En la poética de Óscar de Pablo la oralidad es materia que pulsa desde los orígenes, revelación de un mundo en el que pasado y presente se entrelazan, pues no es posible concebir la historia sino como un presente continuo y vivo. De este modo, todo mito se vuelve permanencia; así, los dioses del México antiguo dialogan con la contemporaneidad: “Es el círculo interno de nuestra cultura, cultura del infierno. Mictlantecuhtli reina en este emporio…”, o “Tlazoltéolt te espera en la estación”. El poeta desacraliza aquello que se hizo para “ser ajeno y sagrado” y usa sus propias armas verbales para elevar la denuncia: “La Sala de Usos Múltiples Herón Proal, antes Salón / Valhala, lleva ya un largo tiempo desbordada / y ya no cabe un alma. Caer en la batalla / debe ser harto incómodo. Pobres de nuestros muertos”.

De Pablo (México, 1979) milita desde los dieciséis años “en un pequeño grupo marxista, trosko, muy radical, muy puro y muy ortodoxo” con el que actualmente sigue colaborando, y asume que su visión del mundo y la poesía está profundamente atravesada por esa experiencia. Historiador amateur, según se define, desarrolló a lo largo de 2010 el trabajo La relojería: Diccionario biográfico de la izquierda socialista del siglo XX, publicado por entregas en la revista Memoria.

Es autor de Los endemoniados (2004), Debiste haber contado otras historias (2006) y El baile de las condiciones (Conaculta, 2011; audisea, 2016), entre otros libros de poesía; y de la novela El hábito de la noche (2011). De la materia en forma de sonido, publicado en México por el Instituto Literario de Veracruz S. C. y el Consejo Nacional para la cultura y las Artes (Conaculta) en 2015, llega este año a la Argentina gracias a la labor editorial de audisea.

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Por este / cielo beige / no vuelan pájaros”

¿Dónde encontrás los orígenes de tu escritura?

En mi vida como en la vida de la especie, el habla antecedió a la escritura. Para mí el disfrute del lenguaje y sus hallazgos no fue nunca un hecho solitario ni se circunscribió al papel. Tengo un hermano gemelo con el que siempre compartí los libros, libros que primero nos leía mi madre y después nos leíamos mutuamente. Las ideas literarias me entraron por los oídos antes que por los ojos. La página escrita nunca fue para mí sino una partitura muerta, que sólo cobraba vida cuando un intérprete la lee, la convierte en sonido.

¿En qué se diferencia la materia poética de toda esa otra materia que nos rodea?

Esa “otra materia que nos rodea” está llena de cosas fascinantes, y la poesía no es más que un modo de apreciarlas. Es más una ventana que un espejo. La poesía me interesa como instrumento para conocer el mundo y acaso para transformarlo. Amar la poesía y despreciar el mundo sería como amar la biología y despreciar la vida. En todo caso, la diferencia entre la poesía como género y otros fenómenos linguísticos está en el grado de concentración de la consciencia formal, nada más.

Venga, gentuza horrorosa. Venga, sí, gentuza, gasta / la pasta terrosa y basta que rabia adentro reposa. Sácala / del centro y goza / del centro tuyo tu rabia, de mi arenga vulva y labia. / Venga, gentuza, la renga / marcha de los muladares: jadeante, puerca, renqueante, / con su escarcha de millares / de prostíbulos, de fábricas, de lúbricos lupanares…”. ¿Cómo trabajás el ritmo del poema? ¿Cómo se vuelve la materia sonido?

Trabajo el ritmo intuitivamente, pero sé que la intuición no cae del cielo. Se forma de algún modo. La lectura de la poesía en español fue decisiva, claro, pero hubo algo anterior a eso. Durante la adolescencia escribí la letra de un centenar de canciones para un amigo que tocaba la guitarra, y esa experiencia me enseñó los trucos de la métrica castellana –la sinalefa y compañía– antes que ningún manual viniera a ponerles nombre.

Hay una fuerte presencia bíblica en tu poética, ¿en qué términos concebís ese texto infinito?

Lo valoro en términos de una cultura común, una serie de referencias que la alevosa sociedad me sembró en el subconsciente antes de que pudiera defenderme, trauma que quizá comparta con algún infortunado lector. Además me gusta usar las armas verbales de lo sagrado contra lo sagrado mismo, vengarme de la enajenación religiosa arrebatándole su lenguaje, apropiándome de eso que se hizo para ser ajeno y sagrado, y así desacralizarlo. Por lo demás, haría falta estar sordo para no reconocer la belleza de la liturgia católica: esa literatura decantada por siglos de traducciones y repeticiones en voz alta.

