Había una chicharra de fondo. Venía sonando hacía rato ya. No sé cuánto. Cada vez más alto. Más cerca. Era una ambulancia. O un camión de bomberos. Venía a toda velocidad. Que no llegue, pensé yo. No quería que llegara porque me estaba curtiendo a la piba del décimo C. Hacía un año que me tenía alzado la vecinita, y ahora la tenía refregándome las tetas en la cara. Pero la chicharra no paraba de sonar. Sonaba en trecillos. Como un despertador.
Abrí los ojos. Todavía era de noche. La vecina no estaba. Mariana tampoco. Qué pena. Nunca me gustó desperdiciar una erección. El despertador seguía sonando a todo lo que daba. Las seis y media. La puta que la parió. Mariana se levantó y me dejó el despertador prendido. Seguro lo hizo para arruinarme el día. En un arranque, le pegué un manotazo que el aparato salió volando. Se reventó contra la pared. A ver si así se da cuenta.
En la mesita de luz había una nota. Traté de enfocar la vista. Me refregué los ojos con la sábana y traté de nuevo.
Me llamaron de urgencia de la guardia. ¿Podés llevar a los chicos al colegio?
Mariana y la reputamadrequeteremilparió. Levántense, les grité desde la cama.
Entré al dormitorio de los pibes. Prendí las luces y los destapé de un tirón. Matías se dio vuelta y se acurrucó. Dónde está mamá, preguntó Jimena. Laburando, le dije. Levantate y ayudá a tu hermano a vestirse. Qué le pongo, me preguntó. Por mí, ponele un vestidito tuyo si querés. Pero apúrense que me van a hacer llegar tarde al laburo.
Cuando entraron en la cocina yo ya iba por mi segunda lágrima. Se sentaron y se me quedaron mirando. ¿Qué?, les dije. Mamá nos pone leche en el café, dijo el nene. Se acabó la leche. Se miraron un rato entre ellos. Después la nena olisqueó el borde de la taza y puso cara de asco. Cuando terminan, lavan las tazas y guardan la mermelada en la heladera, les dije. Yo los espero abajo.
Esperamos el colectivo como veinte minutos. La calle estaba desierta. Para quién iban a andar los bondis a esta hora, pensé. Siempre tarda tanto, dije yo. Mamá nos lleva en auto, contestó Matías. Tenía los labios amoratados del frío. Vení, vamos a jugar, le dijo la hermana. Esta es la batalla del calentamiento, soldados a la carga, se puso a cantar Jimena y empezó a zapatear. Vamos caminando, dije yo. No se queden atrás.
Llegamos a la siguiente parada enseguida. Miré por la avenida. Ya era de día. Todos los semáforos titilaban en amarillo. Tengo que ir al baño, dijo Jimena. No se veía un colectivo ni por asomo. No había nadie. Tengo que ir al baño, dijo de nuevo. Por qué no fuiste en tu casa, le dije. Fui, me respondió. Ahora quiero ir de nuevo. Ahora aguantás, le dije yo. No te queda otra.
Seguimos caminando. Hasta el colegio. La puerta estaba cerrada. A qué hora abre esto, pregunté. Los dos me dijeron no sé con el hombro. Toqué timbre. Había paro hoy, les pregunté. Me miraron nomás. Golpeé la puerta. No apareció nadie. Necesito hacer pis, dijo la nena. Andá a hacer al cordón de la vereda, le dije. Le pegué una patada a la puerta que retumbó por todo el hall. Me pueden decir si había paro hoy, les repetí. O jornada. O asueto. O lo que mierda sea. Tampoco me contestaron. Jimena se agarró de la panza y se puso a lloriquear.
Los agarré de las manos y salimos caminando de nuevo. A un par de cuadras había una estación de servicio. El nene venía trotando bien, pero la nena cada tanto se tropezaba y había que arrastrarla hasta que retomaba el paso. Venía con la mano libre en la panza. No te estarás cagando encima también, no, le pregunté. Me duele, dijo, tengo que hacer pis.
Una cuadra antes de llegar, vi que algo no estaba bien. Todas las luces de la YPF estaban apagadas. Se me ocurrió que otra vez estábamos con escasez, aunque no había visto las colas de autos el día anterior. Las mangueras de los surtidores tampoco estaban cruzadas. Igual fuimos hasta ahí. Ya era bien de día, pero no había ningún playero. Ni siquiera un sereno. La puerta del baño tenía candado.
Aguantás hasta el bar de acá a tres cuadras, le dije. No sé, me contestó. Bueno, corran entonces. Yo salí caminando rápido. El pibe, que es más gauchito, me seguía el paso al trote fuerte. Pero a la gorda no le daba.
Cuando llegué al bar, la nena venía casi una cuadra atrás. Mientras la esperaba me prendí un pucho. Y casi me lo termino antes de que nos alcanzara. Llegó caminando despacito, mirando al piso. Veo que ya no te hace falta el baño, le dije. Ella levantó el hombro hasta la oreja. Igual estaba cerrado también. Quiero ir a casa, me dijo. Ni lo piensen, respondí. Su vieja labura acá a diez cuadras. Los tiro con ella y yo me voy cagando a abrir el boliche.
La nena ya no se estaba meando. Igual yo los llevé como barriletes. Estaba apurado. Además, la gordita tenía un tufo a meo que no tenía ganas de andar soportando.
