En el mar rige otra ley, nos lo dice Juan Bautista Duizeide, en boca de otro hombre de mar, y seguramente es así.
Diez relatos náuticos en los que la verdadera orilla no es agua ni es arena, sino una línea imaginaria que resulta del cruce de dos presencias tutelares; por un lado el mar, por otro las palabras, peces en fuga. Y en ese punto crucial: movimiento, profundidad, sonido.
La percepción del navegante y las palabras mojadas en el mar, que siempre es otro, permiten escuchar la voz de la tormenta al filo del horizonte.
Entonces se impone el mar a gritos, mientras la voz narrativa dibuja historias hechas de recuerdos.
Y, así, entre la memoria y el olvido, se repite un delante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás.
También otra presencia, con participación protagónica, es la del capitán Gonzaga; aborrecido por algunos subordinados y reconocido como un hombre cabal, al menos por uno de sus pares.
Este personaje, en Antes de antes, es un niño callado, un adolescente, un huérfano. Tal vez un náufrago en medio de la vida, que por fin llegó a buen puerto y rompió el silencio. “Porque las palabras, como el agua, encuentran la gotera, la grieta, el cauce.”
Podríamos comenzar por el título elegido que, como imagen, ya nos está contando algo.
Tanto “noche cerrada”, como “mar abierto”, son construcciones lingüísticas cristalizadas, dos pares sustantivo – adjetivo de ésos que se dicen casi automáticamente. Me interesaba articularlos de modo que al hacerlo pudieran, quizás, decir algo distinto. Un tipo de procedimiento fundante de la literatura, que debe sabotear toda clase de automatismos. Además, me parece que así enhebrados pueden expresar una ambivalencia: para algunos sumarán dos causas de miedo, habrá otros –como es mi caso- que puedan percibir en ese mar abierto no una amenaza, sino una posibilidad de escape al encierro, de libertad.
Hablanos, por favor, del proceso de escritura, de la reunión de estos cuentos, del hilo conductor y de la ubicación que logra cada relato en la estructura final.
Si el libro fuera un disco, podría decir que no se trata de canciones compuestas, ensayadas, grabadas y luego presentadas en vivo, sino de un conjunto de canciones que primero se fueron tocando y tocando, y en ese discurrir fueron modificadas hasta llegar a la forma actual. Siete de los diez cuentos habían aparecido en revistas, suplementos de diarios, antologías, etc. Fueron corregidos y en algunos casos podría hablar incluso de una reescritura. Luego hubo una especie de montaje. El orden que presentan dentro del libro, si bien cada cual puede leerlo en el que se le ocurra, intenta dificultar cualquier esbozo de linealidad: no se comienza por la infancia de Gonzaga, el personaje que hila el libro entero. A su vez, Gonzaga aparece a veces como una referencia, otras como un personaje más, otras como protagonista, y en un solo caso como narrador. Los datos que se dan acerca de él son imposibles de conciliar: se trata de un rompecabezas que no puede armarse sin grietas, sin fallas.
Asoma una pasión y, entonces, se impone una pregunta, ¿cuánto hay de experiencia personal en Noche cerrada, mar abierto?
Nací junto al mar, fui navegante profesional y soy navegante deportivo desde los trece años. Pero nada de lo que se cuenta en el libro es algo que me haya sucedido. En todo caso, me gustaría haber sido como algunos de sus personajes. Sí conozco el mar y los barcos, lo cual puede resultar una ventaja al momento de imaginar, de fantasear o dejarme ir a la deriva.
Hablanos de las obras que rescatás en estos cuentos: La isla del tesoro, de Stevenson, por ejemplo; las novelas de Julio Verne… y aquellas enciclopedias y colecciones tales como El tesoro de la juventud, El mundo pintoresco. Y me planto aquí para preguntarte por tus primeras lecturas.
Hay libros que leen los personajes, no necesariamente son los libros que más me interesan a mí o los que releo. Su mención es una forma de caracterizar un ambiente cultural, de caracterizar a los personajes. Dan cuenta de cuáles son las disponibilidades. Dan cuenta de aspiraciones, deseos, fantasías, carencias. Hay otros autores aludidos, glosados por lo general sin mencionarlos: Conrad, Melville, Baudelaire, Rimbaud, René Char, Saint John Perse, Hudson, Borges, Sara Gallardo, Saer, Juanele Ortiz, Haroldo Conti, Álvaro Mutis, Hugo Foguet. Hay epígrafes de La Biblia, de Fray Luis de León, de Héctor Pedro Blomberg, de Eliot… Toda esa mezcla que es uno, escritor de la periferia de la periferia en el carnaval fúnebre del capitalismo tardío.
