La muerte es, sin lugar a dudas, uno de los grandes temas. Desde una visión religiosa se trata de un momento trascendente, tal vez el mayor de nuestro recorrido vital, la consumación definitiva del ser. Desde una visión antropológica, la muerte, que fuera percibida por las sociedades rurales como un estadio más del círculo infinito de la vida, ha cambiado de signo en el mundo moderno. Como bien dice la filóloga Ana Cristina Herreros[1], esta mutación se produjo “cuando la gente cambió la vida sobre la tierra por la vida sobre el asfalto. La tierra nos enseñaba, a poco que la mirásemos, que todo lo que nace muere, que la muerte es de lo que se nutre la vida, que lo muerto da de comer a la semilla para que esta pueda vivir. (…) El asfalto nada nos enseña de la vida porque en él nada germina, en él nada se entierra”. Herreros marca también que, como parte de este “cambio de signo”, la vejez ha dejado de ser percibida como la edad de la dignidad y la sabiduría. Tal vez sea este el origen del desprecio que muestra nuestra sociedad por sus ancianos y que se hace evidente en las palabras de la directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Legarde: “Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo, ¡y ya!”[2], o tal vez sea que a la señorita Legarde no le han leído suficientes cuentos de pequeña, porque los relatos tradicionales nos iluminan el alma con una sabiduría antigua, ligada a la compasión, la humildad y el respeto. La Muerte ha sido abordada recurrentemente en los cuentos tradicionales de todas las culturas, generalmente enseñándonos a respetar el ciclo de la vida y, es a esta tradición, a la que se enlaza el último trabajo de Nicolás Arispe, acrecentando el fenómeno del libro álbum en nuestra región.
En una cuidadísima edición de Fondo de cultura económica, Arispe nos regala dos relatos: La madre y la muerte, del argentino Alberto Laiseca y La partida, del mexicano Alberto Chimal.
Reproducimos a continuación las palabras de Nicolás Arispe en la presentación de este bello volumen.
Damián Blas Vives
Fundamentalmente quisiera comentar algunos aspectos de mi trabajo como ilustrador del libro La madre y la muerte/La partida que, como se adivina desde su título es un libro doble. No fue fácil en absoluto hacer este libro, más bien todo lo contrario. Su condición de libro doble fue una entre tantas complejidades a la hora pensar que clase de ilustraciones acompañarían los dos textos.
El problema en ambos cuentos se da a partir del vínculo entre tres protagonistas: una madre, un hijo y la muerte.
Por un lado estaba el cuento de Alberto Laiseca, en el que una madre va en busca de su hijo arrebatado por la muerte. Por el otro, el cuento de Alberto Chimal, en el que una madre, engañada por el truco de pedir mal el deseo vaya uno a saber a que dioses, recupera a su hijo de las garras de la muerte pero no como ella quería. Cosa que la pone en la urgencia de darle muerte de nuevo. El cuento de Laiseca proviene, en una versión personalísima que él hace, de un cuento tradicional alemán. El de Chimal no aclara el territorio ni la época, pero por su factura y el pequeño detalle de que todo comienza con un terremoto, nos sitúa rápidamente en un contexto muy mexicano.
De allí surgieron las escenificaciones para ambos relatos: para el cuento de Laiseca un contexto alemán, los bosques de la selva negra, el río Rin y la muerte personificada como un soldado de la primera guerra mundial. A mi juicio este cuento tenía una fuerte impronta de fábula por lo que la madre, el otro personaje al que le vemos la cara, aparece en escena como un zorro.
En el cuento de Chimal los personajes tienen la impronta de la calavera. Nuestra referencia directa sería, claramente, José Guadalupe Posada, grabador emblemático del arte mexicano.
Así, entonces, aparecieron personajes y escenarios.
Los cuentos hablan de la muerte. Pero del terror más terrible que no es precisamente el miedo a la muerte, sino el miedo a la muerte del otro con el que, obviamente, hay un lazo de amor.
En mi caso esto entra en el terreno de lo impensable, por eso valía la pena hacer el esfuerzo.
Creo que es importante hacer libros que hablen de estas cosas y que puedan ser ofrecidos a todo tipo de lectores: niños sobre todo, adolescentes y adultos desde ya.
Porque la negación a hablar de la muerte no es un bálsamo, sino una aliada de la muerte misma.
Entonces, y volviendo a los dibujos, partí de dos textos tremendamente poéticos, el de Chimal tal vez más ondulante, el de Laiseca tal vez más tajante, que tenían como característica compartida la brevedad y la intensidad. Contrario a eso, o bien justificado por y amparado en la precisión de ambos textos, mi tarea pudo permitirse ser más bien barroca y de despilfarro. Algo inversamente proporcional al recurso mínimo del blanco y el negro y a las herramientas utilizadas: una goma de borrar, un lápiz mecánico y un estilógrafo rotring.
Intenté que los dibujos permitieran atravesar las historias de distintas maneras. Por nombrar tres: a) un libro que pudiera ser recorrido como un relato clásico, haciendo foco en la composición de las imágenes.
- b) un libro que pudiera ser recorrido a través de invocaciones a obras de arte, de las cuales hay citadas por lo menos una en cada ilustración.
- c) un libro que pudiera ser recorrido a través de o en diálogo con distintas representaciones de la muerte confeccionadas a lo largo de la historia en épocas en las culturas de occidente tenían mejor vínculo con la idea de finitud, ya sea porque lo pensaban mejor, ya sea porque no les quedaba otra (las danzas macabras en la época de la peste negra sería un ejemplo).
Y así.
Hay, en las ilustraciones, abundancia de detalles y obsesión por los objetos. Creo es algo inherente a la tarea del dibujante.
En este caso este libro es decididamente figurativo, no en rechazo de la abstracción, sino porque pensé que, en este caso puntual, resultaba un portal más hospitalario para ingresar a un tema para nada hospitalario.
A propósito de esto y ya redondeando: el trabajo de construcción de las imágenes aquí pretende ofrecer algún tipo de representación.
Esto es así porque creo que la representación es un modo posible de obtener una contención colectiva frente a lo que nos asusta por separado. Hay una exaltación de la experiencia directa en desmedro de la representación como experiencia mediada. En mi caso y tratándose de la muerte, preferiría evitarme todo lo que se pueda la experiencia directa.
Por último: no puedo hablar de armonía pero sí de esfuerzo y dedicación. Intenté, en la parte que me tocó, colocar en este libro infinidad de símbolos y objetos que he ido recolectado por el camino a lo largo del tiempo para contribuir a lo que, en definitiva e íntimamente, espero que este libro sea: un pequeño conjuro.
[1] Ana Cristina Herreros, Cuentos populares de la Madre Muerte, Editorial Siruela, España, 2011.
[2] http://www.laprensagrafica.com/2015/08/08/christine-lagarde-del-fmi-los-ancianos-viven-demasiado