Estoy tirada en el sillón del living, hundida en el cuero. Me gusta esta sensación, aunque no los días de calor. Hoy el clima está perfecto. Creo que entiendo a los perros cuando buscan ovillarse en su hueco. Pero yo estoy estirada. Mi cuerpo atraviesa todo el largo del futón. Desde esta pose veo mis piernas blancas en contraste con el rojo de las uñas de mis pies.
Apoyé el control remoto de la tele sobre mi panza porque mis manos están ocupadas. Con una sostengo un tubo naranja de papas fritas y con la otra como. No tengo problemas de peso, pero podría. Especialmente ahora, digo, que estoy sola…
Soy una convencida de que la soledad también puede engordar y no sé por qué se tiende a considerar sólo el punto de vista contrario. Se habla mucho de que tanto hombres como mujeres se ensanchan cuando se casan. Y, en la mayoría de los casos, es verdad. Aunque si hilamos finito se podría decir que cada vez menos, ¿acaso tenga que ver con que las vacas ya no se dejan atar con tanta facilidad?
Es verdad que cuando se está en plan de conquista uno tiende a cuidarse más. O al menos imagina que a partir del lunes empezará con un plan alimenticio y una rutina de ejercicios que transformará al cuerpo en una buena carnada, capaz de atraer a todas las presas que andan dando vueltas.
Pero no deja de ser sólo una fantasía que se presenta como la gran estrategia para alcanzar la felicidad. Me refiero a la más banal, a la de todos los días, a esas sensaciones que por un ratito activan la piel y despiertan los sentidos, y vuelven a ese día diferente a los demás.
No, no hablo del gran bienestar zen, sino de esos momentos que entusiasman, que pueden desatarse con una cita, un cruce de miradas o un simple histeriqueo (Y ahí estábamos, en medio del pasillo, más cerca de lo necesario. Comentando desinteresadamente sobre el cambio climático y, con cierto descaro, siguiéndonos el movimiento de los labios. Deseándonos).
El problema es que el plan, para funcionar, necesita ser implementado. Y en ese intento aparecen los problemas, porque vienen las noches solitarias, los días eternos, las lluvias, los fríos, los amigos o amigas con otros compromisos (“Esta noche, cena con mis suegros. Sorry”), el silencio, la soledad, el teléfono que no suena y los mensajes (“Hace una semana que tengo insomnio. Me acuerdo que vos también tenías…”. Y nada. Silencio) sin respuesta.
Entonces, cual superhéroes dispuestos a salvarnos de la desgracia, hacen su entrada triunfal los carteles luminosos que anuncian “kiosco”, “Heladería”, “Almacén”, “Supermercado” o cualquier reducto que albergue en su interior una variedad de delicias hipercalóricas, saturadas de grasas trans, dispuestas a deleitarnos de placer instantáneamente, con solo desembolsar unos pesos y abrir el paquete.
Y acá estoy, llenándome de las peores grasas y, probablemente, a poco de tener que empezar a ser simpática. Porque, a no engañarnos, la buena comida es rica y tiene su encanto, pero en las horas solitarias, que se pasan sobre el sillón con el control remoto en la mano, los alimentos “chatarra” se convierten en el mejor-peor aliado.