Novela corta o cuento largo. Microrelatos o testimonios emocionales. Relato autoreferencial o diario tardío. Poco importan las distinciones genéricas. No es este el espacio que deseo utilizar para describir Una vida más verdadera de Inés Garland (1960), su último libro.
En el trabajo literario reina un orden, una estructura clásica que la autora maneja con precisión y permite al lector estar cómodo y no inquietarlo en el proceso de lectura. La novela tiene raíces en el pasado, en un tiempo recapturado y sublimado, atado a una adolescencia tardía y conectado con otros procesos, con varias historias ocultas que en rigor no son otra cosa que destellos que quieren parecerse a la vida. Garland no cae en la improvisación, en el facilismo de la crónica escrita para una revista del corazón; este relato tampoco es un chispazo genial, pero cuidado, hablar del amor no es anecdótico, es declarar un “estado de ánimo” y si se me permite, un “retrato”, un corte transversal de nuestra historia, carnal y visceral que no todos se atreven a revelar.
Garland habla en primera persona, se confiesa, se autorecrimina y nos presenta a P, así, a secas, que puede ser Pedro, Pablo, Patricio, sería interminable suponerlo; quien después de treinta años de ausencia y gracias al fenómeno espiritual de Facebook se reencuentra con aquella adolescente de 13 años que nunca olvidó. Él por entonces acusaba 18. Nos ponemos a hablar y siento que estamos retomando algo que apenas ayer nos quedó por el camino. Legitiman lo prohibido sin privarse de nada. P. está casado, tiene cuatro hijos y una esposa complaciente. Es una mujer sin complicaciones, dice él. Aparecen los miedos, las represiones religiosas, la iniciación sexual y el permanente deseo y la culpa. Es difícil hablar de él cuando lo único que quiero es besarlo. Habla P con toda su fuerza: “Te quiero desnuda, vestida, en bata, con mini, callada, hablando, cocinando, en bici, a pie”. Ella reflexiona: Puedo llorar mirándolo a los ojos, un llanto como una ofrenda. También lloro de gratitud.
El relato siempre está al borde de un previsible fracaso porque los permitidos son vividos con un aquí y ahora melancólico. P no está dispuesto a dejar su familia para vivir un gran amor, ese amor pendiente, ese fuego de arrebato juvenil. Está cómodo con la trampa, con la infidelidad, con el engaño. Ella lo acepta, sabe que las reglas del juego son así y apuesta al momento. No quiero que me hable de ella. No quiero nada de ella. No quiero saber cómo es con él, si hacen el amor o no lo hacen. No quiero pensar en ella. No quiero ni tenerle celos ni odiarla. No quiero compararme con ella. En medio de la aventura les pesa la cruz: A los dos nos educaron con el pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión. Él va a misa todos los domingos, como el padre.
Llega la tormenta y el cielo oscurece: Ella no sabía que él y yo nos veíamos. Ahora lo sabe. Ante la revelación todo silencio. Ella le hizo jurar que no se va a acostar conmigo. Le dio permiso para verme siempre y cuando no se acostara conmigo.
Se caen los frutos del árbol de la felicidad, el amor no es misterio y el deseo se parece a una rosa marchita. P seguirá siendo el padre impoluto, su mujer una buena señora, los hijos un ejemplo. Ella se quedará con la playa desierta y el horizonte infinito, el mismo que a los trece años lo tuvo más cerca que nunca.
¿Cómo fue tu adolescencia y dónde transcurrió?
No la pasé bien en mi adolescencia. Quería ser adulta y me sentía incómoda con la gente de mi edad. No entendía los códigos, no me sacaban a bailar en las fiestas, era acomplejada. Iba a un colegio de monjas en Vicente López, pertenecía a un grupo social reducido y frívolo. Ya escribía, leía mucho y cuestionaba todo demasiado. Visto de afuera, o en retrospectiva, era todo muy glamoroso y podría haber sentido gratitud por el bienestar, por los lugares a los que iba de vacaciones con mi familia, por la abundancia, pero estaba preocupada por saber quién era y por entender la vida, el amor, fundamentalmente. Una ridiculez de pretensión que acarreaba desde la infancia, que todavía acarreo.