Mis primeras lecturas fueron historietas. Toneladas de historietas. De Patoruzito al Pato Donald, de Nippur a Mandrake, de Corto Maltés a The Spirit, de Cisco Kid a El Fantasma, de Batman a Afanancio… Pero es cierto que mi primer libro no leído en adaptación infantil fue La Isla del Tesoro. Me conmocionó por identificación con el narrador protagonista, Jim Hawkins: yo estaba viviendo en el San Carlos, el hotel que mis abuelos paternos tenían a media cuadra del mar, del Océano Atlántico, en Necochea, él era un niño / adolescente que vivía en la posada Admiral Benbow a metros del mar… Tanto me la pasaba hablándole todos los días de barcos y viajes por mar a quienes se me cruzaran, que mi abuelo Juan Bautista arregló con un práctico de puerto la visita a un barco. Así el primer buque al que subí fue un petrolero de Y.P.F. que llevaba fuel oil a la usina termoeléctrica de Necochea. Me hice autografiar mi ejemplar de La Isla del Tesoro por el capitán como si se tratara del mismísimo Stevenson. Y le dije que yo también iba a llegar navegando a ese puerto. Cosa que cumplí poco más de una década después, cuando recalé allí con el Capitán Constante de Y.P.F. Con el tiempo, releída La Isla del Tesoro en su idioma original, me encontré con un estilista fabuloso, pero además me di cuenta que sin dejar de ser una novela de aventuras muy bien narrada, es una novela acerca del paso del tiempo, la pérdida de la inocencia, la nostalgia por el reino. Algo análogo me sucedió releyendo El faro del fin del mundo durante una semana en Isla de los Estados, refugiados de un fuerte temporal del oeste: además de ser una novela de aventuras muy bien narrada, tiene tantos méritos como Zama para ser leída como una ficción en torno a la espera.
¿Qué autores reconocés hoy como influencia que, de alguna manera, te permitieron parir este estilo propio, digno de reconocimiento?, ¿quiénes acompañaron tu formación?
Me parece algo imposible de establecer. Tengo sospechas, sí. La costumbre de mi padre de recitar poesía cuando era joven: Nicolás Guillén, García Lorca, el Borges de Para las seis cuerdas. Los relatos de mar de mi tío abuelo Rafael Duizeide, que había naufragado por las Islas Blancas, cerca de Bahía Camarones, lugar al que tuve la dicha de llegar navegando a vela. La lectura adolescente de Borges y todo lo que Borges recomendaba. La liberta y el desparpajo que recomendaba y practicaba. Las clases de literatura del profesor José María Ferrero en la secundaria. Pero creo que, sobre todo, me ha influido el gusto por la música, el deseo de música. Y ante la imposibilidad –por ineptitud- de componer o tocar algún instrumento, la tentativa desesperada de hacer música con las palabras.
Contanos algo de la galería de personajes. ¿De dónde salieron?, ¿observación o pura imaginación? Tomemos por ejemplo a Juan Gonzaga -en sus distintos tiempos-, a Von Ohde, a la “intrusa” y a los hermanos Mac Lelland.
Memoria y deseo. Información y fantasía. Para Gonzaga, los ingredientes fueron el comportamiento de algún capitán de la vieja escuela con el que navegué, diversos capitanes de la literatura y de la historia, y sobre todo dejarme llevar por ese fantasma una vez convocado. Ohde lleva el nombre de un amigo muerto muy joven, gran poeta, Pablo Ohde, pero su carácter y sus dilemas son inventos. La intrusa está creada para socavar sus pocas certezas y destrozar sus rutinas. También ella es imaginaria, aunque recordé a alguna mujer al momento de adjudicarle algunos gustos y conductas. Los hermanos Mac Lelland son personajes construidos a partir de los relatos de infancia de mi compañera Fabiana, criada en un campo del sudeste de la provincia de Buenos Aires.
El “griego”, el “vasco”, el “gallego”, el “dinamarqués”, el “tano”; supiste anteponer el lugar de origen al apellido de cada uno de estos trabajadores del mar apretados en una dramática experiencia. Sería interesante ampliar la idea y hablar de la intención; ¿puede ser?