También “el buen cristianismo” cala hondo en tu poesía: “Pero somos cristianos (pero somos cristianos aunque nos de vergüenza…”. ¿Cómo te llevás con las instituciones? ¿Y con la religión en sí?

La Iglesia Católica como institución humana –con sus obispos gordos y sus retablos cubiertos de oro– me parece un enemigo maravilloso y lleno de profundidad histórica. Es el villano perfecto. “La Infame”, la llamaba Voltaire con toda razón. No puedo negar que la echaré de menos cuando la hayamos arrojado al basurero de la historia. En cuanto a la religión misma, la de los millones de fieles, creo que ha sido por siglos una anestesia necesaria para sobrellevar el dolor de la vida. Personalmente, sin embargo, prefiero prescindir de la anestesia y empezar a pensar en el modo de hacer que la vida deje de ser el valle de lágrimas que el buen dios tenía pensado para nosotros.

En ciudades y aldeas, los que nunca pudieron, los miles / que murieron / en selvas, en desiertos, los millones de muertos / a los que fue imposible costear la cremación (quien no / puede pagar / su combustible / tampoco ha de pagar su combustión / son dejados al / Ganges milenario. Paciente, la corriente…”. Tu poesía es grito y es denuncia. ¿Creés en una función política del arte?

Nada humano le es ajeno al arte, y pocas cosas son más humanas que el poder. Habría que ser muy ingenuo para no reconocer que el arte –desde la epopeya de Gilgamesh hasta la saga de Crepúsculo– ha tenido siempre una función política. No es cosa de creerlo o no creerlo. Es un hecho. Curiosamente, esa función política sólo se cuestiona y sólo se llama “política” cuando es rebelde. Lo que no creo es que la intención ética o política del artista determine el valor ético o político de su obra. Tenemos derecho a aprender de la Ilíada, aunque su autor haya creído en la legitimidad de la esclavitud, tenemos derecho a aprender de Shakespeare, aunque él creyera en la legitimidad de la corona inglesa. Las leyes de Newton nos enseñan cosas sobre el mundo aun cuando su descubrimiento compartiera las supersticiones más ingenuas. Confieso que cada página del miserable reaccionario Vargas Llosa sacude mi consciencia más profundamente que toda la bienintencionada obra de Mario Benedetti, hecha para reconfortar al lector progresista en sus certezas.

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Contanos de tu militancia.

A los 16 años empecé a militar en un pequeño grupo marxista, trosko, muy radical, muy puro y muy ortodoxo. Creo que ingresar a ese grupúsculo fue la decisión más consciente, más libre y más ética que he tomado en mi vida. Todavía le consulto a ese adolecente que fui si estoy haciendo bien, todavía busco su aprobación. Por eso todavía colaboro con ese grupo, que sigue siendo tan exasperantemente puro como siempre. Y tiene razón. Por cierto, de la militancia obtuve mi visión del mundo y en cierto modo mi visión de la poesía. Pasar horas discutiendo cada palabra de un volante o un periódico, para que fuera verdadera y precisa, y luego llevar esas palabras tan minuciosamente discutidas a la puerta de las fábricas, con todos los gozosos riesgos y sacrificios que ello implica y sin preocuparse de si van a ser entendidas o no, formó mi poética.

En 2010 la revista Memoria publicó por entregas tu trabajo La romería. Diccionario biográfico de la izquierda socialista mexicana, ¿podrías comentarnos acerca de ese texto y su proceso de escritura?

Siempre he sido un historiador amateur y la historia de la izquierda de mi país, es decir, de nuestros desventurados ancestros, me interesa sobre todo. Es una historia oscura, con más problemas que glorias, por eso me atrae. Como siempre, escribo lo que me gustaría leer y nadie ha escrito. Ese diccionario lo redacté originalmente a modo telegráfico pero desde entonces hice una versión más analítica. Ahora estoy escribiendo una historia crítica de las primeras décadas del Partido Comunista Mexicano, que espero publicar al lado de la nueva versión de La rojería.

¿Cómo ves el panorama político latinoamericano hoy?

Nuestras clases dominantes y los gobiernos que trabajan para ellas nos están conduciendo alegremente a la barbarie. En Brasil han abolido la jornada de ocho horas. En México y en Argentina siguen desapareciendo jóvenes. Pero soy optimista. Dondequiera que vuelvo la mirada, veo hombres y mujeres luchando con abnegación, inteligencia y valentía. Ahora bien, eso no ha bastado ni bastará para cambiar el rumbo de la historia. Hace falta que esas luchas encuentren una expresión política propia e independiente: una dirección que persiga consecuentemente los intereses específicos de las y los trabajadores. Creo que el obstáculo principal para ello es la ideología del populismo nacionalista, hoy dominante en el movimiento obrero de toda América Latina. Hoy nuestro desafío es combatir esa ideología desde dentro de la lucha, sin adaptarse a los prejuicios de la gente, pero sin dejar de aprender de ella.

