Suena el celular. Son las once de la noche. Cierro la canilla de la cocina y voy a atender. Es mi ex. Hablamos largo. Nos ponemos al día con nuestras vidas. Es sábado. Parece que ninguno tiene previsto “salir a romperla”.
Cuenta que está viajando mucho por trabajo y que hasta antes de hablar conmigo despejaba el living. Finalmente se decidió a contratar a un pintor. Cuando vivíamos juntos lo habíamos pospuesto muchas veces. Decíamos que nosotros podíamos encargarnos.
Un día tomamos impulso y lo intentamos. Empanada en polvillo, manchas de pintura y transpiración, subía, bajaba, corría la escalera y le daba duro al pincel. Me movía con la sensación de que si paraba un segundo no podría retomar el trabajo. Y estaba ansiosa por verlo terminado.
Él, en cambio, pasaba la mayor parte del tiempo contemplando la pared que le tocaba pintar: con el peso del cuerpo reposado en una pierna y una copa de vino en la mano exhalaba humo lentamente, y miraba, solo miraba.
Me exasperaba verlo. Pero decía que buscaba grietas, que había que hacerlo bien. Yo iba por la segunda mano de pintura mientras él seguía con el enduído.
Después llegaron sus amigos con cervezas. Los había invitado. “Para que nos ayuden”, dijo. Se sentaron en el patio. Me bañé y salí para no matarlo.
Volví a la noche. Su pared seguía a medio terminar y él había dado por concluida su jornada de trabajo. De los cuatro frentes logramos cubrir sólo uno y medio. Y no, no formábamos un buen equipo. Pero todavía no lo sabíamos.
Mientras lo escucho recuerdo los agujeros que quedaron en la pared del cuarto tras mis torpes intentos de colgar unos portarretratos con fotos que nos habíamos sacado una tarde de verano. Opino que “en realidad” le conviene arrancar por ahí.
Levanto la vista y el vidrio de la ventana me muestra reflejada en mi nueva cocina. Tomo consciencia de mi intromisión en su vida, en su casa y en su habitación. Repite que arrancará por living y que el cuarto dejará para el final. No insisto.
Me cuenta de los dos perros. Los imagina desconcertados con sus viajes. Les dan pena. Teme que se sientan abandonados. Como los encontró en la calle, supone que pasaron por una situación semejante y que cargan con algún trauma.
Cuando estábamos juntos, los perros me daban celos. Todas las sobremesas después de la cena les pasaba un algodoncito húmedo por los ojos para limpiarles las lagañas, los cepillaba, les hacía la “cama” y los acostaba. Me parecía que los quería más que a mí. Yo ocupaba el tercer puesto.
Éramos como esos matrimonios de muchos años en los que la madre está totalmente abocada al cuidado de sus hijos y el marido, harto de sentirse desplazado. Pero en nuestro caso los roles estaban invertidos: yo era el marido y los perros, los hijos.
Le digo que pienso escribir un blog con mis andanzas de soltera.
—Ah… Qué bueno… —se oye indeciso.
(Silencio)
—…Imagino que no me vas a nombrar, ¿no?
—Y… capaz que en algún post aparezcas.
— ¿Cuándo hables de tu ex?
—Sí…
(Silencio)
—Bueno, pero no escribas mi nombre y apellido.
—No, claro que no.
—Está bien, entonces.
(Silencio)
—Avisame cuando arranques, así te leo.
—Bueno
Me recuerda que en la casa todavía quedan algunas cosas mías, pero dice que puedo dejarlas el tiempo quiera. Nos despedimos.
—Linda charla —concluye.
Siento ganas de abrazarlo, de estar ahí. No como novia, sino como yo. Al fin y al cabo enfrentamos la misma tarea: reconstruirnos. Ya sacamos los cuadros de los lugares con agujeros y ahora nos resta reparar las grietas.