El martes 13 de septiembre, se presentó en el auditorio David Viñas, del Museo del Libro y de la Lengua, el libro de poesía Antes que los labios, de Miguel Espejo, editado recientemente por Libros del Zorzal. Reproducimos a continuación el texto interpretado entonces por nuestra colaboradora Roxana Artal.
Tampoco se sabe de dónde procede el conocimiento del amor
ni las palabras que a tientas le sirven de sustento
como también se ignora de dónde surge el arte
proveniente de la nada, universo deleble
bajo la incomprensible mirada del telescopio de Planck.
“Cezanne en la muerte de su madre”.
La poesía de Miguel Espejo hunde su cuña en la raíz, traza un mapa inmenso de ciudades en un tiempo adusto y complejo. Una galería de personajes recorre Antes que los labios: son emigrantes, exiliados, “viajeros de todo calibre”… La lectura nos encuentra con Juana Azurduy, “cabalgando con poncho y bufanda al viento”; con el gran Quevedo, “a su palabra atrapado”; con el viejo Brueghel; con Lautréamont, Odiseo, Cézanne, Valéry, Heidegger, tantísimos otros.
Espejo se lanza a una representación del mundo, de los tantos seres y escenarios que lo obligan al tránsito; y su poesía nos conduce también por los caminos del tiempo, nos lleva, por ejemplo, a una infancia atravesada por Stevenson, por “El cuervo” de Poe: “por lo vetusto empieza el mundo / por la fascinación del lenguaje que restalla en un redoble de tambores…”.
En estas páginas el lenguaje es laberinto, y es patria, y se defiende como a una cosmogonía secreta que abre las puertas del poema, “las sucesivas ocurrencias de la semiótica”. Pues qué es la poesía sino un orden divino. Los versos de Espejo señalan ese vínculo sutil y misterioso que la poesía mantiene con lo sagrado, iluminan el enigma del mundo, del cual todo ser humano es parte. También la identidad se vuelve búsqueda secreta, laberinto del que quizás -como le aconsejaba el propio Marechal a Miguel Ángel Bustos (esa es una referencia que Espejo suele recordarme)- laberinto del que quizás se salga por arriba.
Y es que también habita, en las páginas de Espejo, una conciencia cósmica; hay en ellas un veedor que -cual flaneur universal- percibe lazos invisibles. El poeta sabe que el ser humano es inteligible. Y hay una percepción aguda, sensible, de trasfondo socrático en su poética: sabemos que no sabemos.
Pues leer a Espejo es también recuperar la esencia filosófica del poema, aquella protofilosofía anterior a Platón que hallaba su expresión en la poesía, madre de todas las artes. Sucede que la poesía es también un sistema de pensamiento, y explora el amplio territorio del asombro, el lugar aquel donde el mundo viene a presentarse, y es inexorablemente caldo de cultivo de toda filosofía.
Así, el gran mysterium horada la piedra de la razón, el pensamiento deviene diálogo, el lenguaje pulsión: una pulsión de lo sagrado que, entre santos, Cristo crucificado, dioses y Budas avanza hasta aunar arte y religión, para adentrarnos en una mitología inmaculada. El viaje lleva a destinos inciertos: Templos, Basílicas, Catedrales; escenarios de otra infancia, como aquella del carnaval, “templada por el sonido ronco de los instrumentos, que cada Semana Santa baja, indoblegable, trayendo en sus brazos a la Virgen de Punta Corral”.
Resulta difícil desligar de lo religioso la experiencia del sacrificio, esa búsqueda de restitución del vínculo con lo sagrado. Así, el poema se vuelve un peregrinaje entre carnavales de danzas mestizas, mitos, tierras aztecas, mayas… “Lo que sí vi fue la muda súplica a la inmensidad, rindiendo a través de cada piedra un tributo a la insignificancia y la altiva conciencia de que ninguna obra, por gigantesca que sea, modificará el breve aleteo de nuestra especie sobre un planeta que hemos merecido esculpir apenas a medias”. Y es que esa interrupción de lo sagrado que es sin duda la modernidad, nos priva de la armonía entre el hombre y el cosmos; esa misma armonía a la que nos acerca la poesía. Pues en ella el gran misterio resuena, algo de lo secreto allí se manifiesta.
Y así como la imagen se torna poema y viceversa, también la música se hace materia en la poética de Espejo, se hace poesía. Y es que la música, ya lo decía Hesíodo, arroja algo de olvido sobre la pena, que no es más que memoria. Oír el propio sonido, construir el poema. Pues toda poesía responde, cuando consigue elevarse, a la armonía de las esferas, aquella vieja teoría que concibe el cosmos entre intervalos musicales. “la música de los astros o los acordes del mutismo / oh Casandra, fueron los únicos capaces / de descifrar mi porvenir siempre trunco”.
Entre tantos otros, entonces, recorren también estas páginas Baremboin, Schumann, Beethoven, Schönberg… Y así Antes que los labios deviene un entramado de ideas, formas, objetos, personajes, textos e intertextos; tejido lúcido de claridad conceptual y golpe lírico. De Esquilo a Shakespeare, de Virgilio a Borges, junto a Balzac, Eliot, Pessoa, Joyce. Casi no han quedado invitados por acudir a la cita.
También son múltiples los escenarios: Gaza, Auschwitz, México, Japón, El Congo, Angola, el Gran Chaco donde los tobas rozan la extinción.
