El Mudo, narrador de la historia, deja detrás su vida en Resistencia y se instala en una casa en el medio del monte. Usurpa la casa de una muerta y se instala ahí. Pero la paz que busca no está o no se la dejan encontrar ni sus vecinos ni un grupo de activista que quiere detener su, ya ocasional, matanza de monos.
Lo idílico de lo natural es desterrado por la hostilidad.
La naturaleza alejada de una apreciación lírica, una celebración de lo pintoresco o lo exótico a través de una prosa bucólica, se presenta en realidad como efectos secundarios de una paz que se supone, pero no aparece. Ni cerca.
Acá el río no fluye, traga.
Un catálogo de secundarios que nos llevan hacia un extrañamiento, activistas, cazadores furtivos, monos, caimanes criados como perros, fantasmas que caminan para atrás.
Gente que va a proteger el medio ambiente cuando son ellos los que tienen que protegerse de éste.
El abandono de la civilización, un hastío con lo urbano y lo que allá queda. El cambio de escenario del protagonista por la naturaleza y lo silvestre. Da la impresión de que el Mudo lo único que consigue es cambiar la madera a la que se aferra frente a un (su) naufragio. Empecemos hablando acerca de esto.
Pasa que yo no quería explicitar del todo —incluso nada— de la vida anterior del Mudo. Quería que su historia personal quedara apenas insinuada. Evitar el paso narrativo por su “historia anterior”, por así decirlo. Pero a la vez quería que toda esa vida anterior estuviese latente en el Mudo, que se notara que él no era un hombre nacido y criado en la Colonia. Como decís vos con el asunto de la madera, la vida puede ser tan retorcida en el mundo urbano como en el rural.
La situación de hartazgo es una constante en la novela. En cierta manera los personajes culpan al lugar, tanto a Resistencia como al monte, como los causantes de esta incomodidad. Pero hay poca introspección, como si temieran que algo de ellos fuera, en realidad, fuera el verdadero culpable. Siempre es más fácil culpar a los demás, que hacerse cargo. Me parece que es una situación común en la actualidad. ¿Podríamos ampliar esta idea?
Para empezar, tengo la certeza de que los demás son los culpables de las cosas que me pasan. Por ejemplo, yo no voté a Macrì. No soy tan estúpido. Por lo demás, la incomodidad debe ser la “situación común” más constante en la historia de la humanidad. Vivimos incómodos. Y la incomodidad puede funcionar como una especie de motor, si se me permite el lugar común. Me pongo grandilocuente y digo que cierta incomodidad del mundo nos hace, entre otras cosas, escribir. Yo sé que no voy a cambiar nada escribiendo, pero aún así persiste la sensación de que, desde la escritura, voy a restablecer algo parecido a un orden. Tal vez no consigamos hacer del mundo un lugar justo, pero es probable que nuestra intimidad sea más llevadera.
Tengo que decir que el Mudo es un personaje muy jugado, y a la vez, muy logrado. Da la impresión de ser el más violento un segundo y, al otro, el más tierno, todo dotado por una incomodidad y una torpeza a la hora de moverse y relacionarse que no sabemos si ya tenía o es producto de su nueva vida en el monte. ¿Cómo fue su génesis?
Tal como sugerís: era cuestión de pensar en un hombre dotado de una cierta torpeza y ubicarlo en un ambiente que lo desborde. En buena medida esa debe ser la historia de la literatura: personajes, mujeres y hombres, ubicados en un territorio y en una situación que les resulten ajenos. Y ver cómo hacen para salir de ese atolladero.
La historia del Mudo empecé a pergeñarla con la mudanza de mi amigo Luciano Acosta —un artista plástico chaqueño, más o menos de mi edad—, que tuvo que dejar Resistencia para instalarse en Colonia Benítez, un pueblo que está a meros treinta kilómetros de la ciudad. Resistencia está quedando chica y, quienes pueden, empiezan a ocupar terrenos en los pueblos aledaños, un poco por necesidad y otro tanto como una manera coqueta de salirse de la vulgaridad urbana. Al margen de las razones de Luciano, y al margen de que Benítez es un pueblito luminoso y tranquilo, la cuestión es que no deja de ser un pueblo. A las siete de la noche la vida, por así decirlo, se acaba. O se enciende de otra manera, una manera que puede ser desesperante para alguien muy habituado a la vida urbana. De algún modo Luciano fue transmitiéndome su desesperación.
De la mano de la anterior, me parece importante remarcar el registro que utilizás para narrar la historia, plagado de regionalismo y a veces una narración torpe desde su forma, más ligada a la oralidad., que terminan por darle entidad. Aplaudo el uso de lo coloquial y de esta voz, pero ¿no tuviste miedo de que pudiera jugarte en contra a la hora de ser leída?
Para nada. Pero tampoco quería que fuese un desborde de regionalismos porque eso no me lo creo ni yo. Yo no creo, por ejemplo, que Leo Oyola tenga esos reparos al momento de escribir: sus textos tienen una carga abrumadora y sensible de regionalismos del conurbano; o Washington Cucurto, que se zambulle a lo loco en un habla caribeño-guaraní-porteña, o algo así; o Selva Almada, que recrea un registro entre litoraleño y de Chaco adentro. Pero siempre se trata de literatura.
