Una libélula puede vivir más de un año, pero como adulta su vida se restringe a lo inmediato. Paradójicamente, como esa respiración imperceptible de la que el hombre no se percata, también la vida humana esta adherida a la misma inmaculada totalidad. Antiguamente se decía que las libélulas trasladaban el mensaje de los Dioses, y que una vez transmitido su vuelo se apagaba instantáneamente. El grupo de rock japonés Kagerou (literalmente, libélula) tomó este nombre como un chiste negro por la enfermedad coronaria padecida desde la infancia por su frontman Daisuke. La broma tuvo, como toda promesa, fragmentos de belleza.

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La vida de una libélula previo a la adultez puede demorarse, extenderse, pero ya adultas su existencia se adhiere al borde del instante. Durante el húmedo verano japonés, aquí, es muy común ver libélulas alrededor de grandes procesiones de hombres trasladando una capilla de madera con detalles dorados labrados, algo como un trono. Omikoshi es su nombre y es el vehículo para transportar a un Dios.

Llegue a Japón hace muchos años. Al principio, me alojaba en una modesta pensión de Nishinippori con un canadiense y con un inglés. El primero, alto y campesino, había trabajado en el interior de Canada en una estación de servicio exitosa y era casi millonario, el segundo había vivido gran parte de su vida en Sudáfrica, detestaba a Inglaterra y era alcohólico. Sus rasgos me recordaban al actor Liam Neeson. Me vestía de traje por las noches y viajaba en el expreso nocturno hasta Yokohama para negociar autos usados que serían enviados a la zona industrial de Iquique para ser renegociados. El ingles, Andy, solía tomar ukon, un preparado japonés a ser ingerido de antemano a beber alcohol en grandes cantidades para permanecer sin alteraciones. Era el gran producto de lo referido al otsukiai, es decir la relación mandatoria entre subordinados y jefes quienes bebían este producto en karaokes a fin de soportar la bestial ingesta alcohólica por parte de superiores en reuniones laborales obligatorias. Una tarde al llegar a la pensión luego de subir la angosta escalera alfombrada que se prolongaba hasta un tercer piso encontré a Andy como siempre, sentado frente al diminuto Tv rodeado de latas de Asahi y otras marcas de cerveza japonesa, había alrededor de once. Comenzó una diatriba en mi contra acusándome de haber movido de lugar una de sus cámaras antiguas, ese era su hobby en Japón, adquirir cámaras obsoletas a precios módicos, intento darme un golpe de puño muy fuerte y su mano quedo parcialmente incrustada en la pared. Esa noche mi jefe, salvadoreño, famoso por haber vendido miles de rodados, hasta un reikyusha, es decir, un coche funebre adaptado a una decoración tradicional japonesa, me vio tan blue que me adjudicó la venta de una auto deportivo sin que yo haya intervenido en tal logística. En sus épocas mas tempranas había sido amigo de pandilleros de algunas maras, posteriormente debido a que su padre, un diplomático japonés lo encaminó terminó encontrando su destino como yo, en la isla. Tenia el rostro achinado y de vez en cuando se colaba una pepa, me hablaba de literatura salvadoreña. Le agradecí sus gestos y de repente pensé que vivir la vida era como labrar un relicario, uno que en verdad ya se encuentra dentro de la madera con todos sus trazos, grabados, y esculpidos relieves y formas, y tan solo se deja desnudar por el artesano tallador. El staff nativo de la noche me contaba anécdotas de su peor época estudiantil, la de cortabrazos. La angustia japonesa de los adolescentes del 2000 se retrató en una canción, era de Kagerou, se llamó «Wrist Cutter». Las noticias japonesas cubrían un fenómeno social entre los adolescentes, el de rajarse el antebrazo con una navaja hasta dejar una cicatriz inmensa e imborrable; «Lo hacemos para sentirnos vivos» decían por Tv. Las cicatrices que pude ver en el antebrazo de una muchacha japonesa rubia y delgada con la que intercambie poemas una tarde, me había parecido el vislumbre de una escultura que parecía ya haberse encontrado dentro del bloque de madera, en este caso, su brazo. Hasta una cicatriz puede lucirse; todo tiene su belleza. Kagerou con su canción «Wrist Cutter» retrató este fenómeno poco popular en los medios internacionales que mas explotan el lado oscuro de Japón, ridículamente. A través de una canción, el poeta expuso la angustia de una generación, que no era ni la de Finlandia ni la de México, como quien cantando a sus males espantase y por ende ofreciera tal dharani como método de defensa, alegato voyeur o material de utopía.
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En Argentina por diversos sucesos pude encontrarme con un seguidor de Kagerou. El había dado con un correo de mi parte publicado en una antigua revista que agrupaba a los entusiastas de la cultura japonesa pop. Casi me doblaba en edad y me comentaba que trabaja con pirotecnia en Jose C. Paz, con el paso de los años había dejado de contemplar el cielo en gesta nocturna, para ver los propios lanzamientos por los que era contratado. Sus ojos se habían dañado levemente en una explosión y al lanzar los cohetes pirotécnicos le llegaba mas profundamente la voz de la gente suspirando y los espíritus de la noche, exclamando alguna sorpresa por los fuegos artificiales en el cielo, que el no miraba ya que se quedaba mirando hacia el piso. Como el poema que dice sin decir, me dijo una noche que decían que Daisuke había muerto y pensé que su música había sido como los fuegos pirotécnicos que este hombre lanzaba y sin embargo, desistía de ver. Eran flores en la noche de la soledad del alma, completamente hundidas en la oscuridad. La canción no por no lamentar la promesa que nunca existió deja de haber creído en su posible y frágil existencia. Mediante solo este texto, quizá he sentido la necesidad de movilizar lo que respecta vislumbrado en torno a la gracia que esmeró su arte y luz. La pirotecnia de su alma. Sus canciones, poemas, fueron extrañas exuvias que dejó sin vida alguna, tesoros de extraña belleza.
Yubikiri en japonés significa promesa, una que se hace entre niños entrelazando los dedos meñiques de ambas manos, y como toda promesa va troquelando sueños e inocencia, imbuyendo la vida en past tense y advirtiendo: y quien la rompa que se trague mil agujas. He intentado acaso, trasladar una memoria sobre Daisuke para dejarla en un escrito recordando por debajo de la mesa el entremés de mi vida: un viaje hacia ningún lugar. Sobre su incalificable arte, como si del traslado de un palanquín se tratase (muy acorde a esta época del año, sintiendo hoy las voces de quienes los acarrean coreando hasta desde dentro de mi oficina, un fin se semana en Shinjuku) cargando el peso de la enorme barra de madera sobre mi hombro, trasladando el relicario que tallamos, con certeza sabiendo que sus reflejos dorados en la lejanía, invitarán a frágiles númenes.

Sobre El Autor

Ex docente FFyL UBA; Traductor en Japón desde 2007.

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