Porque a su vez el exilio recorre la poética de Espejo; el destierro hace mella e inaugura el viaje; y es que desde el comienzo, desde las mismas “Plegarias nonatas”, este libro es una invitación a andar: “mucho antes que Atocha tocara los labios para musitar una plegaria / mucho antes / de la feroz determinación del caminante / marcando pasos en rumbo incierto / dedos transformados en cirios / me encontraba entre Lisboa y Salamanca / todavía lejos de lumbres / desgarradoras / junto a emigrantes portugueses / fervorosos en tránsito / junto a aquellos otros del pasado / rumbo a Santiago / ignotos y esperanzados / haciendo su peregrinación / al alma propia…”. Y así el camino se multiplica, lleva a Munchen, Frankfurt, Hamburgo, Moscú, Pekín (“o Beijin, según el gusto”), con la “resignación con que a veces el hombre / urde sus viajes / y acepta su destino entre los rieles”. De este modo, el poeta inaugura su libro en la tragedia de Atocha, y habilita el terror de que “no es necesario partir / para encontrar la desolación y el esplendor del destierro”.
El poeta sabe del exilio, ha recorrido sus tierras; sabe de la pérdida, de la sombra, del abandono: “… el principio de orfandad de San Martín y de otros marchando lejos de cualquier patria y hogar / de cualquier marca o nacimiento”. Se atreve incluso a concluir: “quizás al hombre le sea necesario cultivar el exilio para / entender la pertenencia”. Y es esa misma orfandad la que lame el polvo del exilio, “su oculto elixir”.
Pero el abandono se presenta en el ancho universo poético de Espejo también de un modo radical y definitivo: la muerte, ese inevitable originario, ese porvenir inexorable. En la creencia de la muerte como pura partida, olvidamos su fulgor, el nacimiento invisible que toda muerte señala. Pues es también la muerte búsqueda de la totalidad: “sólo una vez seré todo / sólo una vez moriré y esta disolución, este desvanecimiento, será / también y de pronto las incontables veces que el hombre ha / nacido / o acaso / simplemente / será/ la prefiguración del instante final donde nuestra especie borrada / por el viento estelar y su propio fuego habrá cesado de / deambular exhausta sobre la corteza terrestre”.
Así la gran dama se erige también como lascivia, como lujuria, pues qué sería de nosotros “sin una danza macabra de vez en cuando / con el tibio cadáver extraído de un corazón de vidrio?”.
Hay un balbuceo que recorre las páginas de Espejo, esa palabra inicial que es el magma del poema, la creación al amparo del instinto, de la carne, madre Tierra, amor. Pues en el origen también está el amor, la pérdida de la conciencia, del tiempo, la vida al margen, lo impronunciable, la lengua, la comunicación, “la incauta fatiga de ser o de estar en el otro”. Y está, claro, la familia. Conjugan estas páginas también el entramado de una institución familiar que pulsa por sostener un orden: una criada arrastrada de los cabellos, transformada en Gorgona, por una madre que busca enseñarle al poeta que “nunca hay para uno / un lugar en el mundo”.
Así, madre, padre y hermana se vuelven parte de esta constelación, presencia, luz y desconcierto donde el escepticismo puede incluso ser tributo, inmensidad, trashumancia. “¿O me encontraría acaso en el pedido que me hiciera mi madre antes de partir, incitándome a una plegaria aun cuando yo no creyera en trascendencia alguna?”.
La poesía es memoria en la que resuenan las palabras de una madre dichas a un coronel aquel julio del ’76: “Sí lamento que nuestro país esté gobernado por forajidos / y no me importa que al salir me aplaste un auto”. Y es también denuncia, “hubo un tiempo en que la palabra era el arma que nos habían dejado”. La poesía nos devuelve a la propia desnudez, arroja preguntas al centro del lenguaje y señala también “la rotunda verdad de lo ambiguo y lo relativo”. El poeta declara “las cosas son y no son”, “… conviven con nosotros en el laberinto y su sombra / de la misma forma que lo crudo existe en lo cocido / lo visible en lo invisible…”.
Frente al espejo de la palabra aparece a su vez, en Antes que los labios, una esfera política del arte: “El poder ejerce su influjo de mareas, el sello de la luna / mientras el sofista expulsa de su mundo a los poetas / custodios de palabras que no valen ni un denario / para consagrar el destierro nel mezzo del cammin di nostra vita / y delinear las celdas de los prisioneros de la gran caverna”. Se trata de una resistencia al vaciamiento del lenguaje, al pensamiento falseado, al maniqueísmo.
Y sin embargo, poesía y profecía son una misma cosa; y sin embargo, “no es tarea de poeta volverse embajador / ni diputado ni concejal ni comisionado tuerto”. No es ese deber del poeta, no es deber de la poesía, que puja por una representación del mundo y es “caverna de alumbramiento / no construye nada / no es un arma cargada de futuro / ni una daga bajo la capa del moro…”.
Así, a lo largo de estas páginas nos adentramos en un tiempo otro donde el poeta va a los tumbos por el laberinto del arte: “o por ese otro laberinto que es / mi plegaria errante / mi desierto: / la escritura / a secas”. La imposibilidad de la escritura es también materia, pero el poeta no cesa de rezar ante el altar vacío, pues allí reside la magia, el acto poético de la creación misma, el consuelo ante lo inexpresable, que manda a buscar respuesta en “la biblioteca de Babel”, “y si ella fuera insuficiente, en las llamas de Alejandría”.