Escritor excepcional, Adolfo Bioy Casares supo construir un mundo fantástico con las pies firmemente asentados en la realidad. La conmemoración de los catorce años de su muerte resulta una buena excusa para especular en torno de su obra.
Suele decirse que la muerte sorprende a las personas; sin embargo, es la única certeza absoluta que tenemos desde que nacemos, algo que el escritor argentino Adolfo Bioy Casares parecía saber bastante bien. La vida no ahorró esfuerzos para hacérselo entender: desde la prematura muerte de su hija Marta hasta la decrepitud progresiva de su esposa Silvina Ocampo, el autor de Dormir al sol fue un bon vivant que no se privó de nada y eligió la literatura como campo de batalla contra sus temores.
Sabido es que Bioy detestaba las interpretaciones sobre sus obras y la nuestra es, posiblemente, un poco arriesgada. Algunos ven a Bioy como un representante de cierta escritura aristocrática carente de vida y determinación. No perciben que la base de su escritura es la sutileza; el mayor esfuerzo está puesto en disfrazar el latido vital que atraviesa toda su literatura. El distanciamiento emocional y la aparente falta de profundidad de sus personajes despistan a algunos críticos, que no comprenden que Bioy escribe sus novelas como cuentos largos, haciendo énfasis en tramas que cifran la profundidad de su pensamiento.
Dicen los que saben que nuestro autor se anticipó a la realidad virtual en su primera novela canónica, La invención de Morel. La historia cuenta como un prófugo se refugia en una isla poblada por fantasmas que en realidad son proyecciones tridimensionales. La máquina que las genera, impulsada por la marea, propone una inmortalidad que se paga cara: luego de ser grabado, el cuerpo de los retratados enferma y muere.
En las antípodas del gótico, Bioy Casares busca explicar sus fantasmas, tal vez porque desprecia el romanticismo o, más probablemente, porque la figura del aparecido es la aceptación de la muerte. Para el escritor, la única eternidad posible no está en el más allá, sino en la repetición del presente.
Este concepto se evidencia con claridad en el relato “En memoria de Paulina” incluido en el libro La trama celeste: lo que parece un fantasma que regresa por amor, termina siendo la proyección del odio de un asesino: la reiteración puede ser una forma de inmortalidad, pero también la más depurada de las pesadillas.
Íntima relación con esta idea tiene el argumento de la excepcional El sueño de los héroes, novela en la que Bioy avanza varios enteros al dejar atrás su prurito por una narración llana al incorporar como recurso primordial el diálogo, para el que tenía un oído privilegiado. El protagonista del relato vive tres días de carnaval para luego no recordar más que fragmentos. Pasados unos años, repite la experiencia con la idea de descubrir lo que su memoria le oculta; termina averiguando que ese tiempo de fiesta encierra el secreto de su propia muerte. Nuestro autor parece haber llegado a la resignación: la muerte es inevitable y la repetición del presente, más que propiciar la inmortalidad, acentúa la finitud.
En Diario de la guerra del cerdo, Bioy evita las reiteraciones, pero plasma casi de manera obvia el temor que experimenta frente a la vejez y muerte. El relato propone un enfrentamiento entre jóvenes y viejos, donde los primeros comienzan a eliminar a los segundos sin que sepamos muy bien por qué. La indeterminación es uno de los grandes recursos de Bioy en varias de sus novelas y es la base de la que tal vez sea su mejor obra: Aventuras de un fotógrafo en la Plata.
Encerrado en un laberinto digno de su gran amigo Jorge Luis Borges, Bioy explora una eternidad sin trascendencia: no hay más allá, solo la repetición del más acá. Irónicamente, plasmó estos temores en su literatura y fue allí donde encontró la reiteración que lo convirtió en inmortal. Porque Bioy pasó, pero su fantasma susurra cada vez que alguien, en cualquier lugar y tiempo, abre uno de sus libros.