En la segunda parte del libro, “Dioses del México antiguo (coreografía cívica)”, traspolás la mitología mexicana a la ciudad y la realidad social actual, ¿de qué modo interpela y habita la tradición el presente?

Toda mi poesía está surcada por la historia, que siempre he tomado como un continuo vivo. No es pasado, es parte del presente. Generaciones de muertos marchan con nosotros y tenemos que cargar con ellos conscientemente, cariñosamente, sin dejar de discutir con ellos.

En esta esquina, con su pantaloncillo tricolor: la Poesía mexicana, el plumaje que cruza el pantano y no se mancha. Y en esa otra, sin calzoncillo alguno: el Pantano en persona. ¿Conocés el Pantano? Uno diría que sí: ya van doscientos años que empezó el primer round…”. ¿Cómo se organiza para vos el mapa de la poesía mexicana?

Creo que todo se torció cuando un señor llamado José Gorostiza escribió un poema llamado “Muerte sin fin”. Eran los años treinta y la pintura mexicana participaba desde la primera fila de una situación social sumamente dinámica. En cambio, Gorostiza estableció un léxico abstracto que parecía diseñado para separarse lo más posible de ese proceso. Más adelante, Octavio Paz retomó ese léxico y lo convirtió en canon. Luz. Agua. Transparencia. Y detrás de la transparencia, nada. Erotismo sublimado y política más sublimada todavía. Cardúmenes y líquenes en abundancia. Desde entonces, en cada generación surge un ala que intenta, con desigual fortuna, reintroducir la realidad en la poesía. Unos buscaron la vía de la taberna y el burdel, pero donde hay demasiada testosterona nunca hay demasiada inteligencia. Por otro lado, estaba Gerardo Deniz, que era un genio, pero un genio maligno que ningún mortal podía imitar sin convertirse en un snob infumable. Otros hemos buscado el sonido y la historia. También hemos aceptado el sentido del humor. De mi generación, los libros que más me interesan son La sodomía en la Nueva España de Luis Felipe Fabre, el más histórico y más político de todos, y Fiat Lux de Paula Abramo. Por el lado sonoro está Alejandro Albarrán, que acaba de publicar un librazo llamado Persona fea y ridícula. También me interesa cualquier cosa que hagan Maricela Guerrero y la estadounidense Robin Myers, que es mexicana por adopción.

¿Cuáles son o han sido tus referentes en materia artística?

Bertolt Brecht, por encima de todos, especialmente como teórico literario. Y Sor Juana, quizá la mayor inteligencia poética que ha dado mi país. Y Roque Dalton, recordatorio de que el heroísmo y la rebeldía verdaderas no tienen nada en común con la solemnidad. También podría decir que la prosa “no artística” de Marx, Trotsky y Luxemburg son para mí modelos de precisión poética. Y finalmente la cocina popular mexicana. El “coche relleno” que hacen en Guerrero es mi más reciente hallazgo.

El último poema del libro sentencia: “Pero todos los nombres son engaños (…) qué cábala terrible hay en un nombre?”. ¿Cómo convive el poeta con ese engaño, con esa imposibilidad de nombrar?

Para la tradición cabalística, hay una relación mágica entre el nombre y la cosa. Pero creer que hay un idioma “verdadero” es una forma bastante tonta de nacionalismo. En realidad no hay tal. El nombre de una cosa sólo es verdadero cuando en una circunstancia social concreta nos acerca a la cosa, es decir, cuando nos permite transformarla. La sed es sed y la cocacola es cocacola sólo porque con esa palabra puedo pedir una cocacola y así saciar la sed. Para concluir con una frase cursi, digamos que la poesía es el descubrimiento del nombre verdadero de las cosas.

Sobre El Autor

Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Escribe poesía, literatura infanto juvenil, y se dedica también a la dramaturgia. Se formó como actriz con Carlos Gandolfo, Augusto Fernándes y Pompeyo Audivert, entre otros maestros. Da clases de literatura, talleres de escritura y de teatro. Co-fundadora y Jefa de Redacción del portal Evaristo cultural, es editora del sello Evaristo Editorial. Como periodista cultural, colaboró a su vez en diversas publicaciones (Revista Crítica de la Universidad Autónoma de Puebla -México-; Agulha Revista de Cultura -Brasil-; Hablar de Poesía -Argentina-, entre otras). Se dedica también al trabajo social. En 2019 recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes para su proyecto Poéticas de la percepción / Entrevistas sobre poesía. Es parte del equipo de Gestión y políticas culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.

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