El réquiem de la luciérnaga

Dice Buda que la luz de una luciérnaga asemeja a una diminuta verdad, una que puede ser opacada por la flagrante luz del Sol. Ayer murió Nosaka Akiyuki, autor de La Tumba de las luciérnagas. Ochenta y cinco años cumplidos, y una obra para nuestra tenue (o transparente) eternidad. Hotaru no haka es el titulo original de su magnum opus. Algunos, como Hara, se arrojaron a las vías del tren; Nosaka vivió.

Hasta ayer.

La obra deja una marcada fragancia en cada ser que la recorra, dotando de profundidad al carácter humano, como compartirá conmigo quien la haya leído. Poco puede decirse de su trama. A veces las obras nos dejan una sola frase, o una sola escena, de una forma imborrable. Devastados y empobrecidos huérfanos de guerra, hermanos, completamente desprendidos de su familia y pertenencias para siempre, otorgan una dignidad que no les toca a seres sintientes de ínfima escala. Una tarde realizan una estupa funeraria para un grupo de luciérnagas que como pequeños númenes iluminarán la inmensa oscuridad que los (y nos) rodea.

En «La perfección de la sabiduría en ocho mil líneas» hace aproximadamente veintiseis siglos fue (si, fue) Anand quien escribió: “El texto es el vértigo de no dejar hablar a uno mismo, en el dialogo con uno mismo”.

Hoy, el silencio, también es conversación.

Juan Agustín Onis Conde

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La tumba de las luciérnagas

Estaba en la estación Sannomiya, lado playa, de los ferrocarriles nacionales, el cuerpo hecho un ovi­llo, recostado en una columna de hormigón desnu­da, desprovista de azulejos, sentado en el suelo, las piernas extendidas; aunque el sol le había requema­do la piel, aunque no se había lavado en un mes, las mejillas demacradas de Seita se hundían en la pali­dez; al caer la noche contemplaba las siluetas de unos hombres que maldecían a voz en grito-¿im­precaciones de almas embrutecidas?-mientras ati­zaban el fuego de las hogueras como bandoleros; por la mañana distinguía, entre los niños que se di­rigían a la escuela como si nada hubiera sucedido, los furoshiki[1] de color blanco y caqui del Instituto Primero de Kobe, las carteras colgadas a la espalda del Instituto Municipal, los cuellos de las chaquetas marineras sobre pantalones bombachos de la Pri­mera Escuela Provincial de Shôin, situada en la par­te alta de la ciudad; entre la multitud de piernas que pasaban incesantemente junto a él, algunos, al per­cibir un hedor extraño -¡mejor si no se hubieran dado cuenta!-, bajaban la mirada y esquivaban de un salto, atolondrados, a Seita, que ya ni siquiera se sentía con fuerzas para arrastrarse hasta las letrinas que estaban frente a él.