A manera de memoria: ¿Un film, una canción, un boliche, un perfume…?
Mi dulce prisionera. De quererte así, de Charles Aznavour. Experiment. Metal, de Paco Rabanne.
¿Cuánto de autoreferencial tiene Una vida más verdadera?
Yo qué sé. Todo. Y nada. Hablo de mí cuando creo que hablo de muchas otras personas. Busco en mí, en mi mirada sobre el mundo. Como dice Sharon Olds lo que escribo es «aparentemente personal». Pero manda el relato, lo que es necesario para decir lo que descubro, en algún momento del proceso de la escritura, que quiero decir.
La novela está atravesada por un hilo de acero: La religión católica. ¿Qué tanto peso tiene en la vida de los protagonistas?
Tiene el peso que tienen los mandatos, la educación católica es fundamental en la manera en que se estructuró la visión de la vida de los protagonistas. La religión católica es de esas cosas que andan por el borde entre lo profundamente verdadero y la hipocresía más aberrante. Eso es lo que la hace tan complicada.
El sexo es otro de los fantasmas, esa carga explícita queda bien reflejada en la esposa de P cuando permite la relación pero no el sexo.
No veo el sexo como un fantasma. Lo veo como el lugar de encuentro más poderoso entre ellos, el lugar de la entrega más profunda y verdadera. El sexo entre ellos va más allá de las convenciones y de lo conveniente. Es una fuerza vital, un misterio, los excede totalmente. La esposa de P. lo sabe, lo sabe inconscientemente, como se saben tantas cosas. Por eso lo prohíbe. Por eso lo reprime la religión católica, porque es un lugar sagrado, como dice la protagonista. Un lugar de poder propio.
El poeta Efrain Huerta dice en uno de sus versos: Voy a tu lado, amor, / como un desconocido. ¿Acaso sea el retrato de P.?
No me parece que P. sea un desconocido para ella. Lo conoce en lo esencial y eso es lo que le cuenta al lector. Lo mira y lo que tiene ella es, en todo caso, un desconocimiento fecundo. Pero lo complicado es la mezcla de conocer a alguien tan profundamente y a la vez tener que aceptar que un otro es un misterio total. Eso también está en la novela (o es lo que quise que estuviera, en todo caso).
Dejo para concluir una reflexión de Una vida más verdadera: La soledad mía estuvo antes de él y después de él, siempre. ¿Éste es el final?
No creo que ese sea el final, aunque probablemente sí sea la conclusión, la respuesta a todas las preguntas que ella se hace. Yo no sé lo que va a ser de ellos, no creo que P. esté «cómodo con la trampa, con la infidelidad, con el engaño», como decís, creo que esos son los pensamientos que tenemos para facilitar las cosas. Ninguno de los dos está cómodo, la protagonista oscila claramente entre el deseo de satisfacer su deseo (o su necesidad) y dañar a otros en el camino o renunciar a él y a lo que para ella es una verdad. Está llena de contradicciones. Él también, o así lo pensé yo. No es fácil. Ella misma reconoce la violencia que se haría él a sí mismo si dejara a su mujer. Pero su mujer tampoco es «una buena señora» ni sus hijos «un ejemplo», son todos fallidos, todos humanos. No quiero adelantar el final, pero para mí el final es una enorme pregunta. De hecho el libro entero es para mí una cantidad insoluble de preguntas. ¿Quién es el otro? ¿Quién soy yo con el otro? ¿De dónde viene? ¿Por qué me lo crucé? ¿Por qué amamos a alguien? El odio ¿es la contracara del amor? ¿O la contracara del amor es el miedo? Y por último: ¿Qué es el amor?