Uno de mis cuentos favoritos es “El bote”, de Stephen Crane. Tanto me gusta que lo traduje un par de veces. Cuenta las jornadas de unos náufragos a bordo de una embarcación salvavidas a remo tras el naufragio de su barco, impedidos de ganar la playa por el tamaño de las rompientes. Me parece una obra maestra: el trabajo con los mínimos movimientos de los personajes, con su agotamiento, su hambre, su sed, sus esperanzas, sus decepciones, a la par del trabajo con los colores del agua y del cielo, con los sonidos de las olas, del viento, de los pájaros. El cuento en el que aparecen el “griego, el “vasco”, el “gallego”, el “dinamarqués”, surgió como reescritura del cuento de Crane. Me interesaba sugerir una dimensión ausente allí: la causa del naufragio. Su cuento está basado en el naufragio del vapor Commodore, a bordo del cual iba. Ese barco llevaba armas a Cuba durante la guerra con España, pero tal vez para concentrarse en lo que le interesaba –la heroicidad de hombres comunes puestos en circunstancias extraordinarias, la belleza de lo terrible- Crane obvió este aspecto. En otro contexto histórico y cultural, en mi reescritura me interesó algo que sugiriese el origen del conflicto. Cuantos se encuentran a flote después del naufragio de ese pesquero son trabajadores del mar. Están expuestos a la muerte por algo que tramaron, sin riesgo de vida, en oficinas a miles de millas, en tierra firme. Nombrarlos por sus gentilicios me pareció una forma de sugerir que no es su origen sino su clase social la que los pone en esa situación. En una época en que se pone especial acento en las diferencias nacionales, religiosas, étnicas, sexuales, me interesaba plantear implícitamente esto. La historia es historia de la lucha de clases.
¿Qué elementos ves como esenciales para ir generando la atmósfera propicia en cada cuento?
Como en la música: melodía, armonía, ritmo.
Dicen que a los gatos no les gusta el agua. Aquí los tenés en cuenta. ¿Cómo te llevás con ellos?
Hay toda una tradición de gatos de a bordo, particularmente en naves británicas. Hubo un gato que se hizo famoso por sobrevivir a tres naufragios en seis meses durante la Segunda Guerra Mundial. Se lo conocía como “el insumergible Sam”. Yo me llevo muy bien con los gatos, con los perros, con los caballos. Desde chico he convivido siempre con animales. Tan bien me llevo con los animales que más de una vez me han reprochado quererlos más que a los autodenominados humanos.
Roald Amundsen y Robert Falcon Scott, también son invocados en uno de los cuentos. ¿Qué interés despierta en vos el mundo de los expedicionarios, de los exploradores?
Lo que más leo es historia de la navegación y de las exploraciones por mar. Admiro especialmente a los exploradores victorianos –más allá de que representen a un imperio que como todo imperio merece morir-, y de entre ellos admiro sobre todo a Scott y Shackleton.
Jazz, blues, pop tradicional… Hablanos de la música que te inspira, de la que te conmueve.
En el libro no aparece mencionada la música que más me conmueve: Gesualdo, Michelangelo Rossi, Purcell, Bach, Haydn, Beethoven, Schumann, Schubert, Brahms, Mahler, Debussy, Ravel, Messiaen. Acudí a músicas que podían sonar en los ambientes donde transcurren los cuentos: pop, tango. Sí aparece en uno de los cuentos el jazz, que también me gusta mucho, sobre todo Ellington, Monk, Parker, Mingus y Coltrane. Pero la música es para mí, más que nada, un principio constructivo, una preocupación formal. Una posibilidad de que la prosa, sin abandonar cierta narratividad, cierta épica desesperanzada, derive hacia la lírica. Incluso hacia el sonido por el sonido mismo. Hacia la materialidad desnuda del sonido como otra frontera. Aunque sea como un eco mudo en la lectura íntima.
¿Podés decirnos algo acerca de “el barco ideal”, como obsesión?
Nunca ha sido para mí una obsesión el barco ideal. Sí lo es para alguno de mis personajes, un poco a la manera de lo que sucede en Abdul Bashur soñador de navíos, de Álvaro Mutis. Es cierto, sí, que uno termina amando los barcos en los que navega más allá de sus virtudes, que hace por ellos, como buen enamorado, cosas impensables, locuras, que corre riesgos, que los defiende de la maledicencia de los demás.
Para ir cerrando, te pido una síntesis de Nocturna, con un perfil de aquella mujer y de aquel hombre que vemos en el bar. ¿Desde qué lugar se sienta cada uno en esa mesa, y para qué?
“Nocturna” da cuenta del encuentro en un bar de la periferia porteña, de noche, entre un hombre que trabaja de periodista como forma de la resignación –es un “quebrado” se sugiere- y una mujer que ha sobrevivido al naufragio de una lancha en el Río de La Plata. Él duda, ella vio. A él lo seduce y repele al mismo tiempo esa visión. Tiene miedo a la trascendencia pero no puede escaparse a esa cuestión.
Aunque no lo pensé ni al momento de la escritura ni en las diversas instancias de corrección y re escritura, me parece que el indagar acerca de una serie de temas –las capacidades del lenguaje, lo que es importante en una narración- termina por hacer que funcione como arte poética. Algo que hasta cierto punto sucede también con el último cuento del libro, “Noche cerrada, mar abierto”, aunque hay dispersas en varios cuentos reflexiones de ese tipo.