Los niños vagabundos se arracimaban junto a las gruesas columnas de tres shaku[2] de ancho, senta­dos uno bajo cada una de ellas como si buscaran la protección de una madre; que se hubieran apiñado en la estación, ¿se debía, quizá, a que no tenían ac­ceso a ningún otro lugar?, ¿a que añoraban el gentío que la abarrotaba siempre?, ¿a que allí podían beber agua?, ¿o, quizá, a la esperanza de una limosna ca­prichosa?; el mercado negro, bajo el puente del fer­rocarril de Sannomiya, empezó justo entrar sep­tiembre con bidones de agua, a cincuenta sen[3] el vaso, en los que habían diluido azúcar quemado, e inmediatamente pasó a ofrecer batatas cocidas al vapor, bolas de harina de batata hervida, pastas, bo­las de arroz, arroz frito, sopa de judías rojas, bollos rellenos de pasta de judía roja endulzada, fideos, arroz hervido con fritura y arroz con curry, y tam­bién pasteles, arroz, trigo, azúcar, frituras, latas de carne de ternera, latas de leche y de pescado, aguar­diente, whisky, peras, pomelos, botas de goma, cámaras de aire para bicicletas, cerillas, tabaco, cal­cetines, mantas del ejército, uniformes y botas mi­litares, botas de cuero… «¡Por diez yenes! ¡Por diez yenes!»: alguien ofrecía una fiambrera de aluminio llena de trigo hervido que había hecho preparar aquella misma mañana a su mujer; otro iba dicien­do: «¡Por veinte yenes!, ¿qué tal? ¡Por veinte ye­nes!», mientras sostenía entre los dedos de una mano unos zapatos destrozados que había llevado puestos hasta unos minutos antes; Seita, que había entrado perdido, sin rumbo, atraído simplemente por el olor a comida, vendió algunas prendas de su madre muerta a un vendedor de ropa usada que co­merciaba sentado sobre una estera de paja: un naga­juban, un obi, un han´eri y un koshihimo[4] descolo­ridos tras haberse empapado de agua en el fondo de una trinchera; así, Seita pudo subsistir, mal que bien, quince días más; a continuación se desprendió del uniforme de rayón del instituto, de las polainas y de unos zapatos y, mientras dudaba sobre si aca­bar vendiendo incluso los pantalones, adquirió la costumbre de pasar la noche en la estación; y des­pués: un niño, acompañado de su familia, que debía volver del lugar donde se había refugiado -llevaba la capucha de protección antiaérea cuidadosamente doblada sobre una bolsa de lona y acarreaba sobre sus espaldas, colgados de la mochila, una olla, una tetera y un casco-, le dio, como quien se deshace de un engorro, unas bolas de salvado de arroz me­dio podridas que debían haber preparado para co­mer en el tren; o bien, la compasión de unos solda­dos desmovilizados, o la piedad de alguna anciana que debía tener nietos de la edad de Seita, quienes, en ambos casos, depositaban en el suelo con re­verencia, a cierta distancia, como si hicieran una ofrenda ante la imagen de Buda, mendrugos de pan o paquetitos cuidadosamente envueltos de granos de soja tostada que Seita recogía agradecido; los empleados de la estación habían intentado echarlo alguna que otra vez, pero los policías militares que hacían guardia a la entrada de los andenes lo defen­dían a bofetadas; ya que en la estación, al menos, había agua en abundancia, decidió echar raíces en ella y, dos semanas después, ya no podía levan­tarse.

Una terrible diarrea no lo abandonaba y se suce­dían sus idas y venidas a las letrinas de la estación; una vez en cuclillas, al intentar ponerse en pie, sen­tía que sus piernas vacilaban, se incorporaba apre­tando su cuerpo contra una puerta cuyo tirador ha­bía sido arrancado, y avanzaba apoyándose con una mano en la pared; parecía, cada vez más, un balón deshinchado y, poco después, recostado en la co­lumna, fue ya incapaz de ponerse en pie, pero la dia­rrea lo seguía atacando implacablemente y en un instante teñía de amarillo la superficie alrededor de su trasero; Seita, aturdido, se sentía morir de vergüenza y, como su cuerpo inerte era incapaz de em­prender la huida, intentaba al menos ocultar aquel tinte, arañaba con ambas manos la escasa arena y el polvo del suelo para cubrirlo con ello, pero apenas lograba cubrir una parte insignificante; a los ojos de cualquiera debía parecer que un pequeño vagabun­do enloquecido por el hambre estuviera juguetean­do con la mierda que se había hecho encima.

Ya no tenía hambre, ni sed, la cabeza le caía pe­sadamente sobre el pecho, «¡Puaff! ¡Qué asco!», «Debe de estar muerto», «¡Qué vergüenza que es­tén ésos en la estación! Ahora que dicen que está a punto de entrar el ejército americano»: sólo vivían sus oídos, distinguía los diversos sonidos que lo en­volvían; de noche, cuando todo enmudecía de súbi­to: el eco de unas geta[5] que andaban por el recinto de la estación, el estruendo de los trenes que circu­laban sobre su cabeza, pasos que echaban a correr de repente, la voz de un niño: «Mamaaa…», el mur­mullo de un hombre que hablaba entre dientes cer­ca de él, el estrépito de los cubos de agua arrojados violentamente por los empleados de la estación, «¿A qué día debemos estar hoy? ¿A qué día? ¿Cuán­to tiempo debo llevar aquí?», en instantes de lucidez veía ante sus ojos el suelo de hormigón sin compren­der que se había derrumbado sobre su costado, el cuerpo doblado en dos, en la misma postura que te­nía cuando estaba sentado; y mirando absorto cómo la tenue capa de polvo del suelo temblaba al compás de su débil respiración, con un único pensamiento: «¿A qué día debemos estar hoy? ¿A qué día debe­mos estar hoy?», Seita murió.