Por otra parte, más que regional, el que yo intenté es un coloquialismo de “capitales periféricas”, digamos, no un “habla de campo”, si es que existe una cosa así. No es un lenguaje rural. Es un lenguaje urbano de ciudades del interior del país, atravesado además por mi manera de hacer —o de intentar hacer— literatura.
Junto con el registro, la estructura es una de los aspectos más destacables de la novela. Si bien el uso de un capítulo en presente y en otro en pasado podemos decir que es algo “habitual”, estos flashbacks, más que avanzar la historia, introducen elementos tangenciales al relato, una suerte de universos ajenos pero que terminan por fundirse con el resto. ¿Cómo trabajaste esta dualidad?
Para ser honesto, fue un trabajo mucho más intuitivo que planificado. Una manera que encontré sobre la marcha, que me permitió avanzar y a la vez darme aire entre un capítulo y otro.
La naturaleza muchas veces se presenta como postales de campañas de turismo, algo colorido, de folleto, en especial para la gente de ciudad. Me interesa tu visión y tu experiencia de primera mano, ¿hubo una intención de remarcar este aspecto más ligado a la hostilidad que a lo exótico o solo fue un retrato de algo conocido?
Mi experiencia con la vida silvestre, o ya para ir a fondo, salvaje, es muy pobre. Por decirlo de manera elegante, soy un muchacho delicado, se me eriza la piel cuando entro al río y piso el barro del fondo. Ese tipo de remilgos me vino muy bien para desarrollar un personaje que tuviese, de pronto, que hacer frente a una naturaleza hostil. A la vez que me permitió bromear con el lugar común de la naturaleza más primaria como destino deseado. Aun así, yo mismo no dejo de tentarme con esas posibilidades, largar todo y construirme una cabaña junto al río.
Has incursionado en el policial y la novela negra en otras obras, y en esta, si me permitís, se puede encontrar un coqueteo con el terror. ¿Cómo te llevás con los géneros literarios?
Muy bien, incluso con la literatura no considerada “de género”. Siento —aunque después, por supuesto, no me salga—, siento que puedo meterme donde quiera, que puedo escribir lo que sea.
A lo largo de tu carrera has ganado numerosos premios, que dan tanto prestigio como dinero. ¿Cómo repercute eso en tu escritura? ¿cuál creés que es el valor de los mismos?
He tenido suerte y debo mi vida editorial, mis libros publicados, a los premios que gané. Ni más ni menos. Estoy orgulloso de cada uno de esos premios, aunque de a ratos me sienta un ludópata y me diga que ya está, que ya dejé.
Al igual que el protagonista de la novela cambiaste tu lugar de vivienda aunque vos cambiaste ciudad por ciudad. Los textos que leí tuyos siempre se mueven por el margen, tanto social como paisajístico. ¿Creés que el lugar de residencia va a cambiar el contenido de tus textos, al menos en cuanto al ambiente?
Espero y creo que no. Aunque no lo tenga como un “programa de escritura”, el territorio chaqueño y los paisajes aledaños me tientan y me atraen muchísimo. De la misma manera que me asustan. En los casi tres años que llevo en Buenos Aires, no sentí el mismo deseo, tampoco la inclinación de armar algo que tuviese que ver, no sé, con la vida en el subte. Y digo el subte porque de alguna manera comprobé que la vida porteña y del conurbano pasan mucho por los medios de transporte. Es increíble lo fácil que uno se habitúa a esos pequeños infiernos.
Sos editor de la Editorial Mulita junto a Pablo Black. Si bien las editoriales independientes han proliferado en los últimos años, es notorio como la crisis económica modificó el panorama de las mismas. Me interesa preguntarte cómo sigue el proyecto. Y por otro lado, más allá de las ferias provinciales y cooperativas, gran parte de la literatura del norte sigue siendo un misterio para la gente de Capital. Sé que sos un divulgador de la obra de Orlando Van Bredam y Miguel Molfino. ¿Qué otros autores podés recomendarnos?
Precisamente Mulita me dio la suerte de conocer y disfrutar de una parva de autores encantadores: María Lobo, por ejemplo, una escritora que es una bomba tucumana de sutileza y elegancia; o Matías Aldaz, recuerdo que cuando nos llegó su libro, “La lluvia cae en todas partes”, me emocioné y lo envidié al punto de entrar en crisis con mi propia escritura. Ahora, no podía ser de otra manera, es uno de mis mejores amigos. Pero la verdad —y más allá de lo ñoño que suene—, cada libro que publicamos desde Mulita es como un encuentro glorioso. Yo celebro haber leído a gente como Valeria Groisman, Fabián Dorigo, Ulises Cremonte, Diego Puig, Virginia Feinmann, autores que, de no haber sido por Mulita, probablemente nunca hubiera leído.