Cuando faltaban dos o tres cuadras para llegar al hospital, empezamos a ver la gente. Era un mundo. Estaban todos ahí. Todos los que faltaban en la calle, en los bondis, en los negocios. Las caras, la sangre, la mugre, todo me hacía acordar a una película de guerra. O a un campo de concentración. Combate parece esto, les dije a los pibes. Me miraron con los ojos grandotes. No entendieron la referencia.
Permiso, permiso, empecé a decir. Algunos se corrían. A otros había que pasarlos por arriba, estirando las piernas. Me di cuenta de que el pibe, Matías, me estaba retrasando porque no se animaba a saltar a la gente. Le habrán dado asco los colgajos de carne. Así que le tuve que hacer upa. A la pendeja meada no te la tocaba ni con un palo.
Así aceleramos un poco el trámite y llegamos a la puerta del hospital. La yuta estaba ahí dirigiendo un poco la cosa, tratando de ordenar, pero más que nada estaban criando cebo, como hacen siempre. Saqué un billete de cincuenta pesos y me lo guardé en el hueco de la mano.
Agente, permiso, tenemos que pasar, le dije. Circule, señor, circule, me dijo. Si no está lastimado, váyase a su casa. No estoy herido, pero los pibes buscan a la madre. El gorra señaló para el costado. Por allá en la cartelera tiene la lista de los cuerpos que se pudieron reconocer. Se actualiza cada hora. No, qué cuerpo. Es médica la madre, le contesté, y le dí la mano ahuecada.
El tipo tenía oficio, y me apretó canchero la mano como si fuéramos amigos de toda la vida. Circule, señor, por ese pasillo. Adelante.
Adentro la cosa estaba peor. Había un tufo a carnicería que mataba. Matías se empezó a poner medio verde, así que me corrí un poco a ver si todavía me vomitaba.
Bueno, ya estamos acá, les dije, empiecen a buscar. Su vieja tiene que estar por ahí. Estaban medio tímidos al principio, no sabían para dónde ir. Parecían un perro cascoteado. La nena se animó primero y lo agarró al hermano y salió caminando. Pasamos un par de salas de espera, y subimos una escalera. Anduvimos por los pasillos esquivando gente rota como media hora, hasta que por fin la encontramos a Mariana. La vimos de golpe al final de un pabellón lleno de camillas. Estaba montada arriba de un tipo tirado en el piso, y le estaba pegando en el pecho.
Nos acercamos por detrás. Hola, gorda, le dije.
Ella ni bola, seguía dándole masa al tipo como si lo odiara. La puta que te parió, pensé. Caminé como treinta cuadras para traerte los pibes y no me das ni pelota.
Hola, le dije de nuevo y le clavé el dedo en el hombro. Epinefrina, un miligramo, me gritó sacada.
Uno que estaba atrás mío me empujó a un costado y le alcanzó a Mariana una jeringa enorme. Ella la destapó, echó un chorro al aire, y después lo apuñaló al pobre tipo como una viuda negra.
El tipo, que hasta ahí estaba más blanco que un papel, pegó un grito y tomó aire como si se estuviera ahogando. El pibe vio eso y se puso a llorar. La nena lo abrazó y le apartó la cara. No lo manosees, dije yo, que estás toda meada. Le vas a dejar olor.
Martín, escuché el grito. Mariana me miraba con ojos de loca. Miraba a los pibes, y después me miraba a mí. Corrió dos pasos y se agachó a abrazar a los nenes. Cuidado, que Jimena se meo encima, le avisé. Qué mierda te pasa, me gritó mientras se paraba y se me venía encima. ¿Cómo los traes acá? Tranquilizate un poco, loca, le dije. Buenos días, primero, ¿no?
Por unos segundos, Mariana pareció descolocada. ¿Qué hacen los nenes acá?, me preguntó después. El colegio está cerrado, le dije. Y yo tengo que ir a abrir el kiosco, no te los puedo cuidar todo el día. No entendía por qué no me agradecía, después de todo lo que hice para llevarle a los pibes. Se los podría haber dejado en la puerta del colegio. No sé por qué no lo hice.
Ahí se empezó a escuchar una sirena de ambulancia. Cada vez más alto. El ruido se acercaba. Rápido. Escuchamos cómo frenaba afuera y se abrían las puertas. Me hizo acordar al sueño de la vecina que había tenido esa mañana. La miré a Mariana con todo el guardapolvo ensangrentado, y me dieron ganas de volteármela ahí mismo.
Bueno, ¿sabés qué?, le dije. Yo me tengo que ir a laburar. Qué decís. ¿Laburar?, me retrucó. Me ponía una cara de loca terrible, con los ojos saltones, y me terminó de llenar las pelotas.
Sí, laburar. No me agradecés. No me pedís perdón. ¿Y encima no me dejás ir al laburo?
Otra vez tardó un momento en reaccionar. Un morochito de pijama violeta le decía doctora, llegaron más, abajo, venga rápido. Ella revoleaba los ojos para un lado y para el otro. No sé cómo no entendía lo que estaba pasando. Eso fue el colmo. Ahí exploté.
Me pusiste el despertador a las seis y media de la mañana, boluda. Sabés que yo no me levanto antes de las ocho. Lo hiciste a propósito para cagarme el día, le dije.
La mina miró para un lado y para el otro. Alrededor nuestro había doctores saltando encima de la gente, pegándoles en el pecho, enfermeras vendando cabezas abolladas o tratando de mantener miembros que se caían de su lugar. Los pibes, Matías y Jimena, estaban abrazados cada uno a una pierna de la madre. Mariana se dio la vuelta como pudo y salió caminando. Desde atrás, y caminando con los nenes todavía agarrados a las piernas, parecía John Wayne.