En la madrugada del veintiuno de septiembre del año veinte de Shôwa,[6] un día después de que se aprobara la Ley General de Protección a los Huér­fanos de Guerra, el empleado de la estación que ins­peccionaba medrosamente las ropas infestadas de piojos de Seita descubrió bajo la faja una latita de caramelos e intentó abrirla, pero, tal vez por estar oxidada, la tapa no cedió: «¿Qué es eso?», «¡Déjalo ya! ¡Tira esa porquería!», «Este tampoco durará mucho. Cuando te miran con esos ojos vacíos, ya no hay nada que hacer…», dijo uno de ellos, observan­do el rostro cabizbajo de otro niño vagabundo, más pequeño aún que Seita, sentado junto al cadáver que, antes de que vinieran a recogerlo del ayunta­miento, seguía sin cubrirlo ni una estera de paja; cuando agitó la latita como si no supiera qué hacer con ella, sonó un clic-clic, y el empleado, con un im­pulso de béisbol, la arrojó entre las ruinas calcina­das de delante de la estación, a un rincón oscuro donde ya había crecido la hierba espesa del verano; al caer, la tapa se desprendió, se esparció un polvi­llo blanco y tres pequeños trozos de hueso rodaron por el suelo espantando a veinte o treinta luciérna­gas diseminadas por la hierba que echaron a volar precipitadamente en todas direcciones, entre par­padeos de luz, apaciguándose al instante.

Aquellos huesos blancos eran de la hermana pe­queña de Seita, Setsuko, que había muerto el veinti­dós de agosto en una cueva de Manchitani, Nishi­nomiya; la enfermedad que la condujo a la muerte era llamada enteritis aguda; en realidad, incapaz a sus cuatro años de sostenerse en pie y rendida por la somnolencia, la muerte le llegó, como a su hermano, por una debilidad extrema debida al hambre…

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[1] Pañuelo para envolver paquetes. (N. de los T.)

[2] Unidad de longitud japonesa. Un shaku equivale a 30.3 centímetros. (N. de los T.)

[3] Moneda japonesa. Cien sen equivalían a un yen. (N. de los T.)

[4] Diferentes piezas que forman parte del quimono. El na­gajuban es una prenda parecida a la combinación que se lleva debajo del quimono. El obi es el cinturón ancho que ciñe el quimono y el koshihimo, el cordón ceñidor que se pone deba­jo del obi. El han’ eri es el cuello que se aplica al juban y que va debajo del quimono. (N. de los T.)

[5] Sandalias de madera. (N. de los T.)

[6] Año 1945 de nuestro calendario. (N. de los T.)


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Akiyuki Nosaka Nació el 10 de octubre de 1930 en la ciudad de Nakamura, prefectura de Kanawa. Siendo Huérfano es adoptado por una familia de Kobe, ciudad en la que transcurriría su infancia.

Kobe fue duramente bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial, ocasionando la disrupción de la familia adoptiva, por lo que Nosaka tuvo que pasar un par de años en un orfanato. La experiencia de dicho bombardeo, así como de la miseria vivida durante los últimos días de la guerra y el periodo que le siguió fue fundamental en su obra, en la cual también se hace hincapié en desorientación de los japoneses ante la pérdida del mundo en que habían vivido, como cultura y como sociedad.

Su primera novela, Los pornógrafos, fue publicada en 1963, y lo hizo famoso dentro de su país, incluso dicha novela cuenta con una adaptación cinematográfica a cargo del genial director Shohei Imamura, pero no fue sino hasta la publicación de las nouvelles Las algas americanas (Hijiki America) y La tumba de las luciérnagas(Hotaru no haka), de la cual también existe una versión cinematográfica en este caso animada por los estudios Gibbli y dirigida por Isao Takahata, que comenzó a despuntar a nivel internacional.

Este último par de novelas cortas con tintes autobiográficos le valieron en 1968 el premio Naoki en su tierra natal.

Sobre El Autor

Ex docente FFyL UBA; Traductor en Japón desde 2007.

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