En 2010 preparábamos el primer número de una revista de papel -para presentar a financiación- que finalmente no prosperó. Sin embargo, aquel proyecto nos dejó una experiencia memorable.
Todavía el furor zombi no había terminado de estallar, y decidimos armar un dossier entorno a esa figura. Se nos ocurrió pedirle un cuento a Lai. Entre los que participábamos del proyecto, juntamos un dinero y lo llamamos. Concertamos una cita. Nos recibió en su departamento de la calle Calasanz, rodeado de sus animales, envuelto en el vaho de infinitos cigarrillos y tapado de papeles y libros -todos ellos forrados en papel madera-. Llevamos unas cervezas y conversamos largo rato. Entre otras cosas hablamos sobre el acto creativo, la vocación y el sentido. Sus palabras calaron hondo. “Escribir es como ir a la guerra, es como tirarse desde un avión sin estar seguro de tener puesto el paracaídas”. Lai hablaba con la profunda convicción de quien ha sabido delinear su propio camino a base de esfuerzo y tozudez, y transmitía una pasión conmovedora.
A las dos semanas nos entregó este cuento, que años más tarde fue publicado, como uno de los inéditos, en el volumen de ediciones Simurg que reúne sus cuentos completos, y que ahora, con emoción, queremos compartir.
Conde, mostro, maestro, Lai… Gracias!
Roxana Artal y Damián Blas Vives
Un club inglés (No somos misóginos)
Nuestro club se dedica a innumerables actividades filantrópicas, que no son una fachada como algún mal intencionado podría decir. Nos interesan, particularmente, las costureritas que dieron el mal paso. Las tenemos a todas reunidas en un gigantesco loft, con guardias de vista para evitar que estas pobres chicas, en su confusión, vuelvan a pecar. Cada una tiene su camita, su televisor (pero no internet, cosa de evitar que se comuniquen con el exterior), y comen cosas riquísimas a fin de que: se pongan lindas, gorditas y de grandes tetas. Como no tienen nada que hacer algunas llegan a engordar hasta diez kilos.
Todos los días son sometidas a un baño colectivo con agua tibia y nosotros las miramos y filmamos a través de vidrios polarizados. Ellas, por supuesto, no lo saben. Esto no se hace por morbo o inquietudes desviadas sino a los fines de la contemplación estética.
No somos misóginos.
Algún erróneo podría decir: ¡pero esas pobres chicas son prisioneras! Sí y no. Se las aísla para evitar que sus ex seductores accedan a ellas para pegarles una repasada.
No obstante todas nuestras precauciones, el promedio de embarazos entre estas muchachas es altísimo. Cosa inexplicable, por cierto, ya que sus guardianes son insospechables. Como que somos nosotros mismos. Incluso yo, pese a mis agobiantes tareas administrativas en el club, hice de cuidador varias veces. Estaba particularmente encariñado con una chica desvalida y tetona. Las mujeres de mejor raza son aquellas que han perdido la autoestima. Basta una mínima presión para que accedan a cualquier cosa. Siempre dentro de lo honesto, naturalmente.
No somos misóginos.
También mi gordita quedó embarazada, ignoro por qué. Este último suceso me movió a pedir una reunión urgente en el club. Era cosa clara que debíamos terminar con el molesto problema de los embarazos. Di por supuesto que mi gordita iba a ser exceptuada de toda medida extrema por ser yo el presidente. Me equivocaba, por cierto, pero por fin comprendí las buenas razones de los otros para ser tan totalitarios y estrictos. Por unanimidad decidimos entonces matarlas a todas y transformarlas en zombis. Que continuaran los malvados (quienquiera éstos fuesen) haciendo sus fechorías. Total las muertitas no quedan grávidas.
Pero había otra razón para obrar así. Todos nosotros fuimos abandonados por nuestras novias, amantes y esposas. A mí, por ejemplo, me dejaron M. M. y F. Entre muchas otras de menor importancia, claro. Pero como ninguno de nosotros es misógino jamás las culpamos. Las mujeres han sido mucho más castigadas que nosotros (principalmente por sus madres). De aquí todas las distorsiones amorosas consiguientes.
