “purga” que tienen ellos. Para que eso pase, obviamente se hace por izquierda, combinados los capangas de adentro con las autoridades.

Yo pensaba que ahí también hay una historia para contar y es hacer levantar a los del Pabellón D y hacerlos volver. ¿Y cómo vuelven sabiendo que los dejaron morir?

Pero para mí estaba siempre esta historia más potente de la separación, de un amor que está terminando. Escribo esa versión y después me doy cuenta que el verdadero desafío es que transcurriera en una unidad penitenciaria femenina. Cambié obviamente los sexos y lo pensé desde ahí. Sobre todo me pareció que estaba bueno escribirlo porque la mujer, si le das la oportunidad, es más guerrera que nosotros.

Y empezar a indagar en este tipo de amor. El amor entre amantes. Que cuando termina un tipo de relación así, no es como la otra, en la que tus amigos están al tanto de lo que pasó, que podés ir a buscar consuelo en los otros… Y el tránsito va a ser igual de doloroso, pero por lo menos te sentís acompañado. Cuando se termina una relación de amantes, si hay códigos entre los dos que estaban ahí, eso es algo que se morfa, es algo que se queda adentro, eso es algo que se pudre, y si quedás enganchado puede llevar a volverte zombie.

El desafío de la novela era no utilizar jamás la palabra “zombie” y que, desde el comportamiento, amén de que aparecen los otros muertos, era tratar de retratarlo.

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Me gustaría que nos hables de literatura pop y de la influencia del cine en toda tu obra.

Como todos, antes de largarte a escribir, primero tenés que haber leído mucho. Pero además de eso, uno incorpora historias de otro lado. Y de otros soportes. Como pibe, lo primero obviamente fue la televisión, los dibujitos animados, series de televisión y, ni hablar, las películas. Yo las veía sin saber que eran clásicos porque las pasaban en trasnoche o lo que fuera. O esas que repetían en “Sábados de Super acción” fueron las que más me marcaron.

Cuando ya pude elegir ir al cine, y me daba una plata mi papá, íbamos con mi hermano…era hermoso.

Por otra parte hacerme cargo generacionalmente. Nací a principios de los setenta y cuando empiezo a sentir esta necesidad de ver pelis, de escuchar música, eran los ochenta en su punto caramelo. Entonces para qué me voy a hacer el otro. Para qué voy a decir “qué historia de amor tortuosa Torrente de Amor de John Cassavetes”. Es una historia desgarradora y la ves dese otro lado, pero a mi me conmueve cuando al final George McFly le tira la trompada a Biff y termina ahí con la mamá de Marty… No sé, creo que todo eso es lo que está adentro mío y lo que siempre me hizo feliz. Lo mismo que la música que evoco mucho en lo que estoy escribiendo.

Tengo una edad en que no soy tan borrego, tampoco estoy para colgar los botines, pero tengo un camino recorrido. Y cuando miro atrás, entre lo más luminoso que me pasó fue haber empezado a consumir historias en ese momento.

Entonces estoy muy orgulloso cuando todo eso aparece en lo que escribo; que me pude nutrir de eso. Dio la coincidencia que fuera “pop”. Yo no sé, no pienso “hago cultura pop”: lo tenía ahí, estaba ahí, quedó conmigo. Eso es lo mejor de las historias, las cosas que nos motivan. El formato que sea, séptimo arte, un libro, una canción. Una vez que lo viste y te tajeó, te quedó tatuada, quedó con vos.

Con respecto a la literatura infanto-juvenil ¿cómo influyeron tus viajes a Paraguay y a Tucumán al momento de contar las historias?

Las vacaciones con la familia no eran “vacaciones” en el sentido de ir a un punto turístico a descansar. Era ir a ver familiares, a los parientes que tenía tanto en Paraguay como en Tucumán. Hasta que tuve una edad en que me pude emancipar, a veces iba obligado y otras con más ganas; un año a un lugar y otro año a otro. Esas idas y venidas era encontrarme con otra realidad, y no tanto. Como que ya estaba preparado con los relatos de mi viejo y los recibimientos que teníamos por parte de mis primos y mis tíos allá.

Por otro lado era ver otro tipo de lugar, sobre todo donde estaba mi mamá, de mucha, mucha pobreza. Había que quedarse muy en el molde con lo que te tocaba. Y eso obviamente a la hora de escribir, al evocarlo, lo agarrás sin juzgar y aparecen muchas cosas.

Lo principal para mi, que soy un escritor de género, tiene que ver con todas las peleas típicas que hubo, por el asunto de que, en teoría, nosotros con mi hermano éramos porteños. “Y nosotros no somos porteños, somos matanceros, de La Matanza” decíamos, “Somos de Isidro Casanova”… Pero andá a explicárselo mientras te están estrangulando…

Evocarlo fue tratar de reírnos un poco de eso, en la parte digamos más cercana a la realidad. El delirio podía llegar a entrar con todo este asunto de las criaturas regionales, sus leyendas, y un montón de cosas que no hemos podido narrar ni publicar por una cuestión de códigos (un primo que me cagó una historia buenísima), pero eso es para otra oportunidad.

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¿Cómo te acercás a la literatura infanto juvenil con Bolonqui y Sopapo?