No. La idea era matarlas por su propio bien. Otrosí, en la nueva existencia (o, si se quiere, inexistencia) que iban a transcurrir, ya no sufrirían dolor alguno, los malos pensamientos no iban a atormentarlas, etcétera. Nosotros, por nuestra parte, por fin tendríamos esposas seguras que no nos abandonasen. Caminarían desnudas por nuestro club, sirviéndonos de rodillas, invierno y verano. Es fama que las muertitas no sufren ni el frío ni el calor. No solamente no somos misóginos sino tampoco celosos (salvo excepciones), de modo que el intercambio de parejas sería algo común. Mi gordita, por ejemplo, a quien hice mi esposa, pasó por las manos de todos. Y, es lógico: la belleza se impone.
Pero debe quedar clara nuestra falta de egoísmo. Como parte de la tecnología de su construcción, cada zombi recibía una suerte de gratificación psicofísica. Bastaba decirles la palabra «Ahora» para que en el acto tuviesen una actitud nerviosa, un sacudimiento emotivo, muy parecido al orgasmo. Y tal vez lo era, quién sabe. ¿Conoce acaso uno la totalidad de los misterios del Universo? Ni por asomo.
Por suerte existía entre nosotros un mago y científico llamado Simón Joyce, Dr. en Zombis, recibido en el Politécnico Esotérico de la Facultad de Muertitas Exactas, de la ciudad de Puerto Príncipe, Haití.
El Dr. Joyce debió trabajar horas extras para transformar a todas nuestras costureritas (téngase en cuenta que sobrepasaban los ciento cincuenta ejemplares). Algunos (yo, incluso, como ya adelanté) habían cometido el error de enamorarse de las chicas cuando estaban vivas. Pero la mayoría se impuso y fue implacable: la zombificación para todas, te guste o no.
Después los disidentes lo agradecimos: el amor causa dolor. Es darle a la mujer un poder que ella no sabe usar y que, por lo tanto, usa mal.
Pero como no somos misóginos el tránsito se efectuó con la menor molestia posible para ellas. Incluso, algunas, creo que no se dieron cuenta. ¡Y qué lindas y perfectas quedaron! Sólo decían, cada tanto, «¡Oooggh..! ¡Oooggh..!». Y sacudían los bracitos y las tetas.
¡El ideal!
Y no somos misóginos.
Pero de todas maneras, a veces, ocurría algo. Las predilectas, esas a quienes más se les hacía el amor colectivamente, eran las que primero aburrían. Entonces se proponían para un asado. Aquí las opiniones estaban divididas. Algunos eran del criterio de cocinarlas algo así como vivas, sin importar los alaridos. El motivo no era ciertamente la crueldad sino uno más que atendible. Estos seres, cuando son despojados de su casi vida y se los asa definitivamente muertos, pierden su bouquet. Pero yo me opuse por razones humanitarias. Ordené meter en los cerebros de las muertitas dispositivos anti-zombi para desconectarlas.
Incluso se metieron con mi muy amada gordita (esto gano por ser generoso). Vinieron a decirme que estaban hartos de ella y la proponían para el próximo fin de. Yo me opuse porque soy muy firme en mis afectos. «Que vaya a votación», me presionaron. Pero yo hice valer mi autoridad de Jefe: «No va a ser así y por dos razones: primero soy el Presidente, pero lo más importante es que ella es mi chica». Refunfuñaron, pero viéndome en mi última palabra y, adivinando, que incluso recurriría a la violencia física aunque me costase la vida, desistieron.
¿A que no adivinan cómo se prepara a las descartaditas? Se las carnea. De aquí se sacan chinchulines, tripas gordas, fetas de riñoncito e innúmeras otras achuras como chorizos cosher y morcillas. La parte principal, por supuesto, es el asado de tira. Además tenemos un cocinero gordo, japonés (miembro del club), cuya especialidad es el sushi de tetas. Esto reemplaza, con ventaja, a las clásicas ensaladas. No hay cosa más linda y rica en el mundo, que tomar con palillos uno de esos cilindros de arroz. En su interior tienen vegetales y fragmentos de teta cruda, que no tiene grasas tóxicas y, por lo tanto, uno no debe temer al colesterol. Luego dicho cilindro se sumerge en una mezcla de guasabi, jengibre y salsa de soja. Exquisito. A mí que me den tetas. Ustedes pueden guardarse sus salmones.
Y no tengo más para decir de mi club, salvo que no somos misóginos. Hemos conseguido para nosotros una porción de felicidad; también nuestras muertitas animadas subsisten en una condición muy superior a la que tenían siendo costureritas. Eso sí: hay muchos desviacionistas ocultos aun entre nosotros. La vigilancia, la ley contra vagos y maleantes y el orden, no deben abandonarse jamás. Como dijo Franco: «No se os puede dejar solos».