Tengo la suerte que se acerque a mi un colega, y editor en ese momento, que era Antonio Santa Ana para hablarme de una colección que querían sacar por el tema del Bicentenario. Y me convence por dos motivos, el primero porque me habla de las otras colegas con quien iba a estar. Y yo ya venía teniendo una buena relación con Claudia Piñeiro, pero también iba a estar con Lili Bodoc, que la admiro muchísimo. Era una oportunidad de conocerla y compartir algo mientras estuviéramos cada uno con nuestras respectivas novelas, y ni hablar el lanzamiento de la colección.

Lo otro que Santa Ana me dijo, y que para mí es un piropazo, es que todos mis delincuentes, todos mis malhechores tienen algo de “nenes grandotes”. Y después nos tomamos unos tragos y eso y, bueno, todos tenemos algo de “nenes grandotes”. La mujer es como que se saca eso enseguida y está bueno, porque la mujer tiene que tener otro tipo de presencia.

Nosotros cuando podemos coqueteamos con ese lado.

Entonces fue conectar para ahí y fue un trabajo hermoso, que la editorial, en caso de Bolonqui, nos ponía un historiador. Entonces, a diferencia de El Tigre Harapiento o Hacé que la noche venga, en las que yo hacía la investigación de época y todo, me pude focalizar lisa y llanamente en la historia, contando con este muchacho Matías Maggio para llamarlo y que me fuera contando cosas de ahí o tirando data.

Lo hinché las pelotas, pobre, porque en un momento me agarró y me dijo: “Hijo de puta si vos estás haciendo una novela donde aparece el diablo para qué rompés con lo otro”. Pero para mí estaba bueno eso, porque si tenés la oportunidad de que un tipo te averigüe si un espejo era de valor privativo para la gente de esa época o podía estar tranquilamente en un conventillo, era fundamental para tratar de ver ese mundo.

Después lo otro es que intenté, intenté, intenté (y ya me había pasado un poco con El Tigre), entrarle al tango. Y no hay con qué darle…Es algo que respeto y todo, pero los que son milongueros me dijeron: “todavía no llegó tu hora con esto”.

Pero quise hacerle homenaje a esta gente y ser hiper respetuoso y en el camino me encontré con un par de poetas, letristas, que me parecieron increíbles. Julián Centeya y Álvaro Yunque (esos son sus nombres artísticos) entonces a ellos quise homenajearlos y los protagonistas llevan sus nombres verdaderos: Arístides Gandolfi y Amleto Vergiati. Así que también jugué con cosas que había leído en sus biografías y traspasárselas a esos chiquitos que después iban a ser estos dos locuras en una noche de locura, y en la que también me pude dar el lujo de hacerle un homenaje a todos los colegas varones donde compartimos taller en lo del maestro Laiseca.

Entonces la clave con Bolonqui siempre pasó por el juego. Por esas primeras palabras que me había dado Santa Ana y llevarlo así al extremo, y también tocar otro de los vicios que uno supo tener, que tiene que ver con la timba, el gusanito del juego en adelante va por ahí.

El tema con Sopapo es que tuvimos muy buena relación con toda esta gente y conocí a las editoras de literatura infantil. Gente muy, muy copada. pero sobre todo para escribir Bolonqui ellos me tiraron un montón de libros de literatura juvenil actual y también de literatura infantil.

Y me pasó que mi nene era chiquito y justo había salido Kryptonita, y él agarraba el libro y decía: “mi papá escribió este libro. Es la historia de un Superman que es gordo, toma mate”. Él te describía la tapa nomás, pero claro, todavía no sabía leer bien y ni a palos iba a poder leer ninguno de los libros que yo había escrito hasta el momento. Incluso Bolonqui le representaba, a esa edad, un desafío en la lectura. Entonces tuve muchas ganas de escribir algo que él pudiera leer. Estar con algo más luminoso. Un nene, y más un hijo, te lleva para ese camino.

Entonces ahí estuvimos charlando con las chicas, y se me ocurrió esto de la Trilogía Ninja de Pinar de Rocha. Porque hace rato que también quería hacer algo con artes marciales.

Lo que pasa es que en una novela policial como las que estoy acostumbrado a narrar yo, a un tipo que viene con un nunchaku lo sirven con una 38 a cincuenta metros. Entonces te quedás haciendo el helicóptero, con un corchazo acá o acá o donde sea.

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fotografía de portada: Mauro Martella (cortesía de Leo Oyola)

 

Sobre El Autor

Damián Blas Vives es actualmente es Director de Gestión y Políticas Culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Entre 2016 y 2020 coordinó el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq de dicha institución y antes fue Coordinador del Programa de Literatura y editor de la revista literaria Abanico. Dirigió durante una década el taller de Literatura japonesa de la Biblioteca Nacional, que ahora continúa de manera privada. En 2006 fundó Seda, revista de estudios asiáticos y en 2007 Evaristo Cultural. Coordina el Encuentro Internacional de Literatura Fantástica y Rastros, el Observatorio Hispanoamericano de Literatura Negra y Criminal. Ideó e impulsó el Encuentro Nacional de Escritura en Cárcel, co-coordinándolo en sus dos primeros años, 2014 y 2015. Fue miembro fundador del Club Argentino de Kamishibai. Incursionó en radio, dramaturgia y colaboró en publicaciones tales como Complejidad, Tokonoma, Lea y LeMonde diplomatique. En 2015 funda el sello Evaristo Editorial y es uno de sus editores.

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